lunes, 24 de junio de 2013

BREVÍSIMA SELECCIÓN DE AFORISMOS DE GÓMEZ DÁVILA

Como escribí en mi artículo anterior, la obra de Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) está en mora de recibir el reconocimiento que merece en Colombia, a pesar del interés in crescendo que ahora suscita, de los estudiosos de su pensamiento en el país, de las magníficas ediciones de sus obras que ha hecho Villegas Editores (que lo son en todos los casos), de que en países con tradiciones filosóficas tan importantes como Alemania e Italia su trabajo se lea con tanta fascinación como para reivindicarlo no sólo como un escritor de enorme valía sino como un auténtico filósofo. Algunos más, tanto aquí como en Europa, afirman que es el más grande aforista y escoliasta del siglo veinte y uno de los más importantes de todos los tiempos. Que su pensamiento, en fin, seguirá estudiándose y divulgándose no sólo en las próximas décadas sino en los siglos venideros. Pero, más allá de todo esto, creo que lo fascinante de Gómez Dávila es que desde su actitud reaccionaria no intenta persuadir ni convencer sino invitar a dudar por un momento, a pensar, a desconfiar un poco o mucho de lo social, cultural y políticamente aceptado -concretamente de la modernidad y cuatro de sus hijos: la democracia, el liberalismo, el capitalismo y la izquierda-, a ver las cosas de otra manera por un instante y ver qué pasa. Si Gómez Dávila hubiese pretendido otra cosa se habría dedicado, por ejemplo, a la política. Y se cuenta que además nunca quiso aceptar ningún cargo público. Era conservador, católico tradicional, un defensor del catolicismo anterior al Concilio Vaticano II, de las lenguas muertas como el latín y el griego antiguo, del feudalismo, de la aristocracia, un romántico que no creía en revoluciones (ni políticas, ni industriales, ni tecnológicas, ni sociales) como tampoco en el Estado Social de Derecho, que consideraba irreversible y abrumadoramente creciente la decadencia de Occidente a partir de la revolución industrial, absolutamente fatal para la humanidad según él en tanto empezó a destruir la naturaleza homo humana y la civilización; un moralista, claro está. Pero todo lo que acabo de decir es poco y sin duda no le hace justicia a la magnitud y dimensión de su pensamiento. 

Dibujo de Nicolás Gómez DávilaD.R.
Nicolás Gómez Dávila
D.R.
En: http://www.rfi.fr/actues/articles/086/article_3473.asp
  
¿Qué era para el pensador bogotano el mundo moderno? Lo menos que uno podría pensar es que lo veía como un conjunto de esquizofrenias que estaban acabando con el mundo natural del cual somos parte. Aunque Gómez Dávila pudiera considerar aberrante la marcada separación que la cultura hacía de lo humano y lo natural, sus reflexiones y ataques se dirigían a las culturas modernas que parió la revolución industrial, las esquizofrenias con pretensiones globales. Por ello le repugnaba cualquier tipo de colectivización que se impulsara desde la izquierda o la derecha porque veía en ellas la disolución del individuo, por un lado, y la degradación natural, social y política de las clases en beneficio de un dominio estatal o privado claramente laico y despiadadamente perverso, por otro. El liberalismo le parecía desbocado, permisivo, vulgar, propagador de la más vil noción de libertad. El capitalismo, absolutamente complaciente con la codicia y la competencia a todo nivel y a cualquier precio, y por eso mismo incapaz de ponerle límites a la más vergonzosa acumulación de objetos, bienes y servidumbres y a la paulatina aniquilación de la naturaleza. El comunismo, otra forma desnaturalizante de uniformar y enajenar a los individuos y a las clases sociales, otro repartidor de miseria por la vía del igualitarismo y el progresismo, dos enfermedades (por decir lo menos) de la democracia, ese invento griego ensayado a gran escala en el XIX, globalizado y completamente envilecido en el XX. Los medios de comunicación modernos, la peor manera de banalizar, controlar y vulgarizar la vida de las personas. En fin. Gómez Dávila seguramente no veía televisión, no iba al cine ni al teatro, no hacía nada que le quitara tiempo para leer y escribir, tenía una biblioteca que envidiaría cualquier universidad del mundo (adquirida después de su muerte por la Biblioteca Luis Ángel Arango), salía muy poco de su casa. Se cuenta que, si acaso, lo hacía dos veces por semana para ir al centro de Bogotá y pasarle revista a un almacén de telas del que era propietario o asistir a una junta bancaria, según recuerda su amigo Mario Laserna.   

