Cuando la correspondencia,
simbiosis o imbricación entre la vida y la obra de un autor es férrea, ambas se
vuelven indisociables: no se podría concebir ni entender la una sin la otra; la
existencia individual termina siendo una obra de arte y lo que esa existencia
inventa es una deliberada extensión constante y estética de un cuerpo en
movimiento. Es lo que sostiene, por ejemplo, el filósofo francés Michel Onfray al
hablar de lo que es una vida filosófica y citar los nombres de pensadores como
Epicuro, Diógenes, Montaigne, Nietzsche, Foucault o Camus. Lo mismo se puede
aplicar a determinados literatos de todos los tiempos, y por supuesto a
distintos tipos de creadores. Cómo no podría haber sido una vida literaria la
de Cervantes que padeció la prisión, la guerra, las deudas, la enfermedad, que
aun en prisión escribía, que hasta el final de sus días lo hizo; o la de
Baudelaire y sus dolorosas vicisitudes y enfermedades y su poesía desgarradora;
o la de Rimbaud, que a los 20 años ya había escrito toda su obra poética; o la
de César Vallejo, que empieza a escribir su vanguardista poemario Trilce en una cárcel peruana. Y esto
sólo por mencionar unos pocos casos.
Roberto Bolaño en sus años mexicanos
Imagen:
En 1973 Bolaño emprende un
viaje mayormente por carretera desde México hasta Chile. Tenía la intención de
quedarse en su país, al menos por un tiempo. A poco de estar en Santiago estalla
el golpe de estado y algunos meses después es detenido, finalmente liberado y
por obvias razones decide irse y se instala nuevamente en el DF. Es en esos
años en que Cuba, el boom literario y la brutal caída del gobierno izquierdista
de Allende habían puesto a Latinoamérica de moda en el mundo, que conoce al
poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro (nombre artístico de José Alfredo
Zendejas Pineda) que llegó a ser su mejor amigo. En 1975 fundan un movimiento
poético marginal al que llamaron, precisamente, infrarrealismo. Eran
irremediablemente contestatarios, estaban en contra de los poetas nacionales,
como tantos jóvenes airados con ínfulas de poetas lo estaban en otros países latinoamericanos.
Esa experiencia fundamental, en la que se vivía, leía y escribía con frenesí,
en la que ambos se empeñaron en escribir y vivir poéticamente, quedó plasmada
en Los detectives salvajes. Arturo
Belano y Ulises Lima son, respectivamente, Bolaño y Santiago, los dos poetas que
lideran el realismo visceral, el capítulo surrealista de la poesía mexicana o
en todo caso el más radical, que se van lanza en ristre contra el panteón de la
poesía mexicana, empezando por Paz, que buscan obsesivamente a Cesárea
Tinajero, la supuesta precursora del realismo visceral, y en su camino frecuentan
y conocen toda suerte de poetastros y otros individuos extraños que aparecen y
desparecen en sus vidas: lúcidos, desquiciados, eruditos, ambiguos, risibles, a
la deriva y otros que no pertenecen a ese delirante mundo intelectual pero
entran en contacto con él.
La novela está escrita como una
sucesión de diarios y testimonios de decenas de personajes que en su mayoría
conocieron a Belano y Lima o supieron de ellos por otras fuentes. Un
jovencísimo poeta, o aspirante a serlo, abre este relato descomunal que se inicia
en 1975: García Madero, que acompañará a sus dos jefes poéticos en la búsqueda
del fantasma de Cesárea Tinajero por el desierto de Sonora. La primera parte
está contada desde su punto de vista. La segunda tiene numerosísimas voces y
una que es constante, la de Amadeo Salvatierra, único personaje en esta parte
que dice haber conocido a Cesárea y, por tanto, principal fuente para la
búsqueda posterior. Paralelamente a la larga y bohemia conversación que Belano
y Lima sostienen con él, los demás personajes evocarán a los dos fundadores del
realismo visceral en su ausencia, pues ambos se han marchado a Europa, cada uno
por su lado. Y eso fue, en efecto, lo que Bolaño y Santiago hicieron en vida
(Santiago murió cinco años antes que Bolaño), abandonando a su suerte a los
militantes de la aventura poética que fue el infrarrealismo, más poesía vivida que
escrita dada la discontinuidad y brevedad del movimiento, aunque Santiago
siempre estuvo dedicado al ejercicio poético y dejó mucha poesía escrita, bien
sea maravillosa o pésima, según el escritor mexicano Juan Villoro.
