ADÁN: Y es bueno que recuerdes, de una vez para
siempre, que tu condición es absolutamente contingente.
EVA: Lo mismo
que la tuya.
ADÁN: ¡Ah, no! Yo soy esencial. Sin mí, Dios no
podría ser conocido ni reverenciado ni obedecido.
EVA: No me niegues que ese Dios del que hablas (y
al que jamás he visto) es vanidoso: necesita un espejo. […]
ADÁN: Así que repite lo que te he enseñado. ¿Cómo
te llamas?
EVA: ¿Cómo me llamas tú?
ADÁN: Eva.
EVA: Bueno. Ese es el seudónimo con el que voy a
pasar a la historia. Pero mi nombre verdadero, con el que yo me llamo, ése no
se lo diré a nadie. Y mucho menos a ti.[i]
Este diálogo teatral está tomado de
la obra El eterno femenino, de la escritora,
dramaturga y periodista mexicana Rosario Castellanos (1925-1974), quien, al
decir de Kati Röttger, “cita la escena originaria cristiana de la exclusión de
la femineidad del sistema de la lengua y de la representación, pero la deforma
al mismo tiempo quebrando la autoridad de la cognición de connotación
masculina”.[ii]
¿A qué se debe, pues, la escasa visibilidad que aún tiene en Latinoamérica el
teatro escrito por mujeres? ¿Por qué la dramaturgia femenina latinoamericana no
ocupa la suficiente atención de la crítica, la academia, los investigadores teatrales
y el público en general? Pese a todo, se puede constatar que la dramaturgia
femenina ha tenido una destacada impronta y un desarrollo significativo en
América Latina que, a propósito del feminismo, como lo sostiene Francesca
Gargallo,
aparece
como el lugar desde donde analizar toda la historia de los pensamientos
feministas por ser, una vez más, un espacio in
fieri, no terminado, donde el derecho de las mujeres a la diferencia debe
encontrarse con su deber de construir la democracia, con su supuesto deber de
fortalecer e incentivar la participación de las mujeres en las instancias de
representación política básica.[iii]
Rosario Castellanos. Retrato
Rastrear los antecedentes del teatro
femenino latinoamericano no es tarea fácil debido a la exigua información
disponible. Y es que el teatro es un discurso predominantemente masculino tanto
en su historia y su teoría, como en la literatura dramática (arte dramático),
la crítica y la práctica misma. Más aún: la propia institución arte ha sido y
es masculina, de ahí que sea necesario cuestionar, como lo hace la filósofa
feminista Eli Bartra, a la misma
historia
del arte, como estructura de estudio androcéntrica y clasista, desde la
perspectiva del arte popular, tema que ha sido prácticamente ignorado por el
feminismo. […] “No existen valores universales dentro del arte ni popular ni
elitista. Los valores estéticos tienen que ver con el contexto cultural en el
que se crean, las clases sociales y los géneros que producen las obras. Todo
ello desempeña un papel en cuanto a la valoración estética.”[iv]
Habría que recordar, por ejemplo, que
históricamente la exclusión de la mujer de la institución teatral llega hasta
el teatro isabelino, en el que los personajes femeninos eran representados por
actores. Puede afirmarse que en el teatro occidental recién se empieza a hablar
de una dramaturgia femenina a partir del siglo XX, lo cual, como es obvio, no
significa que no existiera desde siglos anteriores. Para el caso
latinoamericano tres antecedentes importantes son Sor Juana Inés de la Cruz en
el XVII, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda y la peruana Clorinda Matto de
Turner en el XIX, escritoras que, como aclara la pintora, escritora y
dramaturga mexicana Marcela Del Río, “a pesar de su rebeldía frente a la
condición de sojuzgamiento de la mujer, aceptaban los modelos dramáticos del
marco teórico y del discurso dramático masculino, como para probar su dominio
de tal modelización”.[v]
Es precisamente en México donde se gesta y desarrolla una importante tradición
de dramaturgas que cubre varias generaciones. Argentina es otro referente. A
partir de la década del sesenta del XX, tan renovadora en todos los campos, se
presenta un aumento enorme de escritoras teatrales latinoamericanas. Del Río
destaca que “en muchos países de América el discurso dramático femenino no sólo
ha estado a la vanguardia, sino que, en muchos casos, ha sido el que ha
producido la renovación teatral”.[vi]
No obstante, la contribución de las mujeres al teatro latinoamericano suele
pasarse por alto. Por ello no resulta extraño que en numerosas antologías no
figure ninguna dramaturga, lo que lleva a pensar a Del Río, con justa razón,