No comparto todas sus ideas pero sí muchas de ellas. En otras me quedo con la duda. Lo interesante es coincidir en muchas cosas con alguien que piensa y escribe desde un horizonte ideológico y vital opuesto al de uno. Las valoraciones que he encontrado de su obra son muy variadas: un filósofo, un pensador comparable con Nietzsche, por ejemplo; un moralista equiparable a La Rochefoucauld o Baltasar Gracián; un admirable ensayista; un literato que descolló en el género del aforismo; un intelectual que escribía libros de opiniones. Por ahí leí que a alguien le parecía un autor de frases de coctel y a un periodista cultural le oí decir que lo consideraba “el primer twitero”, habida cuenta de que los escolios de don Nicolás circulan ahora por redes sociales virtuales. Justamente por todo lo que pueden suscitar sus ideas, quisiera compartir con ustedes esta pequeña selección de aforismos que me he permitido hacer de su último libro publicado en vida, Sucesivos escolios a un texto implícito, que acaso pudiera ser una síntesis de su pensamiento. Una pequeñísima muestra de un pensamiento extenso que resulta placentero asediar, como en una agradable y confrontante tertulia.   

- La ciencia enriquece la inteligencia; la literatura enriquece la personalidad entera.

- Comunicación o expresión no son fines, sino medios, de la obra de arte.

- La historia de estas naciones es poco interesante: historia de segunda mano. Nada original se ha visto aquí; nada tampoco tuvo aquí su mayor brillo.

- La verosimilitud es la tentación en que más fácilmente cae el historiador aficionado.

- El escritor que no se empeña en convencernos nos hace perder menos tiempo, y a veces nos convence.

- No vale la pena escribir lo que no comienza pareciéndole falso al lector.

- El que no duda del valor de su causa no necesita que su causa gane. El valor de su causa es su triunfo.

- Sólo lo inesperado satisface plenamente. 

- La ley es el método más fácil de ejercer la tiranía.

- La conciencia individual es la piedra de escándalo del idealismo metafísico.

- La existencia de la obra de arte demuestra que el mundo tiene significado. Aun cuando no diga cuál.

- Nada le es tan funesto al arte como el entusiasmo del público.

- La fealdad del actual paisaje urbano acusa más al alma moderna que al urbanismo contemporáneo.

- Del que se dice que “pertenece a su tiempo” sólo se está diciendo que coincide con el mayor número de tontos en ese momento.

- La atomización de la sociedad deriva de la organización moderna del trabajo: donde nadie sabe exactamente para quién trabaja, ni quién trabaja para él.

- La permanente posibilidad de iniciar series causales es lo que llamamos persona.

- A pesar de su retórica rebelde el artista contemporáneo se reconcilió con el siglo. El arte moderno se vende porque el artista se vendió.

- Una mayor capacidad de matar es el criterio de “progreso” entre dos pueblos o dos épocas.

- El reaccionario no es un pensador excéntrico, sino un pensador insobornable.

- La raíz del pensamiento reaccionario no es la desconfianza en la razón, sino la desconfianza en la voluntad.

- Frente a las diversas “culturas” hay dos actitudes simétricamente erróneas: no admitir sino un solo patrón cultural: conceder a todos los patrones idéntico rango. Ni el imperialismo petulante del historiador europeo de ayer; ni el relativismo vergonzante del actual.

- El mundo es menos creación de la técnica que de la codicia.

- No calumniar al poder, pero desconfiar de él profundamente, es lo característico del reaccionario.

- La obra de arte no es previsible. Tiene que realizarse para demostrar su posibilidad.

- Se empezó llamando democráticas las instituciones liberales, y se concluyó llamando liberales las servidumbres democráticas.   

- La vida es un combate cotidiano contra la estupidez propia.

- Tratar las cosas con realismo implica cierta bajeza de alma.

- Ideario del hombre moderno: comprar el mayor número de objetos; hacer el mayor número de viajes; copular el mayor número de veces.

- Cuidémonos de llamar “aceptar la vida” aceptar sin resistencia lo que degrada.

- La mentalidad moderna es hija del orgullo humano inflado por la propaganda comercial.

- La civilización es episodio que nace con la revolución neolítica y muere con la revolución industrial.

- La vocación auténtica se vuelve indiferente a su fracaso o a su éxito.

- El espectáculo de un fracaso es tal vez menos melancólico que el de un triunfo.

- No todos los vencidos son decentes, pero todos los decentes resultan vencidos.

- La vida escribe sus mejores textos en apéndices y márgenes.

- Un tacto inteligente puede hacer culminar en perfección del gusto la austeridad que la pobreza impone.

- Sólo es transparente el diálogo entre dos solitarios.

- Ante el marxismo hay dos actitudes igualmente erróneas: desdeñar lo que enseña, creer lo que promete.

- Lo verdaderamente original no es planta salvaje, sino astuto injerto.

- La sociedad moderna no aventaja las sociedades pretéritas sino en dos cosas: la vulgaridad y la técnica.

- Hay lectores que los libros adoptan y lectores que rechazan.

