martes, 28 de mayo de 2013

LO ACADÉMICO Y LO AUTODIDACTA



El Principito. Grupo La Espada de Madera. Quito. 
Foto: Jaime Flórez Meza



En una reciente charla que sostuve con un amigo director de teatro, abordamos un tema que probablemente esté agotado, mas no concluido: el debate entre la formación profesional estrictamente académica y la autodidacta, no formal y empírica. ¿Cuáles son los límites entre una y otra? Y todo a raíz de las descalificaciones que suelen hacerse de individuos, experiencias y prácticas que se juzgan incompetentes, no rigurosas, intrascendentes y poco o nada sólidas por carecer los primeros de una cualificación académica o de un título profesional universitario que los acredite en su campo. Lo que natura no da Salamanca no lo presta, dice un viejo adagio para señalar el papel absolutista que continuamente se le quiere otorgar a la formación universitaria o superior. No desconozco su importancia, desde luego; he hecho estudios de pregrado y postgrado y sé de primera mano y buena fe que los aportes de la academia, tanto a nivel profesional como individual, son valiosos. Pero de ahí a creer que ésta por sí sola va a hacer de nosotros individuos eficientes, talentosos, honestos o mejores ciudadanos, hay un largo trecho. Conozco personas que nunca estudiaron en universidad alguna, que ni siquiera terminaron el bachillerato, y son excelentes profesionales e individuos.

Hoy en día todo es enseñable. Se enseña a nivel de pregrado y postgrado, por ejemplo, a escribir literaria o estéticamente. Sin embargo, muchos siguen sosteniendo que esa habilidad artística no se puede aprender académicamente y que la realidad y la experiencia así lo demuestran. No estoy sugiriendo que la experiencia profesional sea más importante que la academia ni viceversa. Ambas son necesarias. Tampoco estoy en contra de los programas universitarios en creación y narración literaria, escrituras creativas y todos los de índole estética. Al contrario, celebro que los haya. Ahora bien, cuando el aprendizaje se ha adquirido informalmente, como sucede en muchos casos, a través de cursos, talleres y seminarios y se ha llevado a la práctica con el mismo rigor profesional que demanda una carrera profesional o un postgrado, la sociedad igualmente recibe un aporte, un beneficio, en el más amplio sentido del término, de parte de los individuos que, de alguna u otra manera, han hecho del autodidactismo su escuela o, como suele decirse, de la misma vida su escuela. Eso se tiene que reconocer. Podría poner muchos ejemplos en distintos campos, pero me alargaría mucho.


En el caso de las prácticas artísticas en América Latina, esos ejemplos abundan. Tenemos literatos, artistas plásticos, teatristas, músicos que o bien no realizaron ninguna carrera universitaria o la abandonaron o se graduaron de una carrera distinta a lo que terminaron haciendo profesionalmente con talento, rigor y pasión. Entonces, no es justo desacreditar esos procesos con el argumento de que hizo falta una formación académica específica que sólo la universidad puede brindar. O que las cosas se habrían hecho mejor si estos individuos y grupos hubieran ido a la universidad para formarse en su campo. Hay que reconocer que los caminos hacia la formación y el profesionalismo son distintos y que no puede haber uno solo. Y que hace muchos años no existían las variadas ofertas universitarias estéticas, disponibles hoy en día. Por eso entiendo a mi amigo director, a quien admiro por su profunda entrega y profesionalismo, y me solidarizo con él cuando me dice que alguien pretende hacer tabula rasa de las artes escénicas en su país o refundarlas porque dice estar debidamente capacitado por la academia para hacer las cosas con calidad, rigor y pasión y formar, a partir de ahora, una generación de trabajadores escénicos digna de ese nombre. Mi amigo, por cierto, se graduó en ciencias políticas, nunca ejerció como tal, no ha parado de capacitarse en teatro, de dirigir y presentar sus espectáculos en su país y fuera de él, recibiendo elogios, adquiriendo cada vez más experiencia. Y, como si esto fuera poco, recientemente terminó de construir con su grupo una bella sala de teatro en una zona semi rural que ahora tiene otra opción de entretenimiento y recreación. Sí, las escuelas formales son necesarias, pero que no se sigan negando los valiosos procesos informales que se han desarrollado y se mantienen, contra viento y marea.

domingo, 19 de mayo de 2013

¿GENERACIÓN DERROTADA?

