Te recuerdo Amanda
la calle mojada
corriendo a la fábrica
donde trabajaba Manuel
la sonrisa ancha
la lluvia en el pelo
no importaba nada
ibas a encontrarte
con él, con él, con él
con él son cinco minutos
la vida es eterna
en cinco minutos
suena la sirena
de vuelta al trabajo
y tú caminando
lo iluminas todo
los cinco minutos
te hacen florecer
Víctor Jara - Te recuerdo Amanda
Me resulta doloroso escribir sobre Víctor Jara ahora que se conmemoran los
cuarenta años de su horrenda y vil muerte. El 16 de septiembre de 1973 este
cantautor y director escénico murió en el Estadio Chile fusilado por miembros
del ejército chileno que lo había detenido cinco días antes en la Universidad
Técnica del Estado, en Santiago, tras el golpe de estado del general Pinochet
el 11 de septiembre. Durante esos cinco días que estuvo ilegalmente confinado
con cientos de personas más en ese estadio que hoy lleva su nombre, el mismo en
el cual cuatro años atrás había interpretado su canción Plegaria a un labrador y obtenido con ella el primer premio del
Festival de la Canción Chilena, Jara fue torturado, alcanzó a escribir un
poema, sus manos fueron destrozadas y finalmente fue ejecutado con una descarga
de 44 disparos. Estaba a doce días de cumplir 41 años. La inenarrable saña con
que este artista chileno fue ultrajado y asesinado contrasta con una vida
apacible y apasionada dedicada al arte: Jara era un director teatral
consagrado, para lo cual se formó en la Universidad de Chile; sin embargo, su
faceta más internacionalmente conocida era y es la de músico de eso que se ha
etiquetado como protesta, canción social o nueva canción, chilena y
latinoamericana, y que él prefería llamar canción popular.
Folclorista, investigador,
docente, artista escénico y musical, casado con una coreógrafa -la inglesa Joan
Turner, con quien tuvo dos hijas-, militante de izquierda, pacifista, Jara fue además
director artístico del grupo musical Quilapayún, embajador cultural en el
gobierno de Salvador Allende, a quien había apoyado desde su candidatura de la
Unidad Popular, y, en definitiva, una de las voces más rebeldes y contestatarias
del continente. Irónicamente, la revista estadounidense Rolling Stone lo incluyó en su lista de los quince rebeldes del
rock and roll, aunque Jara no fue propiamente un músico de rock.
Su admiración por el Che
Guevara lo llevó a componer El Aparecido,
seis meses antes de la muerte de éste en 1967; una suerte de trágico presagio
de la malograda aventura guevarista en Bolivia. Alguien me dijo una vez que el Che Guevara era el mesías latinoamericano, que en él se cifraban las victorias, las derrotas, las esperanzas, los sueños, los errores, las contradicciones y los fracasos de América Latina.
Su
cabeza es rematada
por
cuervos con garra de oro
como
lo ha crucificado
la
furia del poderoso
[...]
Hijo
de la rebeldía
lo
siguen veinte más veinte
porque
regala su vida
ellos
le quieren dar muerte
(extracto de El Aparecido)
El cura guerrillero Camilo Torres había muerto en 1966, en su
primer enfrentamiento con el ejército. Jara parecía presagiar que su
propio final sería trágico como el de estas dos figuras de la izquierda revolucionaria latinoamericana que habían muerto en un
lapso de dos años. La diferencia radica en que Jara no creía en la fuerza de
las armas sino en la transformadora de las palabras hechas canto o en la de los
cuerpos del teatro hechos imagen. De ahí su sentir y actuar claramente
pacifistas. Eso lo llevó a participar, por ejemplo, en un encuentro mundial en
contra de la guerra de Vietnam en Helsinki, en 1969, o a componer El derecho de vivir en paz con la misma
finalidad.
Jara pasó a ser la víctima emblemática de la
dictadura chilena, como lo es Lorca en la España franquista, y hace parte de ese
martirologio político latinoamericano en tanto en él se unían fatalmente el
arte con el activismo político, como en monseñor Romero, asesinado durante la
guerra civil salvadoreña, se unieron de modo similar la religión y la política.
