La
decisión que no sea un poco demente
no
merece respeto
Nicolás
Gómez Dávila
Pasó
prácticamente desapercibido el centenario de su nacimiento: vino a un mundo que
detestaría un 18 de mayo de 1913 en Bogotá y lo abandonaría para siempre el 17
de mayo de 1994 en la misma ciudad, en la que vivió la mayor parte de su vida.
Es que en medio de esta ruidosa sociedad del espectáculo no queda espacio ni
tiempo para individuos atípicos como el pensador colombiano Nicolás Gómez
Dávila, tan distantes y distintos del sujeto-masa de la globalización, que en
uno de sus escolios sentenciaba justamente: “La importancia de un
acontecimiento es inversamente proporcional al espacio que le dedican los
periódicos”. Con todo, medios como El Espectador le dedicaron al menos un par
de páginas a un intelectual que en forma anónima y silenciosa se dedicó a
pensar por sí mismo y a escribir esos pensamientos en escolios que fueron publicados
en Colombia sin despertar mayor interés más allá de unos pocos autores que se
han ocupado de él, siendo más estudiada su obra en otras latitudes.
Imagen de Nicolás Gómez Dávila
Un
escolio es, según el DRAE, “una nota que se pone a un texto para explicarlo”.
Se ha especulado si ese texto es en la obra de Gómez Dávila alguno de los
primeros que escribió y publicó o si se trata de otro tipo de texto, de una
complejidad y vastedad tal que constituye o bien la modernidad como mundo y época,
o el devenir histórico y cultural del cristianismo, del cual nunca abjuró pese
a su igualmente atípico pensamiento crítico. No obstante, uno de sus escolios
pareciera arrojar suficiente luz al debate: “Todo escritor comenta
indefinidamente su breve texto original”. Ese texto recibió el nada pretencioso
título de Notas, Tomo I y fue publicado en
1954 en México, D.F., en edición del propio Gómez Dávila. Otros estudiosos de
su obra como Francisco Pizano y Franco Volpi consideran que el texto prolija y
recurrentemente comentado por Gómez Dávila no puede ser otro que su segundo
libro, Textos I (1959), en el que plantea su teoría de la reacción. Sus primeros
aforismos aparecen en 1977 bajo el título de Escolios a un texto implícito, publicados por el Instituto Colombiano de
Cultura en dos tomos; en 1986 se publican,
también en dos tomos, sus Nuevos escolios
a un texto implícito; y por último, en 1992, el Instituto Caro y Cuervo
publica Sucesivos escolios a un texto
implícito. Hoy en día su trabajo se estudia con pasión en Europa, sobre
todo en Alemania, Italia y Austria. En Latinoamérica no ha recibido especial
atención, salvo algunos trabajos que lo destacan como ensayista, siendo el más
importante de ellos Breve historia del
ensayo hispanoamericano, del escritor y crítico peruano José Miguel Oviedo,
figura referencial de los estudios literarios latinoamericanos. Aparte de
escasos estudios que sobre él se han hecho, en Colombia sigue siendo un ilustre
desconocido, algo que probablemente al propio Gómez Dávila no le habría
molestado en absoluto.
Auténtico
autodidacta, políglota, filólogo, latinista, lector inagotable, erudito, dueño
de una biblioteca de 30.000 volúmenes, Gómez Dávila no fue hombre de viajes y menos
de pública vida social. Después del estallido del “bogotazo” en 1948 acompañó a
su gran amigo y contertulio Mario Laserna en la fundación de la Universidad de
los Andes -aunque se mantuvo al margen de la actividad académica-, realizó su
último viaje al año siguiente y luego se recluyó en su casa para dedicarse
enteramente a leer y escribir. Supongo que el contexto social y político local
de aquel período conocido como La Violencia aumentaría su escepticismo, desdén
y desconfianza frente a la época, el país y el siglo que le tocó vivir. Las
décadas siguientes tampoco lo sacarían de su voluntaria reclusión hogareña. El
contacto social que mantenía se limitaba a su familia y sus amigos de tertulia
semanal (“El gusto del joven debe acoger; el del adulto escoger”). No me cuesta
imaginarlo conversando con otros intelectuales que compartían ese estilo de
vida como León de Greiff, Aurelio Arturo y Lucas Caballero Calderón, aunque
probablemente ni siquiera fueran contertulios suyos.