Clavo mi remo en el agua
Llevo tu remo en el mío
Creo que he visto una luz al otro lado del río
El día le irá pudiendo poco a poco al frío
Creo que he visto una luz al otro lado del río
Sobre todo creo que no todo está perdido
Tanta lágrima, tanta lágrima y yo, soy un vaso vacío


(Jorge Drexler - Al otro del río)

Siempre me han atraído las vidas de los antihéroes, de aquellos seres que se apartan de los estereotipos heroicos y exitosos, esos que hacen grandes rupturas en sus vidas y lo arriesgan todo, que viven por otras causas que la sociedad juzga como perdidas; o las de aquellos que incluso experimentando esos espejismos que se llaman éxito, triunfo o gloria son vulnerables ante ese otro espejismo social que es el fracaso y no por ello le temen, que asumen una pedagogía del error que el sistema tanto quiere evitar. Camilo Torres Restrepo era eso y quizá es más ese el motivo que lo hace tan repudiable para muchos como fascinante para otros: sociólogo, capellán de la Universidad Nacional de Bogotá, catedrático, líder social y político frustrado, guerrillero efímero y prematuramente dado de baja. En efecto, había dejado los hábitos sacerdotales y formado un precario movimiento político popular para luego abandonarlo y unirse a la recién conformada guerrilla del ELN (Ejército de Liberación Nacional), en la que pasó sus últimos meses antes de morir en su primer combate, pasando a ser, con sus 37 años vividos, un personaje de talla mundial, pese a los pormenores de su azarosa vida. No siguió los derroteros que la sociedad o la cultura le prescriben a todos los sujetos y, sin proponérselo, logró concitar una atención mundial que ningún otro colombiano había obtenido a esa escala, en una década caracterizada por el recrudecimiento de la Guerra Fría y las revueltas por doquier. Fiel a sí mismo hasta la muerte. Como los versos del poeta colombiano León de Greiff, Torres no vaciló en jugar su vida, cambiar su vida, que al fin y al cabo la llevaba perdida.




Fue el 21 de abril de 2013, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Reunidos estaban el escritor Walter Joe Broderick, el sociólogo y periodista Alfredo Molano Bravo, el analista político y ex guerrillero León Valencia, la activista de género Florence Thomas, la actriz Vicky Hernández, entre otros, para celebrar el relanzamiento de Camilo, el cura guerrillero, del propio Broderick, publicada en 1975. Individuos estos que hicieron parte de una generación colombiana y latinoamericana que soñó con un cambio social alentada por la revolución cubana, principalmente. En Colombia, tras un período de pacificación que el gobierno del general Rojas Pinilla inició y el Frente Nacional pretendió continuar infructuosamente, la violencia política se reactiva con el surgimiento en los sesenta de las Farc y el ELN. Por aquel tiempo América Latina vivía un período de agitación social y política y de efervescencia ideológica, intelectual, académica y cultural: eran los años de la Teoría de la Dependencia, de la pedagogía liberadora que teorizaba y llevaba a la praxis con grupos sociales excluidos un exiliado brasileño, Paulo Freire, en Chile, de la Teología de la Liberación que surgía como una opción de un sector de la Iglesia católica por los pobres y desposeídos, del boom literario latinoamericano, del cinema novo de Glauber Rocha; en fin.