- La historia del “progreso” es el relato de cómo la humanidad se complica inútilmente la vida.   

- La sociedad moderna trabaja afanosamente para poner la vulgaridad al alcance de todos.

- El moderno cree vivir en un pluralismo de opiniones, cuando lo que hoy impera es una unanimidad asfixiante.

- El gesto, más que el verbo, es el verdadero transmisor de las tradiciones.

- El hedonista inteligente se complace ante todo en la felicidad de los que ama.

- Una educación sin humanidades prepara sólo para los oficios serviles.

- Lo técnicamente perfecto es siempre mezquino.

(El siguiente me parece una verdadera gema)

- La “Naturaleza” fue descubrimiento pre-romántico que el romanticismo propagó, y que la tecnología está matando en nuestros días.

- El problema de la creciente inflación económica sería soluble, si la mentalidad moderna no opusiera una resistencia invencible a cualquier intento de restringir la codicia humana.

- Toda mitología es en cierta manera cierta, mientras que toda filosofía es en cierta manera falsa.

- Escribir es muchas veces ineludible; publicar es casi siempre impúdico.

- Madurar es comprender que no comprendimos lo que habíamos creído comprender.

- El tan decantado “dominio del hombre sobre la naturaleza” resultó ser meramente una inmensa capacidad homicida.

- La tecnificación moderna de la agricultura destruyó la sociedad agraria. Transformó una manera de vivir en un simple método de medrar.

- La urbe moderna no es una ciudad, es una enfermedad.

- Pretender que sabe más de lo que sabe es lo que hace insoportable con frecuencia al discurso religioso.

- Las verdades no son relativas. Lo relativo son las opiniones sobre la verdad.

- El individualismo hoy es la única defensa que nos queda contra el colectivismo engendrado por el individualismo de ayer.

- Ser reaccionario es haber comprendido que no se puede demostrar, ni convencer, sino invitar.

Bibliografía:

Sucesivos escolios a un texto implícito, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, serie “La Granada Entreabierta”, vol. 60, 1992.

sábado, 15 de junio de 2013

A LA MEMORIA DE UN EXTRAORDINARIO REACCIONARIO COLOMBIANO



La decisión que no sea un poco demente
no merece respeto

Nicolás Gómez Dávila


Pasó prácticamente desapercibido el centenario de su nacimiento: vino a un mundo que detestaría un 18 de mayo de 1913 en Bogotá y lo abandonaría para siempre el 17 de mayo de 1994 en la misma ciudad, en la que vivió la mayor parte de su vida. Es que en medio de esta ruidosa sociedad del espectáculo no queda espacio ni tiempo para individuos atípicos como el pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila, tan distantes y distintos del sujeto-masa de la globalización, que en uno de sus escolios sentenciaba justamente: “La importancia de un acontecimiento es inversamente proporcional al espacio que le dedican los periódicos”. Con todo, medios como El Espectador le dedicaron al menos un par de páginas a un intelectual que en forma anónima y silenciosa se dedicó a pensar por sí mismo y a escribir esos pensamientos en escolios que fueron publicados en Colombia sin despertar mayor interés más allá de  unos pocos autores que se han ocupado de él, siendo más estudiada su obra en otras latitudes.


Imagen de Nicolás Gómez Dávila 

Un escolio es, según el DRAE, “una nota que se pone a un texto para explicarlo”. Se ha especulado si ese texto es en la obra de Gómez Dávila alguno de los primeros que escribió y publicó o si se trata de otro tipo de texto, de una complejidad y vastedad tal que constituye o bien la modernidad como mundo y época, o el devenir histórico y cultural del cristianismo, del cual nunca abjuró pese a su igualmente atípico pensamiento crítico. No obstante, uno de sus escolios pareciera arrojar suficiente luz al debate: “Todo escritor comenta indefinidamente su breve texto original”. Ese texto recibió el nada pretencioso título de Notas, Tomo I y fue publicado en 1954 en México, D.F., en edición del propio Gómez Dávila. Otros estudiosos de su obra como Francisco Pizano y Franco Volpi consideran que el texto prolija y recurrentemente comentado por Gómez Dávila no puede ser otro que su segundo libro, Textos I (1959), en el que plantea su teoría de la reacción. Sus primeros aforismos aparecen en 1977 bajo el título de Escolios a un texto implícitopublicados por el Instituto Colombiano de Cultura en dos tomos; en 1986 se publican, también en dos tomos, sus Nuevos escolios a un texto implícito; y por último, en 1992, el Instituto Caro y Cuervo publica Sucesivos escolios a un texto implícito. Hoy en día su trabajo se estudia con pasión en Europa, sobre todo en Alemania, Italia y Austria. En Latinoamérica no ha recibido especial atención, salvo algunos trabajos que lo destacan como ensayista, siendo el más importante de ellos Breve historia del ensayo hispanoamericano, del escritor y crítico peruano José Miguel Oviedo, figura referencial de los estudios literarios latinoamericanos. Aparte de escasos estudios que sobre él se han hecho, en Colombia sigue siendo un ilustre desconocido, algo que probablemente al propio Gómez Dávila no le habría molestado en absoluto.

