miércoles, 11 de septiembre de 2013

LA PASIÓN Y LA MUERTE DE VÍCTOR JARA

Te recuerdo Amanda
la calle mojada 
corriendo a la fábrica
donde trabajaba Manuel
la sonrisa ancha
la lluvia en el pelo
no importaba nada
ibas a encontrarte
con él, con él, con él
con él son cinco minutos
la vida es eterna 
en cinco minutos
suena la sirena
de vuelta al trabajo
y tú caminando
lo iluminas todo
los cinco minutos
te hacen florecer

Víctor Jara - Te recuerdo Amanda


Me resulta doloroso escribir sobre Víctor Jara ahora que se conmemoran los cuarenta años de su horrenda y vil muerte. El 16 de septiembre de 1973 este cantautor y director escénico murió en el Estadio Chile fusilado por miembros del ejército chileno que lo había detenido cinco días antes en la Universidad Técnica del Estado, en Santiago, tras el golpe de estado del general Pinochet el 11 de septiembre. Durante esos cinco días que estuvo ilegalmente confinado con cientos de personas más en ese estadio que hoy lleva su nombre, el mismo en el cual cuatro años atrás había interpretado su canción Plegaria a un labrador y obtenido con ella el primer premio del Festival de la Canción Chilena, Jara fue torturado, alcanzó a escribir un poema, sus manos fueron destrozadas y finalmente fue ejecutado con una descarga de 44 disparos. Estaba a doce días de cumplir 41 años. La inenarrable saña con que este artista chileno fue ultrajado y asesinado contrasta con una vida apacible y apasionada dedicada al arte: Jara era un director teatral consagrado, para lo cual se formó en la Universidad de Chile; sin embargo, su faceta más internacionalmente conocida era y es la de músico de eso que se ha etiquetado como protesta, canción social o nueva canción, chilena y latinoamericana, y que él prefería llamar canción popular.


Folclorista, investigador, docente, artista escénico y musical, casado con una coreógrafa -la inglesa Joan Turner, con quien tuvo dos hijas-, militante de izquierda, pacifista, Jara fue además director artístico del grupo musical Quilapayún, embajador cultural en el gobierno de Salvador Allende, a quien había apoyado desde su candidatura de la Unidad Popular, y, en definitiva, una de las voces más rebeldes y contestatarias del continente. Irónicamente, la revista estadounidense Rolling Stone lo incluyó en su lista de los quince rebeldes del rock and roll, aunque Jara no fue propiamente un músico de rock.

Su admiración por el Che Guevara lo llevó a componer El Aparecido, seis meses antes de la muerte de éste en 1967; una suerte de trágico presagio de la malograda aventura guevarista en Bolivia. Alguien me dijo una vez que el Che Guevara era el mesías latinoamericano, que en él se cifraban las victorias, las derrotas, las esperanzas, los sueños, los errores, las contradicciones y los fracasos de América Latina.

Su cabeza es rematada
por cuervos con garra de oro
como lo ha crucificado
la furia del poderoso
[...]
Hijo de la rebeldía
lo siguen veinte más veinte
porque regala su vida
ellos le quieren dar muerte 

(extracto de El Aparecido)

El cura guerrillero Camilo Torres había muerto en 1966, en su primer enfrentamiento con el ejército. Jara parecía presagiar que su propio final sería trágico como el de estas dos figuras de la izquierda revolucionaria latinoamericana que habían muerto en un lapso de dos años. La diferencia radica en que Jara no creía en la fuerza de las armas sino en la transformadora de las palabras hechas canto o en la de los cuerpos del teatro hechos imagen. De ahí su sentir y actuar claramente pacifistas. Eso lo llevó a participar, por ejemplo, en un encuentro mundial en contra de la guerra de Vietnam en Helsinki, en 1969, o a componer El derecho de vivir en paz con la misma finalidad.

Jara pasó a ser la víctima emblemática de la dictadura chilena, como lo es Lorca en la España franquista, y hace parte de ese martirologio político latinoamericano en tanto en él se unían fatalmente el arte con el activismo político, como en monseñor Romero, asesinado durante la guerra civil salvadoreña, se unieron de modo similar la religión y la política. En una de sus canciones -Vientos del pueblo- Jara había dicho: “No me asusta la amenaza / patrones de la miseria / la estrella de la esperanza / continuará siendo nuestra”. Y en su lúgubre tema instrumental La Partida, parece sentir que su fin se acerca y decirse adiós. Y así se pueden encontrar otros ejemplos en su cancionero. Porque en él, como en García Lorca y tantos otros, arte y vida estaban trágica e indisociablemente ligados.