En una de sus canciones -Vientos del
pueblo- Jara había dicho: “No me asusta la amenaza / patrones de la miseria
/ la estrella de la esperanza / continuará siendo nuestra”. Y en su lúgubre tema
instrumental La Partida, parece
sentir que su fin se acerca y decirse adiós. Y así se pueden encontrar otros
ejemplos en su cancionero. Porque en él, como en García Lorca y tantos otros,
arte y vida estaban trágica e indisociablemente ligados.
Sobre su doble condición
artística, Jara opinaba: “No sé en realidad cuál es el campo que me agrada más,
si es el teatro o la música. Pero las dos expresiones me llegan, son como dos
motores que se tocan y se necesitan En el teatro hay que exigirse
con más profundidad. El folklore en cambio, siendo de gran raigambre humana, me
suelta ataduras que salen fuera cuando canto. El teatro es más intelectual; el
folklore lo siento más espontáneo”.[1]
De origen campesino, nacido en 1932, de adolescente quiso ser sacerdote y entró
en un seminario en el que permaneció dos años. Lo abandonó cuando tenía 17.
Para entonces su familia ya vivía en Santiago. Después de prestar el servicio
militar empezó a interesarse por el teatro, inicialmente por la pantomima.
Estuvo en un grupo de mimos y luego ingresó en la Escuela de Teatro de la
Universidad de Chile, en 1957. Su otra pasión, la música, lo hizo unirse al
grupo folclórico Cuncumén, del que se retiraría en 1962 cuando estaba
terminando de especializarse en dirección teatral. Posteriormente iniciaría su
etapa como músico solista, teniendo como una de sus impulsoras nada menos que a
Violeta Parra, la reconocida folclorista chilena que se suicidó en 1967. Además,
dirigiría al grupo Quilapayún entre 1966 y 1969, sin dejar la actividad teatral.
Fueron numerosos los montajes
en que participó, bien sea como actor, asistente de dirección o director. Su
primera puesta importante fue Parecido a
la felicidad (1959), de Alejandro Sieveking, dramaturgo y compañero de
estudios, de quien también escenificó Ánimas
de día claro, estrenada en 1962 y que estuvo seis años en cartelera, y La remolienda (1965), por la que obtuvo
el premio Laurel de Oro como mejor director. La maña, de Ann Jellicoe, le significó otro premio de dirección, el
de la Crítica del Círculo de Periodistas en 1965. Su militancia antibelicista
lo llevó a dirigir Viet Rock, obra
musical de la estadounidense Meg Terry que repudiaba la guerra de Vietnam, en
1969. Como asistente de dirección trabajó con directores de la talla del chileno
Pedro de la Barra García (La viuda de
Apablaza, 1960), fundador del Instituto de Teatro de la Universidad de
Chile (Ituch), el uruguayo Atahualpa del Cioppo (El círculo de tiza caucasiano, de Brecht, realizado para el Ituch, 1963)
y el norteamericano William Oliver (Marat
Sade, célebre obra de Peter Weiss, para el Ituch, 1966).
Portada de una de las obras dirigidas por Jara
Siempre cuestionándose y
reflexionando en torno a su ser y estar en el arte y en el mundo, Víctor
manifestaba:
No
creo que ser cantor revolucionario signifique sólo cantar canciones
políticas. [...] La responsabilidad de ser un intérprete del hombre, de su
vida, me hace pensar en lo insondable que es el tema humano. Se juega mucho con
la palabra artista. Se ha comercializado. Para mí, artista es el auténtico
creador y por lo tanto es, en su esencia, un revolucionario. El arte no es
patrimonio de los comprometidos, pero el compromiso te hace ver mucho más hondo
cuales son las raíces de nuestro mal. Al pueblo hay que ascender, no
descender. Digo esto porque muy a menudo los intelectuales y los artistas
tienen actitudes paternalistas o mesiánicas frente al pueblo, lo que constituye
un profundo error ideológico, además de una desorientación para saber
entregarle lo que le pertenece. Yo canto a los que no pueden ir a la
universidad, a los que viven penosa y duramente de su trabajo, a los que son
abusados, a todos esos que se llaman pueblo, con toda la magnificencia que
encierra la palabra.[2]
La
unidad popular avasallada
Salvador Allende, médico,
político y masón, había sido tres veces candidato a la presidencia de Chile,
hasta que en las elecciones de 1970, en su cuarto intento, se convirtió en el