Auténtico autodidacta, políglota, filólogo, latinista, lector inagotable, erudito, dueño de una biblioteca de 30.000 volúmenes, Gómez Dávila no fue hombre de viajes y menos de pública vida social. Después del estallido del “bogotazo” en 1948 acompañó a su gran amigo y contertulio Mario Laserna en la fundación de la Universidad de los Andes -aunque se mantuvo al margen de la actividad académica-, realizó su último viaje al año siguiente y luego se recluyó en su casa para dedicarse enteramente a leer y escribir. Supongo que el contexto social y político local de aquel período conocido como La Violencia aumentaría su escepticismo, desdén y desconfianza frente a la época, el país y el siglo que le tocó vivir. Las décadas siguientes tampoco lo sacarían de su voluntaria reclusión hogareña. El contacto social que mantenía se limitaba a su familia y sus amigos de tertulia semanal (“El gusto del joven debe acoger; el del adulto escoger”). No me cuesta imaginarlo conversando con otros intelectuales que compartían ese estilo de vida como León de Greiff, Aurelio Arturo y Lucas Caballero Calderón, aunque probablemente ni siquiera fueran contertulios suyos.

La vida de Gómez Dávila, su nulo afán de protagonismo social e intelectual (“Cuando todos quieren ser algo, sólo es decente no ser nada”), sus ideas, su anacronismo militante e incluso su catolicismo y conservadurismo evidentes muestran, en cualquier caso, a un pensador divergente, a un implacable crítico de la modernidad que desconfía del pensamiento ilustrado, la democracia, el liberalismo, el Estado social de derecho, el progreso, la política, la tecnología y, en suma, la racionalidad. Desde esa visión es un romántico, quizás el último romántico colombiano -me equivoco sin duda porque el último tal vez sea William Ospina-, un romántico radical en tanto descree completamente de la Ilustración. Para él la racionalidad -política, económica, científica, instrumental- no deja de ser otro mito que, irónicamente, pretendía develar y superar toda suerte de mitos y supersticiones, especialmente el que había sido dominante en Occidente: “La historia parece reducirse a dos períodos alternos: súbita experiencia religiosa que propaga un tipo humano nuevo; lento proceso de desmantelamiento del tipo”, “Creer que la ciencia basta es la más ingenua de las supersticiones”. La ideología de la democracia, el progreso, la prosperidad y la libertad parece tan idealista y opresiva como la teocracia que desenmascaraba y combatía con fruición: “Sus libertadores le han forjado más cadenas a la humanidad que sus verdugos”, “La distinción entre uso científico y uso emotivo del lenguaje no es científica sino emotiva. Se utiliza para desacreditar tesis que incomodan al moderno”, “La historia de la incredulidad es más rica aún en episodios grotescos que la historia religiosa”. Gómez Dávila no comparte el belicismo revolucionario ni la revolución política de ninguna especie y ello lo separa de una variante del romanticismo que la ensalza: “Revolución es el período durante el cual se estila llamar ‘idealistas’ los actos que castiga todo código penal”, “Para detestar las revoluciones el hombre inteligente no espera que comiencen las matanzas”, “Un destino burocrático espera a los revolucionarios, como el mar a los ríos” (lo hemos visto y sufrido).

