El Principito. Grupo La Espada de Madera. Quito.
Foto: Jaime Flórez Meza
Foto: Jaime Flórez Meza
En una reciente charla
que sostuve con un amigo director de teatro, abordamos un tema que probablemente
esté agotado, mas no concluido: el debate entre la formación profesional
estrictamente académica y la autodidacta, no formal y empírica. ¿Cuáles son los
límites entre una y otra? Y todo a raíz de las descalificaciones que suelen
hacerse de individuos, experiencias y prácticas que se juzgan incompetentes, no
rigurosas, intrascendentes y poco o nada sólidas por carecer los primeros de
una cualificación académica o de un título profesional universitario que los
acredite en su campo. Lo que natura no da Salamanca no lo presta, dice un viejo
adagio para señalar el papel absolutista que continuamente se le quiere otorgar
a la formación universitaria o superior. No desconozco su importancia, desde
luego; he hecho estudios de pregrado y postgrado y sé de primera mano y buena
fe que los aportes de la academia, tanto a nivel profesional como individual,
son valiosos. Pero de ahí a creer que ésta por sí sola va a hacer de nosotros
individuos eficientes, talentosos, honestos o mejores ciudadanos, hay un largo
trecho. Conozco personas que nunca estudiaron en universidad alguna, que ni
siquiera terminaron el bachillerato, y son excelentes profesionales e
individuos.
Hoy en día todo es
enseñable. Se enseña a nivel de pregrado y postgrado, por ejemplo, a escribir
literaria o estéticamente. Sin embargo, muchos siguen sosteniendo que esa
habilidad artística no se puede aprender académicamente y que la realidad y la
experiencia así lo demuestran. No estoy sugiriendo que la experiencia
profesional sea más importante que la academia ni viceversa. Ambas son
necesarias. Tampoco estoy en contra de los programas universitarios en creación
y narración literaria, escrituras creativas y todos los de índole estética. Al
contrario, celebro que los haya. Ahora bien, cuando el aprendizaje se ha
adquirido informalmente, como sucede en muchos casos, a través de cursos,
talleres y seminarios y se ha llevado a la práctica con el mismo rigor
profesional que demanda una carrera profesional o un postgrado, la sociedad igualmente recibe
un aporte, un beneficio, en el más amplio sentido del término, de parte de los
individuos que, de alguna u otra manera, han hecho del autodidactismo su
escuela o, como suele decirse, de la misma vida su escuela. Eso se tiene que
reconocer. Podría poner muchos ejemplos en distintos campos, pero me alargaría
mucho.
En el caso de las
prácticas artísticas en América Latina, esos ejemplos abundan. Tenemos
literatos, artistas plásticos, teatristas, músicos que o bien no realizaron
ninguna carrera universitaria o la abandonaron o se graduaron de una carrera
distinta a lo que terminaron haciendo profesionalmente con talento, rigor y
pasión. Entonces, no es justo desacreditar esos procesos con el argumento de
que hizo falta una formación académica específica que sólo la universidad puede
brindar. O que las cosas se habrían hecho mejor si estos individuos y grupos
hubieran ido a la universidad para formarse en su campo. Hay que reconocer que
los caminos hacia la formación y el profesionalismo son distintos y que no
puede haber uno solo. Y que hace muchos años no existían las variadas ofertas
universitarias estéticas, disponibles hoy en día. Por eso entiendo a mi amigo
director, a quien admiro por su profunda entrega y profesionalismo, y me
solidarizo con él cuando me dice que alguien pretende hacer tabula rasa de las
artes escénicas en su país o refundarlas porque dice estar debidamente
capacitado por la academia para hacer las cosas con calidad, rigor y pasión y
formar, a partir de ahora, una generación de trabajadores escénicos digna de
ese nombre. Mi amigo, por cierto, se graduó en ciencias políticas, nunca
ejerció como tal, no ha parado de capacitarse en teatro, de dirigir y presentar
sus espectáculos en su país y fuera de él, recibiendo elogios, adquiriendo cada
vez más experiencia. Y, como si esto fuera poco, recientemente terminó de
construir con su grupo una bella sala de teatro en una zona semi rural que
ahora tiene otra opción de entretenimiento y recreación. Sí, las escuelas
formales son necesarias, pero que no se sigan negando los valiosos procesos informales
que se han desarrollado y se mantienen, contra viento y marea.
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