Sobre su doble condición artística, Jara opinaba: “No sé en realidad cuál es el campo que me agrada más, si es el teatro o la música. Pero las dos expresiones me llegan, son como dos motores  que se tocan y se necesitan En el teatro hay que exigirse con más profundidad. El folklore en cambio, siendo de gran raigambre humana, me suelta ataduras que salen fuera cuando canto. El teatro es más intelectual; el folklore lo siento más espontáneo”.[1] De origen campesino, nacido en 1932, de adolescente quiso ser sacerdote y entró en un seminario en el que permaneció dos años. Lo abandonó cuando tenía 17. Para entonces su familia ya vivía en Santiago. Después de prestar el servicio militar empezó a interesarse por el teatro, inicialmente por la pantomima. Estuvo en un grupo de mimos y luego ingresó en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile, en 1957. Su otra pasión, la música, lo hizo unirse al grupo folclórico Cuncumén, del que se retiraría en 1962 cuando estaba terminando de especializarse en dirección teatral. Posteriormente iniciaría su etapa como músico solista, teniendo como una de sus impulsoras nada menos que a Violeta Parra, la reconocida folclorista chilena que se suicidó en 1967. Además, dirigiría al grupo Quilapayún entre 1966 y 1969, sin dejar la actividad teatral.

Fueron numerosos los montajes en que participó, bien sea como actor, asistente de dirección o director. Su primera puesta importante fue Parecido a la felicidad (1959), de Alejandro Sieveking, dramaturgo y compañero de estudios, de quien también escenificó Ánimas de día claro, estrenada en 1962 y que estuvo seis años en cartelera, y La remolienda (1965), por la que obtuvo el premio Laurel de Oro como mejor director. La maña, de Ann Jellicoe, le significó otro premio de dirección, el de la Crítica del Círculo de Periodistas en 1965. Su militancia antibelicista lo llevó a dirigir Viet Rock, obra musical de la estadounidense Meg Terry que repudiaba la guerra de Vietnam, en 1969. Como asistente de dirección trabajó con directores de la talla del chileno Pedro de la Barra García (La viuda de Apablaza, 1960), fundador del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile (Ituch), el uruguayo Atahualpa del Cioppo (El círculo de tiza caucasiano, de Brecht, realizado para el Ituch, 1963) y el norteamericano William Oliver (Marat Sade, célebre obra de Peter Weiss, para el Ituch, 1966).


obra musical completa victor jara
Portada de una de las obras dirigidas por Jara


Siempre cuestionándose y reflexionando en torno a su ser y estar en el arte y en el mundo, Víctor manifestaba:

No creo que ser cantor revolucionario signifique sólo cantar canciones políticas. [...] La responsabilidad de ser un intérprete del hombre, de su vida, me hace pensar en lo insondable que es el tema humano. Se juega mucho con la palabra artista. Se ha comercializado. Para mí, artista es el auténtico creador y por lo tanto es, en su esencia, un revolucionario. El arte no es patrimonio de los comprometidos, pero el compromiso te hace ver mucho más hondo cuales son las raíces de nuestro mal. Al pueblo hay que ascender, no descender. Digo esto porque muy a menudo los intelectuales y los artistas tienen actitudes paternalistas o mesiánicas frente al pueblo, lo que constituye un profundo error ideológico, además de una desorientación para saber entregarle lo que le pertenece. Yo canto a los que no pueden ir a la universidad, a los que viven penosa y duramente de su trabajo, a los que son abusados, a todos esos que se llaman pueblo, con toda la magnificencia que encierra la palabra.[2]