Nuestro gran pensador y escoliasta escribió sobre los grandes temas de la filosofía -moral, política, ética, estética, derecho, religión, historia- sin agrupar temáticamente o darle una estructura a sus digresiones. Esto, en lugar de restarle solidez a su pensamiento, lo hace, pienso, más interesante y apasionante. “Nada más fácil, en filosofía, que ser coherente”, escribió. En vano se buscaría alguna pretensión sistémica; en contraste, un marcado tono irónico y mordaz en torno al sujeto moderno atraviesa sus escolios. Pero hay otro rasgo importante en sus ideas: su atemporalidad, propia quizás de un lúcido anacrónico que escribe para éste y todos los tiempos, lo que asegura de alguna manera su perdurabilidad. Gómez Dávila no escribe para convencer a nadie (“Ser reaccionario es haber aprendido que no se puede demostrar, ni convencer, sino invitar”), acaso sólo para convencerse a sí mismo; sí en cambio para provocar al lector, para hacerle pensar -nada menos- y ése es para mí el principal mérito de su obra. Un autor que logra hacer pensar, además, con breves frases o sentencias que condensan extensas ideas. Un pensamiento a caballo entre el clasicismo, el conservadurismo, la aristocracia, el romanticismo y la crítica de la modernidad, como ya he dicho, e incluso entre sistemas opuestos como el cristianismo y el anarquismo, lo muestran más como un regio y soberano pensador heterodoxo que no está anclado en ningún sistema o doctrina; capaz, como pocos, de desconcertar, cuestionar, desafiar y entusiasmar al lector desprevenido que se abra a sus provocaciones. Una de ellas, por cierto, bien puede condensar dos cosas: su enorme desconfianza hacia las doctrinas, particularmente aquellas que sustentan la modernidad, y su defensa del libre ejercicio filosófico: “La filosofía es actitud solitaria. La adhesión de cualquier muchedumbre a una doctrina la convierte en mitología”. Desde esta perspectiva se entiende mejor la paradoja de las doctrinas modernas como mitologías -otros hablan de los grandes relatos de la modernidad-. Gómez Dávila le confería preeminencia igualmente a la historia: “Las ciencias auxiliares de la historia se dividen en ciencias auxiliares de la documentación y en ciencias auxiliares de la interpretación; las primeras son las tradicionalmente llamadas ciencias auxiliares de la historia, las segundas son las llamadas ciencias humanas”. Aunque no se considerara determinista, deslizaba ideas como ésta: “Cuando sospechamos la extensión de lo congénito, caemos en cuenta de que la pedagogía es técnica de lo subalterno. Sólo aprendemos lo que nacimos para saber”.

Edición de una de las obras de Gómez Dávila

Sus persistentes ideas, simpatías e intereses en relación con el cristianismo -o su cristianismo romántico-, la religión en general y la trascendencia se plantean en escolios como estos: “Si el ser depende, como lo enseña el cristianismo, de un acto libre de Dios, una filosofía cristiana debe ser una filosofía que constata, no una filosofía que explica”,  “Dios no debe ser objeto de especulación, sino de oración”, “Dios es lo infinitamente cercano y lo infinitamente lejano; de Él no debe hablarse como si estuviese a mediana distancia”, “En materia de religión, objeciones y pruebas son igualmente superfluas”, “Sólo la religión puede ser popular sin ser vulgar”, “El judaísmo ennobleció la historia introduciendo en ella el veneno de los conflictos teológicos”, “Interesante es sólo aquello que implique una trascendencia”, “Aun cuando lograra realizar sus más atrevidas utopías, el hombre seguiría anhelando transmundanos destinos”, “La psicología contemporánea se enreda en vanas sutilezas, pretendiendo reducir a procesos inmanentes, hechos que sólo aclaran su relación con términos trascendentes”, “La fe no es una convicción que poseemos, sino una convicción que nos posee”, “En la fe hay parte que es intuición y parte que es apuesta”.

Sin duda un pensador que merece ser leído, degustado, estudiado y discutido, así él mismo escribiera que “la objeción del reaccionario no se discute, se desdeña”. Por otro lado, para Gómez Dávila no era una doctrina político-económica como el neoliberalismo lo que acabaría imponiéndose como única vía o pensamiento único en el mundo sino algo peor o, en todo caso, más complejo: “La uniformidad siniestra que nos amenaza no será impuesta por una doctrina, sino por Un condicionamiento económico y social uniforme”. Como preámbulo de esta esquizofrenia no vacila en señalar la industrialización y en esa medida ni capitalismo ni comunismo son sistemas opuestos sino dos caras de la misma moneda: “La industrialización plantea la alternativa única: capitalismo o comunismo. Excluyendo así las viejas opciones decentes”. ¿Cuáles eran estas? Lo explica cuando habla del ideal reaccionario: “El ideal del reaccionario no es una sociedad paradisíaca. Es una sociedad semejante a la sociedad que existió en los trechos pacíficos de la vieja sociedad europea, de la Alteuropa, antes de la catástrofe demográfica, industrial y democrática”. ¿Se refiere a la alta edad media europea? Es decir, aquel período anterior a la peste negra que asoló el continente en el siglo XIV, a la aparición de los primeros estados nacionales modernos y al ascenso social y político de la burguesía, que Gómez Dávila consideraba fatal para la humanidad. En ese orden, no oculta su simpatía por el sistema feudal, que le parecía en cierta manera más ecuánime y libre (no liberal) o menos injusto y ambiguo que el democrático: “La separación de los poderes es la condición de la libertad. No la separación formal y frágil de poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial; sino la separación de tres poderes estructurados, concretos y fuertes: el poder monárquico, el poder aristocrático y el poder popular”. En política es tal vez ésta la síntesis de su pensamiento reaccionario.