La
vida de Gómez Dávila, su nulo afán de protagonismo social e intelectual (“Cuando
todos quieren ser algo, sólo es decente no ser nada”), sus ideas, su
anacronismo militante e incluso su catolicismo y conservadurismo evidentes muestran,
en cualquier caso, a un pensador divergente, a un implacable crítico de la
modernidad que desconfía del pensamiento ilustrado, la democracia, el
liberalismo, el Estado social de derecho, el progreso, la política, la
tecnología y, en suma, la racionalidad. Desde esa visión es un romántico,
quizás el último romántico colombiano -me equivoco sin duda porque el último
tal vez sea William Ospina-, un romántico radical en tanto descree
completamente de la Ilustración. Para él la racionalidad -política, económica,
científica, instrumental- no deja de ser otro mito que, irónicamente, pretendía
develar y superar toda suerte de mitos y supersticiones, especialmente el que
había sido dominante en Occidente: “La historia parece reducirse a dos períodos
alternos: súbita experiencia religiosa que propaga un tipo humano nuevo; lento
proceso de desmantelamiento del tipo”, “Creer que la ciencia basta es la más
ingenua de las supersticiones”. La ideología de la democracia, el progreso, la
prosperidad y la libertad parece tan idealista y opresiva como la teocracia que
desenmascaraba y combatía con fruición: “Sus libertadores le han forjado más
cadenas a la humanidad que sus verdugos”, “La distinción entre uso científico y
uso emotivo del lenguaje no es científica sino emotiva. Se utiliza para
desacreditar tesis que incomodan al moderno”, “La historia de la incredulidad
es más rica aún en episodios grotescos que la historia religiosa”. Gómez Dávila
no comparte el belicismo revolucionario ni la revolución política de ninguna
especie y ello lo separa de una variante del romanticismo que la ensalza: “Revolución
es el período durante el cual se estila llamar ‘idealistas’ los actos que
castiga todo código penal”, “Para detestar las revoluciones el hombre
inteligente no espera que comiencen las matanzas”, “Un destino burocrático
espera a los revolucionarios, como el mar a los ríos” (lo hemos visto y sufrido).
Nuestro
gran pensador y escoliasta escribió sobre los grandes temas de la filosofía -moral,
política, ética, estética, derecho, religión, historia- sin agrupar
temáticamente o darle una estructura a sus digresiones. Esto, en lugar de
restarle solidez a su pensamiento, lo hace, pienso, más interesante y
apasionante. “Nada más fácil, en filosofía, que ser coherente”, escribió. En
vano se buscaría alguna pretensión sistémica; en contraste, un marcado tono
irónico y mordaz en torno al sujeto moderno atraviesa sus escolios. Pero hay
otro rasgo importante en sus ideas: su atemporalidad, propia quizás de un
lúcido anacrónico que escribe para éste y todos los tiempos, lo que asegura de
alguna manera su perdurabilidad. Gómez Dávila no escribe para convencer a nadie
(“Ser reaccionario es haber aprendido que no se puede demostrar, ni convencer,
sino invitar”), acaso sólo para convencerse a sí mismo; sí en cambio para
provocar al lector, para hacerle pensar -nada menos- y ése es para mí el
principal mérito de su obra. Un autor que logra hacer pensar, además, con
breves frases o sentencias que condensan extensas ideas. Un pensamiento a
caballo entre el clasicismo, el conservadurismo, la aristocracia, el
romanticismo y la crítica de la modernidad, como ya he dicho, e incluso entre
sistemas opuestos como el cristianismo y el anarquismo, lo muestran más como un
regio y soberano pensador heterodoxo que no está anclado en ningún sistema o
doctrina; capaz, como pocos, de desconcertar, cuestionar, desafiar y
entusiasmar al lector desprevenido que se abra a sus provocaciones. Una de
ellas, por cierto, bien puede condensar dos cosas: su enorme desconfianza hacia
las doctrinas, particularmente aquellas que sustentan la modernidad, y su defensa
del libre ejercicio filosófico: “La filosofía es actitud solitaria. La adhesión
de cualquier muchedumbre a una doctrina la convierte en mitología”. Desde esta
perspectiva se entiende mejor la paradoja de las doctrinas modernas como
mitologías -otros hablan de los grandes relatos de la modernidad-. Gómez Dávila
le confería preeminencia igualmente a la historia: “Las ciencias auxiliares de
la historia se dividen en ciencias auxiliares de la documentación y en ciencias
auxiliares de la interpretación; las primeras son las tradicionalmente llamadas
ciencias auxiliares de la historia, las segundas son las llamadas ciencias
humanas”. Aunque no se considerara determinista, deslizaba ideas como ésta:
“Cuando sospechamos la extensión de lo congénito, caemos en cuenta de que la
pedagogía es técnica de lo subalterno. Sólo aprendemos lo que nacimos para
saber”.
Edición de una de las obras de Gómez Dávila
Sus
persistentes ideas, simpatías e intereses en relación con el cristianismo -o su
cristianismo romántico-, la religión en general y la trascendencia se plantean
en escolios como estos: “Si el ser depende, como lo enseña el cristianismo, de
un acto libre de Dios, una filosofía cristiana debe ser una filosofía que
constata, no una filosofía que explica”,
“Dios no debe ser objeto de especulación, sino de oración”, “Dios es lo
infinitamente cercano y lo infinitamente lejano; de Él no debe hablarse como si
estuviese a mediana distancia”, “En materia de religión, objeciones y pruebas
son igualmente superfluas”, “Sólo la religión puede ser popular sin ser
vulgar”, “El judaísmo ennobleció la historia introduciendo en ella el veneno de
los conflictos teológicos”, “Interesante es sólo aquello que implique una
trascendencia”, “Aun cuando lograra realizar sus más atrevidas utopías, el
hombre seguiría anhelando transmundanos destinos”, “La psicología contemporánea
se enreda en vanas sutilezas, pretendiendo reducir a procesos inmanentes,
hechos que sólo aclaran su relación con términos trascendentes”, “La fe no es
una convicción que poseemos, sino una convicción que nos posee”, “En la fe hay
parte que es intuición y parte que es apuesta”.
