Se
ha dicho que la literatura colombiana es muy seria o solemne o, lo que es
parecido, que adolece de una insuficiencia de humor y, en cualquier caso, de
lúdica. No significa que el humor esté del todo ausente, pero es más algo
excepcional que una de sus características. Se puede encontrar, no obstante, en
la obra de Andrés Caicedo, Daniel Samper o Eduardo Arias, entre otros, una
intención, una voluntad de forma lúdica, incluyendo desde luego a numerosos
autores de literatura infantil y juvenil. Con todo, el devenir violento, trágico
y bélico del país parece determinar un poco el ejercicio literario. De ahí que
resulte saludable que aparezcan otros autores dispuestos a jugar en y con
sus textos y con el lector cómplice -sin eludir ni evadir lo real social-, a
intentar una construcción literaria más allá de los marcos sociales a los que
ya estamos acostumbrados (conflicto armado, narcotráfico, sicariato, soledad
urbana, desquiciamiento individual y social, crisis ideológicas, inmigración…).
Ocurre, por otra parte, que el humor es con cierta frecuencia, y cuando se
emplea con sólidos criterios, más corrosivo que una narración testimonial o
abiertamente de denuncia. Las caricaturas de Ricardo Rendón, por ejemplo, sobre la sociedad colombiana de los veinte y sus figuras públicas y políticas, resultaron más críticas y eficaces que cualquier otro texto de la época.
Así
entonces, me parece que el novel escritor Fabián Sanabria puede ser considerado
uno de esos autores que, ya que me he referido a un célebre caricaturista
colombiano, está emprendiendo la labor narrativa de caricaturizar su propia
vida. Es lo que hace en ¿Profesor?,
su segunda novela que además es parte de una tetralogía. Antropólogo, doctor en
sociología, docente universitario, analista político, Sanabria es también un
intelectual mediático, una suerte de discípulo de Antanas Mockus, el provocador
ex alcalde de Bogotá conocido por sus provocaciones, sus símbolos y acciones
lúdicas, su pedagogía ciudadana y, claro, su mediatización. Y sus fracasos
políticos como aspirante a la presidencia de la república, de lo cual, por
cierto, se ocupa Sanabria en su novela.
Las
apariciones de Sanabria en los medios, sus conferencias y, como no podía ser de
otra manera, el lanzamiento de su novela en la pasada Feria del Libro de
Bogotá, están envueltas en lo que para mí es una puesta en escena. Eso ya habla
de una intencionalidad lúdica. Y su discurso también, por supuesto. Sanabria,
pues, juega a representarse a sí mismo, en público y en su novela, y esto se le
aclara al lector en la solapa y en el preámbulo para que no quepa la menor
duda. Ahí hay ya una puesta escénica, una exposición de la trama, de la
naturaleza y condición de los personajes que desfilarán por sus páginas, además
de afirmar que no es ni autobiografía ni confesión ni nada que se le parezca,
sino un ejercicio de narración paralela cuyo personaje es él mismo. Y eso es
efectivamente lo que uno encuentra, o al menos yo, en todo el relato: una
narración en primera persona de cómo un aventajado estudiante se hace profesor,
de un juego que empieza en la niñez y, como sucede en muchos casos, continúa en
la juventud y la adultez en forma de profesión. Por sus raíces etimológicas la
palabra es muy apropiada: profesor es quien profesa algo y tiene en
consecuencia una profesión o una ocupación profesional. Para Sanabria no ha
dejado de ser un juego y reiteradamente está diciendo algo que probablemente
haría sonreír a muchos pedagogos: yo no enseño, yo juego. Sanabria cree
necesario explicar en su preámbulo en qué consiste el otro juego, el literario,
que propone al lector casi como el profesor que quiere asegurarse de que sus
estudiantes han entendido bien las nociones preliminares de la temática que
tratará en su clase o como un jugador consumado que explica a los otros -los
lectores- las reglas. Un juego acerca de otro, el pedagógico. Lamentablemente
el preámbulo sobra.
Fabián Sanabria. Fuente: agenciadenoticiasunal.com
Pero
además de que se entienda de antemano el criterio narrativo que empleará en su
novela, incluso la razón de reemplazar las comas por palabras que siempre
iniciará en mayúscula, Sanabria separa apropiadamente los párrafos que
corresponden a sus dos relatos paralelos: el de la hospitalización a que es
sometido, que narra en presente, y el de su transición, por decirlo de alguna
manera, a la docencia de las ciencias humanas y, finalmente, a la creación
narrativa, que lo hace en pasado. Para que no haya lugar a confusiones en el
lector. Y durante su extenso relato de 424 páginas no querrá evitar su manía
explicativa; al contrario, la hará evidente. Y así uno se entrega a este doble
relato, que lo es solamente en la forma, jugándolo sin mayores dificultades (no
estamos ante ninguna Rayuela o algo por el estilo), sin perderse en ningún
laberinto porque el profesor Sanabria ha facilitado tanto la tarea, llegando a
un final abierto, como no podía ser de otro modo, porque ya estamos advertidos
de que faltan otros dos relatos para completar esta saga autoficcional.