que más bien se debería hablar de antologías de “teatro masculino
contemporáneo”.[vii]
Esta fobia patriarcal y androcéntrica
sugiere dos cosas. En primer lugar la predominancia de un discurso estético
teatral eurocentrista y europeizante, pues la mayoría de autores, críticos,
directores y teóricos del teatro occidental son, además de hombres, europeos:
desde el teatro clásico griego y Aristóteles (cuyas ideas sobre la
“inferioridad” de la mujer son conocidas) y su Poética, pasando por el teatro del Renacimiento, la ópera y el
drama burgués, hasta llegar a Ibsen, Stanislavski, Brecht, Artaud, Grotowski,
Becket, Ionesco, Genet, Brook, Fo, Pinter y Müller, entre otros. En segundo
lugar, la alteridad que implica, dentro de este estrecho margen, el discurso
dramático propiamente femenino: “A la marginalidad dentro del marco estético
europeizante se suma la del marco genérico de un discurso hegemónico masculino
que ha minimizado la validez de su discurso, no sólo dramático, sino estético
en general”.[viii]
Una de las dramaturgas latinoamericanas
más destacadas es la ya citada Rosario Castellanos, cuya obra El eterno femenino, de 1975, es una de
las claves para la comprensión tanto del discurso dramático femenino
latinoamericano como en general. “Rosario Castellanos acepta su identidad
femenina”, [ix]
dice Del Río, pero se rebela contra “las limitaciones que le impone a la mujer
su entorno social”.[x]
Otra visión de esta problemática la ofrece la dramaturga argentina Cristina
Escofet, en obras como Solas en la
madriguera, en la que “cuestiona su propia identidad femenina, rebelándose
no sólo frente a su entorno social, sino ante su propia geografía corporal”.[xi]
Por otro lado, parece haberse ignorado
que fue precisamente una mujer latinoamericana la que en la primera mitad del
siglo XX se adelantó, en cierto modo, al mismísimo Bertolt Brecht en su
concepción de un teatro épico, al menos en la práctica. Me refiero a la autora
mexicana María Luisa Ocampo, quien escribe la obra El corrido de Juan Saavedra en 1929 -pieza crítica sobre la
revolución mexicana-, años antes de que el dramaturgo y teórico alemán
publicara sus célebres escritos sobre teatro épico y distanciamiento escénico:
Aun
cuando Ocampo no escribe ningún discurso teórico sobre su teatro, ni habla del
distanciamiento entre el espectador y los personajes, como lo hace Brecht, el
conjunto de esas características produce el mismo efecto: romper la empatía del
espectador y anular la catarsis. No deja de ser extraordinario el hecho de que
en la misma época en que Brecht escribe sus textos, en México se esté
produciendo un teatro con un pensamiento tan acusado, sin que haya la
posibilidad de establecer una intertextualidad.[xii]
Otra pieza anticipatoria es la de la
también mexicana Magdalena Mondragón, La
sirena que llevaba al mar, específicamente femenina por su contenido. La
obra fue escrita en 1945 y estrenada en 1951, y muestra la transformación en
una sirena que empieza a experimentar una mujer, como un gesto de rebeldía
frente a su condición de esposa, mujer sumisa, pasiva y conformista con los
roles impuestos por una sociedad patriarcal, sexista, masculinizada. Ese año se
estrenó en París La cantante calva,
obra de Ionesco que inicia lo que la crítica denominó teatro del absurdo. La
obra de Mondragón tiene mucho en común con otra de Ionesco, El rinoceronte, acaso la más conocida
del dramaturgo de origen rumano. La intertextualidad de estas obras se da, en
lo estético, por una acusada influencia del sobrerrealismo, que en el caso de La sirena que llevaba al mar tiene como
fondo, además, “al mundo mágico indígena”;[xiii]
y, en su contenido, por las implicaciones metafóricas de ambas situaciones:
Berenger, el protagonista de El
rinoceronte, se niega a ser transformado en un rinoceronte, como ya lo han
sido los habitantes del pueblo en que vive, lo que constituiría, en el contexto
de la obra, una metáfora de la masificación y del totalitarismo; en cambio
Nereida, la protagonista de La sirena
que llevaba al mar, acepta una
metamorfosis que finalmente no se consuma. El propósito de ambos personajes es
el mismo en cuanto a que se resisten a una masificación o manipulación social,
aunque la metamorfosis, en el primer caso, significa alienación y enajenación,
y en el segundo liberación; y, en suma, rebeldía, en los dos. Así, Mondragón se
anticipó catorce años a Ionesco, sin recibir nunca ese reconocimiento.