Walter Joe Broderick, sacerdote en aquellos años, había venido por vez primera a Latinoamérica a comienzos de los sesenta y luego se había unido al grupo de sacerdotes católicos izquierdistas conocido como Golconda, afín a las ideas de la teología liberadora de Gutiérrez, Alves, Cámara, Boff y otros. No alcanzó a conocer a Torres Restrepo, de hecho llegó a Colombia tiempo después de su muerte; pero, interesado hondamente por su vida y pensamiento, recogió información, entrevistó a muchas personas ligadas de alguna u otra manera al polémico cura -por cierto, la gente del ELN no quiso hablar con él- y escribió una obra esencial de las ciencias sociales y de la literatura no ficcional (esto es sólo una etiqueta) de los años setenta: Camilo, el cura guerrillero. Las ocho ediciones de esta obra a lo largo de 38 años, su estructura de novela biográfica-histórica-sociológica, su protagonista que, pese a quien le pese, fue el primer colombiano internacional del siglo veinte -y aun así, un líder social malogrado, frustrado o una “ejemplar vida fracasada”, como lo describiera Antonio Caballero- y su relanzamiento en 2013, bastarían para mostrar su pleno vigor -iba a escribir vigencia-.

Sin embargo, estando presente en aquel auditorio que no tardó en abarrotarse, contemplando a los asistentes, a Broderick y sus contertulios, pensé si no era toda esta gente arte y parte de una generación nacional, continental, y acaso mundial, que además de soñar con un mundo más igualitario luchó de distintas maneras, y cuando digo luchar no me refiero a empuñar las armas, por transformar las estructuras sociales y políticas desde distintos frentes -cuando digo frentes no me refiero necesariamente a la lucha armada-: la sociología, la religión, la política, la educación, el arte, el periodismo, la literatura; y, si en esa lucha desigual no terminó siendo derrotada. Fue también una sensación. Era como estar escuchando “perdimos pero aquí estamos y, pese a ello, seguimos luchando por nuestros ideales; ya no vamos a cambiar nada, nos cambiamos a nosotros mismos y no permitimos que otros, sobre todo aquellos contra quienes luchábamos, nos cambiaran; ya no creemos en la revolución social y política, mas sí en la de los individuos, en el cambio individual, no individualista. Aprendimos esta lección histórica y vital”.

Claro. Sabemos que muchos contracorrientes de esta generación, como Steve Jobs, se convirtieron en grandes empresarios y realizaron otro tipo de transformaciones importantes. Otros, incluso, llegaron a ser presidentes de sus naciones, como Václav Havel en Checoeslovaquia y la República Checa, o, más recientemente, José Mujica en Uruguay. No todo está perdido. Y habrá muchos también que renunciaron definitivamente a los ideales de cambio de aquellos años. Y otros que de la manera más extrema se radicalizaron por la vía del belicismo que ya conocemos.


Walter Joe Broderick


Broderick es, como el personaje de su obra más leída, un individuo singular: nacido en Australia, de ancestros irlandeses, se hizo sacerdote, vino a República Dominicana y Perú, inicialmente, luego a Colombia y aquí plantó raíces. Se vinculó a Golconda, que era un grupo de sacerdotes radicales surgido tras la renovación eclesial, espiritual y social que impulsaba el Concilio Vaticano II. Como Torres Restrepo, Broderick llevó muy lejos su libertad de conciencia, incluso hasta el abandono mismo de la vida sacerdotal. Habría que tener en cuenta, además, que la Iglesia católica colombiana ya era por entonces, probablemente, la más reaccionaria de América Latina, lo que explica que aquí la Teología de la Liberación, por ejemplo, fuera tan estigmatizada y perseguida. Es cierto que muchos sacerdotes terminaron empuñando las armas, pero de ahí a considerar que aquélla fue un sustento ideológico para las guerrillas colombianas y, por tanto, a sus militantes unos ideólogos y miembros directos o indirectos de éstas, es un desconocimiento de la propuesta social integral, progresista y visionaria -términos estos tan manoseados por otros- que han teorizado y puesto en práctica, a través de múltiples iniciativas, los teólogos de la liberación en el subcontinente. Es como asegurar que Nietzsche fue uno de los inspiradores y pioneros del nazismo debido a la manipulación y tergiversación de sus ideas por parte de los nazis, o, para hablar de un dirigente católico, que Monseñor Óscar Arnulfo Romero en El Salvador, asesinado por ultraderechistas, era un subversivo. El mismo Vaticano parece querer hacerle justicia ahora a la imagen de Romero: el Papa Francisco ha reabierto el proceso que busca su canonización. En cuanto a los sacerdotes sediciosos, Broderick se ocupó de otro de ellos en El guerrillero invisible, biografía novelada de Manuel Pérez, que fuera jefe máximo del ELN, publicada en 2001.