primer presidente izquierdista del mundo occidental que alcanzaba la victoria
por vía electoral. Su movimiento político, la Unidad Popular, era una coalición
de partidos de izquierda que recibió el apoyo de sectores populares y de
numerosos artistas e intelectuales, como Pablo Neruda o los grupos
Inti-Illimani y Quilapayún, entre otros. La reacción de la derecha no se hizo
esperar como tampoco la de la administración Nixon, en un momento
particularmente álgido de la Guerra Fría debido a la intervención
estadounidense en Vietnam, el desarrollo de la revolución cubana y el
expansionismo soviético. Las campañas de desestabilización política, económica
y social se desplegaron duramente contra el gobierno socialista, mientras que personalidades
como Jara lo defendieron hasta el final. Allende había convocado a un
plebiscito para decidir su continuidad en el poder y el 11 de septiembre daría
un discurso con ese fin en la Universidad Técnica del Estado (UTE), en la que
Víctor trabajaba. Durante el acto presidencial el propio artista cantaría como
señal de apoyo al gobierno. Pero ese acto nunca se celebró porque los militares
golpistas, encabezados por Pinochet, habían decidido adelantar para ese día sus
acciones y evitar con ello un plebiscito que habría podido cambiar el destino
del país. Allende y varios de sus colaboradores se dirigieron al palacio
presidencial de La Moneda, el cual defendieron hasta que el fatídico golpe se
consumó y el presidente optó por el suicidio. Entretanto, estudiantes y
profesores de la UTE, entre ellos Víctor, se encerraron en sus instalaciones
respondiendo al llamado de Allende de resistir pacíficamente. Los golpistas,
que habían tomado la ciudad capital, sitiaron la universidad y al siguiente día
forzaron la salida de sus 600 ocupantes y los trasladaron al cercano Estadio
Chile, escenario del horror con que la dictadura pinochetista se inauguraba.
Si había en ese momento alguien
más peligroso para los militares golpistas que el mismo Allende, ése parecía
ser, paradójicamente, Víctor Jara, a quien se le negó todo durante su
cautiverio, aun la posibilidad de un exilio. Y digo paradójicamente porque un
artista como él, pese a su radical militancia ideológica, no tenía aspiraciones políticas ni era un sedicioso o algo semejante. ¿Qué representaba, entonces, en ese momento para
la dictadura que se abría paso a sangre y fuego? Acaso lo que el propio Víctor
dijera en una ocasión: “Hoy estoy feliz con lo que hago pero también
descontento o impaciente porque hay mucho que hacer. A veces quisiera ser diez
personas para hacer diez cosas que el pueblo necesita”.[3] ¿Era
eso lo que la extrema derecha chilena veía y temía tanto en él? ¿Su potencial capacidad de multiplicarse?
Joan Turner, la viuda de Víctor Jara
La
sonrisa de Víctor
Lo
golpeaba, lo golpeaba. Una y otra vez. En el cuerpo, en la cabeza, descargando
con furia las patadas. Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa
bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro
sonriente, y eso descomponía más al facho. De repente, el oficial desenfundó la
pistola. Pensé que lo iba a matar. Siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le
rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba
desde su frente.[4]
Este es un testimonio del
abogado Boris Navia, uno de los 600 prisioneros de la UTE, que recuerda las
agresiones que el oficial chileno Edwin Dimter Bianchi, conocido como “El
Príncipe”, descargó contra la humanidad de Víctor el 12 de septiembre ante la
mirada horrorizada de los demás detenidos, cuando el suplicio del cantante se
había iniciado. Resistió hasta el último instante con su cuerpo salvajemente vejado
y apaleado hasta que sus verdugos descargaron 44 disparos como si en verdad
Víctor fuera diez o más personas. La intolerancia es capaz de todo. Víctor le
sonrió a la muerte. Y a la vida. Y a la posteridad.
Ahí enterrado cara al sol,
la nueva tierra cubre tu
semilla,
la raíz profunda se hundirá
y nacerá la flor del nuevo
día.
A tus pies heridos
llegarán,
las manos del humilde,
llegarán
sembrando.
Tu muerte muchas vidas
traerá,
y hacia donde tú ibas,
marcharán,
cantando.[5]
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