Igualmente resulta problematizante el
lugar del discurso dramático femenino en las categorías sobre los discursos
críticos que plantea Juan Villegas[xiv]:
hegemónicos, los que corresponden a las prácticas “del poder cultural
dominante”[xv]en una
sociedad; desplazados, aquellos que por motivos externos al texto, pero siempre
relacionados con el poder, pierden vigencia; marginales, los elaborados por un
autor que sufre una condición de marginalidad, cuyo destinatario potencial es
un público igualmente marginal; y subyugados, los que son claramente
ideológicos y, debido a ello, terminan por prohibirse “por contener conceptos
discrepantes frente a los códigos hegemónicos, sea dentro de la política como
dentro de la moral o de la estética”.[xvi]Entonces,
no resulta nada fácil la ubicación, si de eso se trata, del discurso femenino
dramático en una sola de estas categorías, por cuanto la tendencia ha sido la
de constreñirlo como marginal, y ello cuando es tomado en cuenta. Y no es que
la marginalidad sea ajena a este discurso; sin embargo, acaso haya que crear
otra categoría que pueda dar cuenta de un discurso que tampoco es, por fortuna,
homogéneo.
Nieves Martínez de Olcoz, analista del
teatro femenino latinoamericano, propone otra categoría que puede resultar más
profunda y significativa, tanto para valorar la dramaturgia femenina
latinoamericana de las últimas décadas del XX como para interpretar el discurso
que nos ocupa: el cuerpo del dolor, en la medida en que es ésta
la
imagen perdurable que acuña la escritura femenina finisecular. La violencia en
la representación […] no sólo permite denunciar la malversación que el centro
de una cultura ejerce sobre sus cuerpos grotescos […]. No solamente se trata de
describir el ritual de exclusión de un proceso cultural mediante la violación,
feminización o sodomización de un cuerpo como recurso metafórico para delatar
la retórica del poder.[xvii]
Griselda Gambaro
Además de esta violencia directa o
indirecta, abierta o solapada contra el cuerpo en general y femenino en
particular, que tiene que ver con las formas como en la modernidad se ha
intervenido y disciplinado lo corporal, este cuerpo del dolor, “siendo el
cuerpo que la ley escribe, es además y fundamentalmente la posibilidad de
negociar una nueva alianza, otra denominación del ‘nosotros’ que integre centro
y periferia”.[xviii]En
otras palabras, el teatro femenino latinoamericano finisecular, que traspasa el
nuevo siglo, no únicamente es denunciante sino propositivo y -como siempre lo
ha sido pero ahora quizás aún más- político, entendiendo lo político en toda su
amplitud. Entre las obras emblemáticas de este período está Antígona furiosa, de Griselda Gambaro,
una de las más importantes dramaturgas latinoamericanas de los últimos tiempos.