Y por último, Broderick, que además es traductor, dibujante, docente y dramaturgo, tras 44 años viviendo en Colombia, casado con una colombiana y con hijos nacidos en este país, obtuvo recién este año la ciudadanía colombiana, que, como es obvio, llevaba años solicitando y esperando. Al parecer ya dejó de ser el sospechoso de siempre que investigaba las vidas de curas subversivos.

Hemingway decía que un individuo puede ser derrotado, pero jamás destruido. Esta generación -idealista, romántica, anarquista, soñadora, perdedora o como se le quiera llamar- no está, ciertamente, destruida. Y sus pasos, y su impronta, y su memoria, con todos los errores que se pudieron cometer en el camino hacia la individuación, nos dicen, nos recuerdan que si no sabemos de dónde venimos, quiénes nos antecedieron y lo que hemos vivido en la tierra y la sociedad que habitamos -esto es: lo social y lo histórico reciente y lejano- no podremos saber quiénes somos, de qué estamos hechos, ni en qué estamos y, menos quizá, hacia dónde vamos: esto es, lo colectivo que nos determina como sujetos sociales y lo individual que construye nuestro ser y estar en el mundo.

sábado, 11 de mayo de 2013

CUATRO AÑOS A BORDO DE JOSÉ SARAMAGO Y PILAR DEL RÍO

“Todo ha llegado tarde en mi vida”, dice José Saramago en el documental José y Pilar refiriéndose, entre otras, a dos cosas fundamentales: su oficio como escritor, al que se dedicaría exclusivamente 29 años después de publicar su primera novela, y su relación conyugal con la periodista y traductora Pilar del Río, una de las personalidades invitadas a la reciente Feria del Libro de Bogotá (FILBO), con quien empezó a compartir su vida cuando ya tenía 65 años. El director portugués Miguel Gonçalves Mendes quiso acercarse a ambos hechos, conocer y mostrarle al mundo quién era y es la mujer extraordinaria que estaba detrás del Nobel literario de su país. Pero es que ella, en realidad, nunca estuvo detrás del extraordinario y buen hombre que era Saramago: estuvo a su lado, hasta su muerte, ni detrás ni delante. Eso se entiende cuando se tiene la fortuna de verla y oírla en sus intervenciones públicas y, claro, en el propio documental que ella y Gonçalves Mendes presentaron el 22 de abril en la Cinemateca Distrital de Bogotá, en el marco de la FILBO.  
 