Tomar
la propia vida como material narrativo, abolir el narrador omnisciente, ha recibido
el nombre de autoficción y ha sido una de las tendencias no sólo en la
literatura contemporánea sino en el arte contemporáneo. Pero son muchos los
antecedentes; pienso en Henry Miller, por ejemplo. El más conocido escritor
colombiano de autoficciones es sin duda Fernando Vallejo, uno de los personajes
que Sanabria, o su alter ego, entrevé en su delirio clínico. Se alegará que la
propia vida es, en mayor o menor medida, la materia prima del escritor.
Seguramente siempre habrá algo de la vida personal que se cuele por los
intersticios de la narración. Empero, cuando la biografía personal se vuelve deliberadamente
el material de creación estética, sin caer en el recurso obvio de la
autobiografía, como se cuida de señalarlo Sanabria, se está evidenciando en mi
opinión algo más: que cualquier construcción narrativa, así haya sido
etiquetada como no ficción o así su autor crea sincera e ingenuamente que no está
haciendo ficción, nunca podrá evitar la
subjetividad y los artificios y, sea como fuere, tendrá que construir
necesariamente una realidad por más que esté basada en materiales reales; siempre
habrá una representación, literaria en este caso, y todo esto ya nos ubica en
el terreno ficcional. Porque aun en los textos históricos, ensayísticos y testimoniales
nunca podrá decirse absolutamente la verdad: la pretensión, búsqueda y voluntad
de verdad, que diferenciaría la literatura de no ficción de la de ficción,
siempre será parcial, siempre será una búsqueda sin final y en esa medida
contendrá algún grado de ilusión. Y entonces, ante cualquier género literario,
aun el periodístico, la distinción entre ilusión y verdad ya no se puede
plantear en términos absolutos. Historiadores y escritores como el colombiano
Juan Esteban Constaín ya se han encargado de aceptar y dilucidar esta
circunstancia. Y esto puede ser válido, incluso, para la filosofía, tan
empeñada siempre en distinguir lo ilusorio de lo falso. Hay una última razón,
por ahora, y es que las palabras no son las cosas ni los hechos: están en lugar
de ellos, los representan, pero nunca pueden convertirse en ellos.
Señalo
todo esto porque en la obra de Sanabria tampoco tiene sentido preguntarse qué
tan verdadero o falso es lo que narra respecto de sí mismo y de todos los
personajes y lugares que conforman su relato. Destaco su humor locuaz e
irreverente, necesario en las letras colombianas actuales, su estilo fresco,
coloquial, desenfadado y no pretencioso; la aceptación irónica de su condición
profesoral, de su exhibicionismo y su narcicismo (para Sanabria todo profesor
es ya un exhibicionista por las condiciones comunicativas de su oficio y en ese
sentido está siempre abocado a ponerse en escena frente a sus alumnos; en el
caso suyo, además, ante los medios). Tengo, no obstante, al menos una
inquietud: ¿qué pasa cuando un solo libro no basta para decir algo, cuando de
entrada tenemos que decir que van a ser necesarios cuatro? Porque queda esa
sensación, de que esta novela, por sí sola, no pueda vivir sin la que la
antecede y las dos que vendrán; de que algo falta para hacerla sólida y
contundente, que quede como un capítulo más bien superficial de un ciclo.
Porque eso es quizá lo que se le puede reprochar: su constante regodeo en lo
superfluo, con ironía y humor, sí, pero con altibajos. Es el riesgo que se
corre, y no porque la vida de Sanabria deje de ser lo suficientemente
interesante como para no poder novelarse, sino porque se llega a un punto sin
retorno en el cual, como sucede en la vida real, nos cansamos del juego.
Pero
el intento es válido. Es que, en cualquier caso, “cuando un hombre se exhibe
ante un público, cuando un individuo se expresa con palabras, con sonidos, con
colores frente al presente y la posteridad, somos siempre espectadores de una
comedia, jamás se tratará de algo sano, serio, transparente”,[*]
dice Giorgio Colli. Y Sanabria asume cabalmente esa condición de comediante
intelectual, a riesgo de opacar el
resultado. Ese es su mérito.
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