Esta autora reescribe el mito de Antígona trasladándolo a su país, Argentina,
en uno de los momentos críticos de su historia, el de la transición a la
democracia en la primera mitad de los ochenta después de padecer una de las más
sangrientas dictaduras del continente. En el momento en el que la sociedad
argentina empieza a exigir justicia, Antígona es “la mujer que en el Proceso
[…] entierra al desaparecido […] rescata su cuerpo haciéndolo visible. Hasta
aquí el mito funciona. Pero hay que corregir su final, su ineficacia o su
trampa. Gambaro inventa otra muerte para Antígona”.[xix]Este
cuerpo del dolor en la nueva dramaturgia femenina latinoamericana es
probablemente la categoría que mejor definiría esta práctica y apuesta dramática:
“Como metáfora de representación así planteada vincularía la quizá más
importante producción dramatúrgica de protagonismo femenino en la historia del
teatro latinoamericano”.[xx]
La dramaturgia femenina
latinoamericana dialoga así con los movimientos feministas y la sociedad para
reivindicar el lugar de lo femenino, cuestionarlo y deconstruirlo, al tiempo
que critica las estructuras patriarcales, androcéntricas, masculinas,
clasistas, raciales, epistémicas. En cuanto a esta última matriz no se debe
olvidar que el teatro, que es conocimiento sensible como todo arte, también
contribuye a la construcción del saber; pero, como lo advierte Francesca
Gargallo, “las mujeres han sido sistemáticamente expulsadas de la construcción
de conocimiento, porque basan sus afirmaciones sobre la realidad en cosas que
están muy desvalorizadas por la epistemología tradicional”.[xxi]
Esas exclusiones de la mujer de dominios masculinos como la ciencia y el arte,
animan la lucha por el reconocimiento de la existencia, importancia,
especificidad e investigación de una dramaturgia femenina en Latinoamérica.
Es que en una época como la nuestra, en
la cual los debates sobre género continúan ascendentemente abiertos, habría que
tener presente las inquietudes que recoge uno de los personajes de El eterno femenino:
SEÑORA 4. ¿No hay una tercera vía para el tercer
mundo al que pertenecemos? […] La tercera vía tiene que llegar hasta el último
fondo del problema. […] No basta imitar los modelos que se nos proponen y que
son la respuesta a otras circunstancias que las nuestras. No basta siquiera
descubrir lo que somos. ¡Hay que reinventarnos![xxii]
[i]Rosario
Castellanos, “El eterno femenino”, citada por Kati Röttger, “El poder de la
mascarada”, en Performance, pathos,
política de los sexos: teatro postcolonial de autoras latinoamericanas,
Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., Madrid, Frankfurt am Main, Iberoamericana,
Vervuert, 1999, p. 116.
[ii]
Ibid., p. 116.
[iii]
Francesca Gargallo, Ideas feministas
latinoamericanas, México, DF, Universidad Autónoma de la Ciudad de México,
2006, 2a. ed., p. 110.
[iv]
Ibid., p. 86.
[v]
Marcela Del Río, “Especificidad y reconocimiento del discurso dramático
femenino en el teatro latinoamericano, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds.,
op. cit., p. 42.
[vi]
Ibíd., p. 43.
[vii]
Ibíd., p. 43.
[viii]
Ibíd., p. 41.
[ix]
Ibíd., p. 46.
[x]
Ibíd., p. 46.
[xi]
Ibíd., p. 46.
[xii]
Ibíd., p. 49-50.
[xiii]
Ibíd., p. 50.
[xiv]
Citado por Marcela Del Río, ibíd., p. 52.
[xv]
Ibíd., p. 52.
[xvi]
Ibíd., p. 52.
[xvii]
Nieves Martínez de Olcoz, “Escrito en el cuerpo: mujer, nación y memoria”, en
Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op.cit., p. 61-62.
[xviii]
Ibíd., p. 62.
[xix]
Ibíd., p. 63.
[xx]
Ibíd., p. 67.
[xxi]
Francesca Gargallo, op. cit., p. 90.
[xxii]
Rosario Castellanos, “El eterno femenino”, citada por Kati Röttger, en Heidrun
Adler y Kati Röttger, eds., op.cit., p. 109.
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