Transcurridos diez años de
promulgada la Ley de Cine (ley 814 de 2003), los medios y muchos trabajadores
del cine han hecho sus balances críticos sobre el devenir del cine en Colombia
durante este período. Ciertamente la ley ha permitido que la producción y
estreno anual de filmes colombianos, o en régimen de coproducción, deje de ser
una rareza: de un promedio de cuatro películas que se estrenaban anualmente
antes de promulgarse la ley, año tras año el número ha ido en aumento hasta
llegar al histórico de veintitrés del año anterior; en ningún otro período se
ha producido tanto cine como en éste. Pero, más allá de todo lo que haya que
corregir y mejorar en una práctica que ya es vista como una industria
(cultural), así sea todavía incipiente, tanto en lo concerniente a la
financiación de los proyectos, los índices de publicidad, circulación y
espectadores (desiguales entre las películas que se estrenan cada año y que
favorecen más a las comerciales) y la formación de públicos, habría que
preguntarse también si la ley ha facilitado la construcción de una cinematografía
nacional o su consolidación como tal.
Como sucede cuando una forma
artística aun no está arraigada en un país, se hace necesario quizás que un
autor, o grupo de autores, representen lo local y lo nacional primero, en toda
su amplitud, complejidad y diversidad, antes de abordar lo universal, que suele
también llamarse internacional. Ocurre, sin embargo, que desde lo local o
regional se llega a lo mundial -en términos de categoría cultural, no
territorial- a través de ciertas obras y artistas. Aunque se haya vuelto un
lugar común hacerlo, menciono el caso, en la narrativa, de García Márquez y su
invención de Macondo, que, si bien tiene un referente cultural y geográfico
preciso en Colombia, no se queda ahí y llega a ser nacional, continental e
internacional; o el de Aurelio Arturo en una poesía que también tiene una
génesis y entorno regional concreto, cuyo tratamiento, sin embargo, está hecho de
elementos simbolistas y surrealistas y, en cualquier caso, le canta a un
paisaje natural y humano profundo, que así como está en los andes sureños colombianos
puede estar en muchos lugares de la tierra. Y desde las artes plásticas cómo no
citar la obra de Beatriz González en esa aventura de narrar lo local: la misma
artista se definía en cierta ocasión como una pintora de provincia, a pesar de
las resonancias internacionales de su trabajo, de sus constantes alegorías y
referencias al arte plástico europeo. En cuanto al cine, la pregunta es si el
colombiano -pese a que algunos consideren una falacia hablar de un cine
nacional o continental- está narrando diversamente lo que es el país y, en esa
medida, encontrando desde ahí lo universal de sus relatos y arquetipos.
Marciano Martínez en Los viajes del viento
Se me dirá que el cine en
Colombia viene haciendo eso desde, por ejemplo, Bajo el cielo antioqueño, película de los años veinte. O que la
problemática de nuestras violencias se ha tratado hasta la saciedad, y que eso
entronca con lo humano de las guerras y conflictos bélicos de todas partes. No
obstante, pienso que es justamente en
estos diez últimos años que hemos visto emerger una Colombia profunda en el
cine, que es posiblemente la que más cerca está, pese a su marginalidad, del
relato nacional que se universaliza e internacionaliza. La sombra del caminante (2004), ópera prima de Ciro Guerra, es la
película que, en mi opinión, inicia otro modo de representar nuestra tragedia
nacional. El espectador no ve guerrilleros, ni soldados, ni paramilitares, ni
combates y masacres: sólo el encuentro casual entre la víctima y el victimario,
y a partir de ahí un relato íntimo, dramáticamente poético -y perdón si acaso
soy redundante- de dos seres que sobreviven en la ciudad capital, que intentan
rehacer sus vidas y olvidar sus pasados, que rozan la amistad, aunque uno de
ellos finalmente sucumba y no precisamente por venganza. Esos rostros del
conflicto, abordados de esa manera, no se habían visto en el cine colombiano. En
el siguiente largometraje de Ciro Guerra, Los
viajes del viento (2009), un acordeonero recorre la región del Cesar, atravesando
otros departamentos costeños hasta llegar a la Guajira para devolverle a su
maestro el acordeón; un periplo musical, regional, territorial (una road movie pero a lomo de burro) e
incluso ancestral, en el cual su protagonista se bate a duelo con otros
acordeoneros y juglares vallenatos y conoce a un muchacho que quiere seguir sus
pasos. A pesar de la temática y la música, el ritmo de narración es más europeo
que latino: su lentitud contrasta con los personajes y el vibrante y cálido entorno
natural.