La unidad popular avasallada

Salvador Allende, médico, político y masón, había sido tres veces candidato a la presidencia de Chile, hasta que en las elecciones de 1970, en su cuarto intento, se convirtió en el primer presidente izquierdista del mundo occidental que alcanzaba la victoria por vía electoral. Su movimiento político, la Unidad Popular, era una coalición de partidos de izquierda que recibió el apoyo de sectores populares y de numerosos artistas e intelectuales, como Pablo Neruda o los grupos Inti-Illimani y Quilapayún, entre otros. La reacción de la derecha no se hizo esperar como tampoco la de la administración Nixon, en un momento particularmente álgido de la Guerra Fría debido a la intervención estadounidense en Vietnam, el desarrollo de la revolución cubana y el expansionismo soviético. Las campañas de desestabilización política, económica y social se desplegaron duramente contra el gobierno socialista, mientras que personalidades como Jara lo defendieron hasta el final. Allende había convocado a un plebiscito para decidir su continuidad en el poder y el 11 de septiembre daría un discurso con ese fin en la Universidad Técnica del Estado (UTE), en la que Víctor trabajaba. Durante el acto presidencial el propio artista cantaría como señal de apoyo al gobierno. Pero ese acto nunca se celebró porque los militares golpistas, encabezados por Pinochet, habían decidido adelantar para ese día sus acciones y evitar con ello un plebiscito que habría podido cambiar el destino del país. Allende y varios de sus colaboradores se dirigieron al palacio presidencial de La Moneda, el cual defendieron hasta que el fatídico golpe se consumó y el presidente optó por el suicidio. Entretanto, estudiantes y profesores de la UTE, entre ellos Víctor, se encerraron en sus instalaciones respondiendo al llamado de Allende de resistir pacíficamente. Los golpistas, que habían tomado la ciudad capital, sitiaron la universidad y al siguiente día forzaron la salida de sus 600 ocupantes y los trasladaron al cercano Estadio Chile, escenario del horror con que la dictadura pinochetista se inauguraba.

Si había en ese momento alguien más peligroso para los militares golpistas que el mismo Allende, ése parecía ser, paradójicamente, Víctor Jara, a quien se le negó todo durante su cautiverio, aun la posibilidad de un exilio. Y digo paradójicamente porque un artista como él, pese a su radical militancia ideológica, no tenía aspiraciones políticas ni era un sedicioso o algo semejante. ¿Qué representaba, entonces, en ese momento para la dictadura que se abría paso a sangre y fuego? Acaso lo que el propio Víctor dijera en una ocasión: “Hoy estoy feliz con lo que hago pero también descontento o impaciente porque hay mucho que hacer. A veces quisiera ser diez personas para hacer diez cosas que el pueblo necesita”.[3] ¿Era eso lo que la extrema derecha chilena veía y temía tanto en él? ¿Su potencial capacidad de multiplicarse?

Joan Turner, la viuda de Víctor Jara


La sonrisa de Víctor

Lo golpeaba, lo golpeaba. Una y otra vez. En el cuerpo, en la cabeza, descargando con furia las patadas. Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro sonriente, y eso descomponía más al facho. De repente, el oficial desenfundó la pistola. Pensé que lo iba a matar. Siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba desde su frente.[4]
Este es un testimonio del abogado Boris Navia, uno de los 600 prisioneros de la UTE, que recuerda las agresiones que el oficial chileno Edwin Dimter Bianchi, conocido como “El Príncipe”, descargó contra la humanidad de Víctor el 12 de septiembre ante la mirada horrorizada de los demás detenidos, cuando el suplicio del cantante se había iniciado. Resistió hasta el último instante con su cuerpo salvajemente vejado y apaleado hasta que sus verdugos descargaron 44 disparos como si en verdad Víctor fuera diez o más personas. La intolerancia es capaz de todo. Víctor le sonrió a la muerte. Y a la vida. Y a la posteridad.

Ahí enterrado cara al sol,
la nueva tierra cubre tu semilla,
la raíz profunda se hundirá
y nacerá la flor del nuevo día.
A tus pies heridos llegarán,
las manos del humilde, llegarán
sembrando.
Tu muerte muchas vidas traerá,
y hacia donde tú ibas, marcharán,
cantando.[5]



[1] Víctor Jara, en http://educacion.pcchile.cl/index.php?option=com_content &task=view&id=89&Itemid= 32
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] Boris Navia, en http://cultura.elpais.com/cultura/2009/12/05/actualidad/1259967604_850215.html
[5] Víctor Jara, extracto de su canción Con el alma llena de banderas.