Bolaño (arriba, cuarto de izq. a der.), acompañado de algunos amigos infrarrealistas
Los infrarrealistas me recuerdan un poco a los miembros de la
Generación Beat, como Neal Cassady, el gran amigo de Jack Kerouac cuya vida
resultaba tan literariamente atractiva que fue personaje de dos de sus novelas
y de las de otros autores, entre ellos Charles Bukowski, el maldito de la
literatura estadounidense. Cassady estuvo tan ligado a las vidas de los escritores
Beat, particularmente a las de Kerouac y Ginsberg, que fue considerado un miembro
más de ese movimiento literario y contracultural estadounidense.
Bolaño no podía dejar de
escribir una voluminosa novela (más de 600 páginas) sobre su poética vida infrarrealista,
sobre ese viaje anárquicamente vitalista por tantas vidas y lugares que él y
Santiago recorrieron. Incluso extrajo la narración de Auxilio Lacouture, una de
las tantas voces que pueblan su relato, para desarrollarla como otra novela, Amuleto, en la que aquella se presenta
como la madre de todos los jóvenes poetas mexicanos. Como dijera antes, Bolaño
empezó escribiendo poesía y siempre quiso ser un poeta y en vida publicó
algunos libros de poesía. Sin embargo, es por su narrativa que logró alcanzar
un reconocimiento internacional de tal magnitud que ni él mismo se hubiera podido
imaginar, comparable al de los escritores del boom latinoamericano. En sus
propias palabras, sólo pretendía ser un escritor sudamericano más o menos
decente que amaba Blanes, la ciudad catalana en la que vivió la mayor parte de
su vida en España.
Bolaño en sus años españoles
Bolaño hizo del ejercicio
literario la gran temática de su narrativa: literatura dentro de la literatura.
Escritores fracasados y alucinados, como los de La literatura nazi en América, esa pléyade de hilarantes y
patéticas biografías de escritores esquizoides y malogrados que Bolaño se inventa
para divagar, recrear y reflexionar sobre el hecho literario, al cual consagró
cabalmente toda su vida, aun a costa de su salud. Poco antes de morir, en julio
de 2003, Bolaño entregó a su amigo y editor Jorge Herralde el manuscrito de un
libro de cuentos, El gaucho insufrible,
en el cual figura uno de los mejores que haya leído y disfrutado en toda mi
vida, y que trata, justamente, del oficio literario: El viaje de Álvaro Rousselot. Éste es un escritor argentino de poca
monta que ha descubierto que un cineasta francés está adaptando y dirigiendo
inexplicablemente algunas de sus novelas, sin su consentimiento y sin el debido
reconocimiento de los derechos autorales. Rousselot viaja a Francia en busca
del enigmático director, pero no logra dilucidar el misterio o el secreto.
Porque la narrativa de Bolaño es eso: abierta, inquietante, secrecional, hondamente
irónica, inconclusa y, se me antoja, una escritura de lector, del lector voraz
que el propio Bolaño fue, del lector que inventa y escribe con él cuando lo lee,
que llena los vacíos y paréntesis implícitos, que imagina y juega con él. Digna
de Borges y Cortázar, en quienes reconocía dos de sus principales influencias.
Sí: una literatura de lector más que de autor, porque ya no es más la
literatura comúnmente conocida sino otra que podríamos llamar expandida. Porque
cuando se lo lee se sienten unas irrefrenables ganas de ponerse a escribir sin
tregua. Porque logra transmitir una singular pasión literaria, un vivir para
escribir que hace que su escritura sea inseparable de su vida, de la vida. En
definitiva porque nos enseñó, como lo hicieron tantos que lo precedieron, que
la escritura tiene que ser eso: un acto de soberana extensión y creación humana.
Antes de que llegara su
fin, trabajaba en su épica y monumental novela 2666, dejándola obligadamente inconclusa
y a sus lectores con la perenne tarea de continuarla, lo cual no le habría
disgustado. Bolaño probablemente será
recordado como el último gran escritor del segundo milenio y el primer grande del tercero.
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