José Saramago y Pilar del Río


Se entiende también que hayan sido necesarios cuatro años (2006-2010), los últimos en la vida del escritor, para captar en ese lapso todo lo que el joven cineasta consigue mostrar: las jornadas de escritura de Saramago, los múltiples y agotadores compromisos adquiridos y asumidos sobre todo a partir del Nobel otorgado en 1998, viajando por el mundo, participando en ferias del libro, presentando sus obras, concediendo entrevistas, interviniendo en eventos a favor de los derechos humanos, ofreciendo charlas y conferencias, organizando y presidiendo una fundación con su esposa. Y al lado de esos que son los momentos que más identifican la vida de un escritor importante, los otros, los pequeños momentos, los ratos de ocio, los juegos, las conversaciones cotidianas, las mascotas, los paseos, las comidas, las discusiones. El lado humano de un escritor, dirán algunos. Todo lo que hace un escritor, y cualquier individuo, es humano, digo yo. En el documental, además, no parece haber una diferenciación entre grandes y pequeños momentos, entre las cosas complejas y las simples de la vida, de unas vidas como las de Saramago y del Río. Están ahí para mostrar el inmenso amor y respeto que ambos se profesaban y, con ellos, a las letras, a la vida y a la humanidad, pese a la visión pesimista que Saramago tenía del género humano. “Soy pesimista porque el mundo es pésimo”, dice en el documental.
La publicación en 1991 de su novela El Evangelio según Jesucristo terminó en un episodio de censura en Portugal: el propio gobierno la vetó para el Premio Literario Europeo, argumentando que ofendía al catolicismo. El golpe fue tan bajo para un intelectual como Saramago -que, incluso, había participado en la Revolución de los Claveles, que trajo la democracia a su país en 1974- que optó por el exilio en España en 1993. Una vez establecido en la isla de Lanzarote, en las Canarias, continuó escribiendo hasta su muerte. El documental lo muestra, precisamente, durante el tiempo que escribió la novela El viaje del elefante. Vemos también a un Saramago que cae gravemente enfermo en esos años y cómo su esposa se propone prolongar su vida hasta lograr su sanación. Y el escritor sigue siendo así uno de los vigías del mundo, incorruptible, que no hace concesiones, amable, compasivo, teniendo mucho que decir y escribir aun por ese hondo sentimiento de inconformidad ante la marcha de este mundo que no ha dejado  de ser y estar pésimo, como lo ha señalado también otro grande de las letras que es Vargas Llosa. Se escribe por eso y para eso, no para complacer. Porque la exposición, sin tapujos de ninguna clase, de las miserias, mezquindades, exabruptos, absurdos y ambigüedades de la condición humana es una forma sublime de amar esa condición. Porque se necesitan voces como la de Saramago para hacerlo con esa convicción.                
Este hombre que naciera en Azinhaga en 1922 no vacilaba en declarar, como lo hace en el documental, que el pecado es una invención judeocristiana para dominar los cuerpos, y con ellos las mentes y los espíritus, de las personas; es decir, para evitar, justamente, que encontraran y vivieran su individualidad. Se aprecian también las declaraciones de Pilar del Río en favor de los derechos de minorías como los homosexuales, del matrimonio entre parejas del mismo sexo –debatido actualmente en Colombia-, de las mujeres, o siempre en contra, por ejemplo, de la guerra de EE.UU. contra Irak; incluso, manifestando su simpatía por Hillary Clinton como aspirante a la nominación presidencial por el Partido Demócrata, que finalmente perdió frente a Barack Obama.  
 
Pilar del Río
 
Pilar del Río llegó a ser, entonces, la esposa, la amiga, la escudera, la confidente, la cómplice, la musa y la traductora oficial al castellano de ese hombre extraordinario que era Saramago. Y, en tal sentido, ha seguido en pie, con esa energía desbordante que la caracteriza, ante el legado del Nobel portugués como su principal difusora y garante, a su vez, ante el mundo, labor que ha asumido con una entereza asombrosa.
Una demostración de humanidad, sensibilidad y esperanza este documental que enhorabuena se exhibió en Colombia, en forma limitada tratándose de una feria literaria local; pero, en circunstancias muy apropiadas. Es que pocas veces se tiene la oportunidad de apreciar el ser y estar en el mundo de dos INDIVIDUOS –así, con mayúscula- bella e inefablemente unidos, durante los que serían sus últimos años de vida juntos. José Saramago falleció a los 87 años el 18 de junio de 2010, cuando el documental estaba ya en post-producción, sin alcanzar a ver el resultado final de esta experiencia fílmica. Sus obras, su pensamiento, sus huellas por el mundo nos seguirán, me seguirán, acompañando. Y guiando. Aunque, como dijera Nietzsche, resulte odioso seguir como guiar.