En cuestiones de religión era, desde luego, un defensor de la tradición: “Los progresistas cristianos están convirtiendo al cristianismo en un agnosticismo humanitario con vocabulario cristiano”. Escéptico e irónico en su visión de lo cultural: “La cultura es fenómeno ‘elitista’. No existe cultura popular; sólo comportamientos populares”, “Son menos irritantes los que se empeñan en estar a la moda de hoy que los que se afanan cuando no se sienten a la moda de mañana. La burguesía es estéticamente más tolerable que la vanguardia”. Atinado, en mi opinión, al proponer síntesis como ésta: “El mundo moderno resultó de la confluencia de tres series causales independientes: la expansión demográfica, la propaganda democrática, la revolución industrial”.

En asuntos estéticos tiene claro que ni la fidelidad a los cánones ni su transgresión -como en su escepticismo frente a la vanguardia- es garantía de valor: “En estética hay errores y verdades claramente identificables. Pero no basta evitar esos errores o adoptar esas verdades para que la obra tenga valor alguno. El valor es siempre riesgo ineludible”.  Partidario de un fortalecimiento de la sociedad y de un claro debilitamiento del estado: “El estado paternalista es abominable; la sociedad paternalista es admirable”. Radical y elocuente es su aversión a los medios masivos de comunicación: “Los medios modernos de comunicación revisten a la imbecilidad de un prestigio irresistible”, “En un siglo donde los medios de publicidad divulgan infinitas tonterías, el hombre culto no se define por lo que sabe sino por lo que ignora”, “Los medios actuales de comunicación le permiten al ciudadano moderno enterarse de todo sin entender nada”.

Y para terminar por ahora, una confesión de humildad y falibilidad o admisión de una  irresistible intransigencia personal, allá cada cual con su interpretación: “Nadie más insoportable que el que no sospecha, de cuando en cuando, que pueda no tener razón”. En fin. Un pensador sobre el que habrá que volver con insistencia. Para corroborarlo o refutarlo, como se hace con aquellos que valen la pena, y ojalá que, ya no, para seguirlo ignorando, como se ha hecho en Colombia. 
  
NOTA: Los escolios aquí reproducidos fueron tomados de la edición de Sucesivos escolios a un texto implícito, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, serie “La Granada Entreabierta”, vol. 60, 1992; y de una selección realizada por Mauricio Botero Caicedo para El Espectador, 9 de junio de 2013, p. 42-43, y de un texto del poeta y crítico literario español Juan Malpartida, en http://www.letraslibres.com/revista/libros/escolios-un-texto-implicito-de-nicolas-gomez-davila

lunes, 3 de junio de 2013

OLAS JOCOSAS EN UN OCEÁNO DE SOLEMNIDAD Y LA ILUSIÓN DE VERDAD

Se ha dicho que la literatura colombiana es muy seria o solemne o, lo que es parecido, que adolece de una insuficiencia de humor y, en cualquier caso, de lúdica. No significa que el humor esté del todo ausente, pero es más algo excepcional que una de sus características. Se puede encontrar, no obstante, en la obra de Andrés Caicedo, Daniel Samper o Eduardo Arias, entre otros, una intención, una voluntad de forma lúdica, incluyendo desde luego a numerosos autores de literatura infantil y juvenil. Con todo, el devenir violento, trágico y bélico del país parece determinar un poco el ejercicio literario. De ahí que resulte saludable que aparezcan otros autores dispuestos a jugar en y con sus textos y con el lector cómplice -sin eludir ni evadir lo real social-, a intentar una construcción literaria más allá de los marcos sociales a los que ya estamos acostumbrados (conflicto armado, narcotráfico, sicariato, soledad urbana, desquiciamiento individual y social, crisis ideológicas, inmigración…). Ocurre, por otra parte, que el humor es con cierta frecuencia, y cuando se emplea con sólidos criterios, más corrosivo que una narración testimonial o abiertamente de denuncia. Las caricaturas de Ricardo Rendón, por ejemplo, sobre la sociedad colombiana de los veinte y sus figuras públicas y políticas, resultaron más críticas y eficaces que cualquier otro texto de la época.

Así entonces, me parece que el novel escritor Fabián Sanabria puede ser considerado uno de esos autores que, ya que me he referido a un célebre caricaturista colombiano, está emprendiendo la labor narrativa de caricaturizar su propia vida. Es lo que hace en ¿Profesor?, su segunda novela que además es parte de una tetralogía. Antropólogo, doctor en sociología, docente universitario, analista político, Sanabria es también un intelectual mediático, una suerte de discípulo de Antanas Mockus, el provocador ex alcalde de Bogotá conocido por sus provocaciones, sus símbolos y acciones lúdicas, su pedagogía ciudadana y, claro, su mediatización. Y sus fracasos políticos como aspirante a la presidencia de la república, de lo cual, por cierto, se ocupa Sanabria en su novela.