Sin
duda un pensador que merece ser leído, degustado, estudiado y discutido, así él
mismo escribiera que “la objeción del reaccionario no se discute, se desdeña”. Por
otro lado, para Gómez Dávila no era una doctrina político-económica como el
neoliberalismo lo que acabaría imponiéndose como única vía o pensamiento único
en el mundo sino algo peor o, en todo caso, más complejo: “La uniformidad
siniestra que nos amenaza no será impuesta por una doctrina, sino por Un
condicionamiento económico y social uniforme”. Como preámbulo de esta
esquizofrenia no vacila en señalar la industrialización y en esa medida ni
capitalismo ni comunismo son sistemas opuestos sino dos caras de la misma
moneda: “La industrialización plantea la alternativa única: capitalismo o
comunismo. Excluyendo así las viejas opciones decentes”. ¿Cuáles eran estas? Lo
explica cuando habla del ideal reaccionario: “El ideal del reaccionario no es
una sociedad paradisíaca. Es una sociedad semejante a la sociedad que existió
en los trechos pacíficos de la vieja sociedad europea, de la Alteuropa, antes
de la catástrofe demográfica, industrial y democrática”. ¿Se refiere a la alta
edad media europea? Es decir, aquel período anterior a la peste negra que asoló
el continente en el siglo XIV, a la aparición de los primeros estados
nacionales modernos y al ascenso social y político de la burguesía, que Gómez
Dávila consideraba fatal para la humanidad. En ese orden, no oculta su simpatía
por el sistema feudal, que le parecía en cierta manera más ecuánime y libre (no
liberal) o menos injusto y ambiguo que el democrático: “La separación de los
poderes es la condición de la libertad. No la separación formal y frágil de
poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial; sino la separación de tres
poderes estructurados, concretos y fuertes: el poder monárquico, el poder
aristocrático y el poder popular”. En política es tal vez ésta la síntesis de
su pensamiento reaccionario.
En
cuestiones de religión era, desde luego, un defensor de la tradición: “Los
progresistas cristianos están convirtiendo al cristianismo en un agnosticismo
humanitario con vocabulario cristiano”. Escéptico e irónico en su visión de lo
cultural: “La cultura es fenómeno ‘elitista’. No existe cultura popular; sólo
comportamientos populares”, “Son menos irritantes los que se empeñan en estar a
la moda de hoy que los que se afanan cuando no se sienten a la moda de mañana.
La burguesía es estéticamente más tolerable que la vanguardia”. Atinado, en mi
opinión, al proponer síntesis como ésta: “El mundo moderno resultó de la
confluencia de tres series causales independientes: la expansión demográfica,
la propaganda democrática, la revolución industrial”.
En
asuntos estéticos tiene claro que ni la fidelidad a los cánones ni su
transgresión -como en su escepticismo frente a la vanguardia- es garantía de
valor: “En estética hay errores y verdades claramente identificables. Pero no
basta evitar esos errores o adoptar esas verdades para que la obra tenga valor
alguno. El valor es siempre riesgo ineludible”.
Partidario de un fortalecimiento de la sociedad y de un claro
debilitamiento del estado: “El estado paternalista es abominable; la sociedad
paternalista es admirable”. Radical y elocuente es su aversión a los medios
masivos de comunicación: “Los medios modernos de comunicación revisten a la
imbecilidad de un prestigio irresistible”, “En un siglo donde los medios de
publicidad divulgan infinitas tonterías, el hombre culto no se define por lo
que sabe sino por lo que ignora”, “Los medios actuales de comunicación le
permiten al ciudadano moderno enterarse de todo sin entender nada”.
Y
para terminar por ahora, una confesión de humildad y falibilidad o admisión de
una irresistible intransigencia personal,
allá cada cual con su interpretación: “Nadie más insoportable que el que no
sospecha, de cuando en cuando, que pueda no tener razón”. En fin. Un pensador
sobre el que habrá que volver con insistencia. Para corroborarlo o refutarlo,
como se hace con aquellos que valen la pena, y ojalá que, ya no, para seguirlo
ignorando, como se ha hecho en Colombia.
NOTA:
Los escolios aquí reproducidos fueron tomados de la edición de Sucesivos escolios a un texto implícito,
Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, serie “La Granada Entreabierta”, vol. 60, 1992;
y de una selección realizada por Mauricio Botero Caicedo para El Espectador, 9
de junio de 2013, p. 42-43, y de un texto del poeta y crítico literario español
Juan Malpartida, en http://www.letraslibres.com/revista/libros/escolios-un-texto-implicito-de-nicolas-gomez-davila
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