Víctor Gaviria había explorado
la mirada naturalista de los conflictos, inventando una suerte de neorrealismo
colombiano a partir de hechos sociales concretos (sicariato, delincuencia,
drogadicción, permeabilidad social del negocio de las drogas ilegales) que
giran en torno al narcotráfico en Medellín, a través de un intenso tríptico. Justamente
en la película que cierra su ciclo, Sumas
y restas (2005) llega al estamento social más mediáticamente visible, el de
los narcos, siempre con actores naturales y una crudeza narrativa que ha
despertado adhesiones así como rechazos. Sin embargo, Gaviria no le apuesta a
representar al gran capo: escoge un pequeño narco, de extracción popular, y
otro principiante en el negocio, de una clase media alta, para construir un
relato en el que finalmente todos pierden. Como en sus anteriores filmes.
Cerca de Medellín, en un pueblo
antioqueño de la sierra, Carlos César Arbeláez narra otra historia de la guerra
interna, desde la mirada de un grupo de niños cuya pelota de fútbol cae en un
campo minado: Los colores de la montaña (2011).
Sin caer en el recurso anticipable de representar lo evidente -la violencia
gráfica y los actores del conflicto-, la película opta por otros personajes y
situaciones -los niños de la escuela, su maestra, la cotidianidad de un pueblo-,
que desde el pequeño relato -en el sentido de no caer en lo pretencioso-
muestra cómo las vidas de los habitantes de ese poblado empiezan a cambiar
dramáticamente a medida que la guerra avanza hasta ellos. Otro significativo
aporte al planteamiento de otros modos de construir los relatos locales, son El vuelco del cangrejo (2010), de Oscar Ruiz
Navia, y La Sirga (2012), de William Vega, realizadas
en dos zonas geográficas y humanas radicalmente distintas, el pacífico y la
cordillera. En la primera, un extraño
llega a un paraje marino con el propósito de hallar un pequeño bote que lo
saque del país hacia un incierto o desconocido destino: la narración abierta
que plantea el relato permite al espectador imaginar variadas conjeturas sobre
la naturaleza, condición y propósitos del enigmático personaje. La Sirga es una película cuyo ritmo
tiene la lentitud y cierto mutismo de la zona andina donde fue filmada. En ella
resultan más evidentes las marcas del conflicto armado en sus personajes,
aunque no se muestren ataques guerrilleros y escenas similares. Sin embargo, su
presencia se siente como un inquietante telón de fondo, como un arsenal a punto
de estallar.
Escena de Los colores de la montaña
Por otra parte están las
películas que recurren al tema del mundo de la mafia, tan recurrente en nuestro
cine y en el de otras cinematografías, pero más como un pretexto para contar
historias que exploran el lado oscuro de la condición humana. Una de ellas es Perro come perro (2008), de Carlos
Moreno, en la que el crimen organizado está ligado a otras prácticas como la
brujería. De todas formas, conflicto armado, crimen organizado, delincuencia común
y corrupción han sido motivos constantes que gradualmente han ido encontrando
otras miradas y abordajes. Pero hay directores que claramente optan por otro
tipo de temáticas. Es el caso de Harold Trompetero, que hábilmente se pasea por
la comedia (Dios los cría y ellos se
separan) y el drama (Violeta de mil
colores, Riverside), capturando
historias frescas, coloquiales y populares o de colombianos solitarios y
marginales en una ciudad como Nueva York.
En cuanto a los géneros con
menor distribución y exhibición, me parece justo destacar el papel que ha jugado el documental en estos
diez años, con títulos como Un tigre de
papel (2007), el magnífico falso documental de Luis Ospina, que irónicamente
construye un collage del devenir ideológico nacional e internacional -no por
azar lo inicia con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán- durante la segunda
mitad del siglo veinte (concretamente un período que va de 1948 a 1981),
definido, como se sabe, por la violencia y la subversión internas y la Guerra Fría
externa, y a través de un personaje de ficción que representa cierto
izquierdismo ambivalente, contradictorio y derrotista que tanto marcó las vidas
de miles de colombianos y latinoamericanos. Ospina, que esporádicamente ha
dirigido obras de ficción, es de los directores que más ha contribuido al
afianzamiento de este género en el país, ensayando siempre otras miradas de los
relatos y los personajes. Por otro lado,
la animación también ha tenido un notable desarrollo pese a su escasa difusión.
Se puede afirmar, entonces, que
el mayor apoyo estatal y privado al cine en Colombia en los últimos diez años
no solamente ha elevado el número de estrenos de largos y corto metrajes y del
público que ahora ve cine parcial o netamente colombiano (en su producción,
claro está); también ha permitido que se busquen otras formas de narrar desde
la ficción o la no ficción, y encontrar paulatinamente otros caminos e identidades
que miren y muestren la complejidad y diversidad de un país como éste, en
muchos casos con el carácter inquietante y expandido de la obra abierta que
habrá de interrogar profusamente al espectador y perdurar en su memoria.
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