Las apariciones de Sanabria en los medios, sus conferencias y, como no podía ser de otra manera, el lanzamiento de su novela en la pasada Feria del Libro de Bogotá, están envueltas en lo que para mí es una puesta en escena. Eso ya habla de una intencionalidad lúdica. Y su discurso también, por supuesto. Sanabria, pues, juega a representarse a sí mismo, en público y en su novela, y esto se le aclara al lector en la solapa y en el preámbulo para que no quepa la menor duda. Ahí hay ya una puesta escénica, una exposición de la trama, de la naturaleza y condición de los personajes que desfilarán por sus páginas, además de afirmar que no es ni autobiografía ni confesión ni nada que se le parezca, sino un ejercicio de narración paralela cuyo personaje es él mismo. Y eso es efectivamente lo que uno encuentra, o al menos yo, en todo el relato: una narración en primera persona de cómo un aventajado estudiante se hace profesor, de un juego que empieza en la niñez y, como sucede en muchos casos, continúa en la juventud y la adultez en forma de profesión. Por sus raíces etimológicas la palabra es muy apropiada: profesor es quien profesa algo y tiene en consecuencia una profesión o una ocupación profesional. Para Sanabria no ha dejado de ser un juego y reiteradamente está diciendo algo que probablemente haría sonreír a muchos pedagogos: yo no enseño, yo juego. Sanabria cree necesario explicar en su preámbulo en qué consiste el otro juego, el literario, que propone al lector casi como el profesor que quiere asegurarse de que sus estudiantes han entendido bien las nociones preliminares de la temática que tratará en su clase o como un jugador consumado que explica a los otros -los lectores- las reglas. Un juego acerca de otro, el pedagógico. Lamentablemente el preámbulo sobra.

Fabián Sanabria. Fuente: agenciadenoticiasunal.com

Pero además de que se entienda de antemano el criterio narrativo que empleará en su novela, incluso la razón de reemplazar las comas por palabras que siempre iniciará en mayúscula, Sanabria separa apropiadamente los párrafos que corresponden a sus dos relatos paralelos: el de la hospitalización a que es sometido, que narra en presente, y el de su transición, por decirlo de alguna manera, a la docencia de las ciencias humanas y, finalmente, a la creación narrativa, que lo hace en pasado. Para que no haya lugar a confusiones en el lector. Y durante su extenso relato de 424 páginas no querrá evitar su manía explicativa; al contrario, la hará evidente. Y así uno se entrega a este doble relato, que lo es solamente en la forma, jugándolo sin mayores dificultades (no estamos ante ninguna Rayuela o algo por el estilo), sin perderse en ningún laberinto porque el profesor Sanabria ha facilitado tanto la tarea, llegando a un final abierto, como no podía ser de otro modo, porque ya estamos advertidos de que faltan otros dos relatos para completar esta saga autoficcional.  

Tomar la propia vida como material narrativo, abolir el narrador omnisciente, ha recibido el nombre de autoficción y ha sido una de las tendencias no sólo en la literatura contemporánea sino en el arte contemporáneo. Pero son muchos los antecedentes; pienso en Henry Miller, por ejemplo. El más conocido escritor colombiano de autoficciones es sin duda Fernando Vallejo, uno de los personajes que Sanabria, o su alter ego, entrevé en su delirio clínico. Se alegará que la propia vida es, en mayor o menor medida, la materia prima del escritor. Seguramente siempre habrá algo de la vida personal que se cuele por los intersticios de la narración. Empero, cuando la biografía personal se vuelve deliberadamente el material de creación estética, sin caer en el recurso obvio de la autobiografía, como se cuida de señalarlo Sanabria, se está evidenciando en mi opinión algo más: que cualquier construcción narrativa, así haya sido etiquetada como no ficción o así su autor crea sincera e ingenuamente que no está haciendo ficción,  nunca podrá evitar la subjetividad y los artificios y, sea como fuere, tendrá que construir necesariamente una realidad por más que esté basada en materiales reales; siempre habrá una representación, literaria en este caso, y todo esto ya nos ubica en el terreno ficcional. Porque aun en los textos históricos, ensayísticos y testimoniales nunca podrá decirse absolutamente la verdad: la pretensión, búsqueda y voluntad de verdad, que diferenciaría la literatura de no ficción de la de ficción, siempre será parcial, siempre será una búsqueda sin final y en esa medida contendrá algún grado de ilusión. Y entonces, ante cualquier género literario, aun el periodístico, la distinción entre ilusión y verdad ya no se puede plantear en términos absolutos. Historiadores y escritores como el colombiano Juan Esteban Constaín ya se han encargado de aceptar y dilucidar esta circunstancia. Y esto puede ser válido, incluso, para la filosofía, tan empeñada siempre en distinguir lo ilusorio de lo falso. Hay una última razón, por ahora, y es que las palabras no son las cosas ni los hechos: están en lugar de ellos, los representan, pero nunca pueden convertirse en ellos.  
            
Señalo todo esto porque en la obra de Sanabria tampoco tiene sentido preguntarse qué tan verdadero o falso es lo que narra respecto de sí mismo y de todos los personajes y lugares que conforman su relato. Destaco su humor locuaz e irreverente, necesario en las letras colombianas actuales, su estilo fresco, coloquial, desenfadado y no pretencioso; la aceptación irónica de su condición profesoral, de su exhibicionismo y su narcicismo (para Sanabria todo profesor es ya un exhibicionista por las condiciones comunicativas de su oficio y en ese sentido está siempre abocado a ponerse en escena frente a sus alumnos; en el caso suyo, además, ante los medios). Tengo, no obstante, al menos una inquietud: ¿qué pasa cuando un solo libro no basta para decir algo, cuando de entrada tenemos que decir que van a ser necesarios cuatro? Porque queda esa sensación, de que esta novela, por sí sola, no pueda vivir sin la que la antecede y las dos que vendrán; de que algo falta para hacerla sólida y contundente, que quede como un capítulo más bien superficial de un ciclo. Porque eso es quizá lo que se le puede reprochar: su constante regodeo en lo superfluo, con ironía y humor, sí, pero con altibajos. Es el riesgo que se corre, y no porque la vida de Sanabria deje de ser lo suficientemente interesante como para no poder novelarse, sino porque se llega a un punto sin retorno en el cual, como sucede en la vida real, nos cansamos del juego. Pero el intento es válido. Es que, en cualquier caso, “cuando un hombre se exhibe ante un público, cuando un individuo se expresa con palabras, con sonidos, con colores frente al presente y la posteridad, somos siempre espectadores de una comedia, jamás se tratará de algo sano, serio, transparente”,[*] dice Giorgio Colli. Y Sanabria asume cabalmente esa condición de comediante intelectual, a  riesgo de opacar el resultado. Ese es su mérito.   





[*] Giorgio Colli, La literatura como vicio.pdf. 

martes, 28 de mayo de 2013

LO ACADÉMICO Y LO AUTODIDACTA



El Principito. Grupo La Espada de Madera. Quito. 
Foto: Jaime Flórez Meza



En una reciente charla que sostuve con un amigo director de teatro, abordamos un tema que probablemente esté agotado, mas no concluido: el debate entre la formación profesional estrictamente académica y la autodidacta, no formal y empírica. ¿Cuáles son los límites entre una y otra? Y todo a raíz de las descalificaciones que suelen hacerse de individuos, experiencias y prácticas que se juzgan incompetentes, no rigurosas, intrascendentes y poco o nada sólidas por carecer los primeros de una cualificación académica o de un título profesional universitario que los acredite en su campo. Lo que natura no da Salamanca no lo presta, dice un viejo adagio para señalar el papel absolutista que continuamente se le quiere otorgar a la formación universitaria o superior. No desconozco su importancia, desde luego; he hecho estudios de pregrado y postgrado y sé de primera mano y buena fe que los aportes de la academia, tanto a nivel profesional como individual, son valiosos. Pero de ahí a creer que ésta por sí sola va a hacer de nosotros individuos eficientes, talentosos, honestos o mejores ciudadanos, hay un largo trecho. Conozco personas que nunca estudiaron en universidad alguna, que ni siquiera terminaron el bachillerato, y son excelentes profesionales e individuos.

Hoy en día todo es enseñable. Se enseña a nivel de pregrado y postgrado, por ejemplo, a escribir literaria o estéticamente. Sin embargo, muchos siguen sosteniendo que esa habilidad artística no se puede aprender académicamente y que la realidad y la experiencia así lo demuestran. No estoy sugiriendo que la experiencia profesional sea más importante que la academia ni viceversa. Ambas son necesarias. Tampoco estoy en contra de los programas universitarios en creación y narración literaria, escrituras creativas y todos los de índole estética. Al contrario, celebro que los haya. Ahora bien, cuando el aprendizaje se ha adquirido informalmente, como sucede en muchos casos, a través de cursos, talleres y seminarios y se ha llevado a la práctica con el mismo rigor profesional que demanda una carrera profesional o un postgrado, la sociedad igualmente recibe un aporte, un beneficio, en el más amplio sentido del término, de parte de los individuos que, de alguna u otra manera, han hecho del autodidactismo su escuela o, como suele decirse, de la misma vida su escuela. Eso se tiene que reconocer. Podría poner muchos ejemplos en distintos campos, pero me alargaría mucho.


En el caso de las prácticas artísticas en América Latina, esos ejemplos abundan. Tenemos literatos, artistas plásticos, teatristas, músicos que o bien no realizaron ninguna carrera universitaria o la abandonaron o se graduaron de una carrera distinta a lo que terminaron haciendo profesionalmente con talento, rigor y pasión. Entonces, no es justo desacreditar esos procesos con el argumento de que hizo falta una formación académica específica que sólo la universidad puede brindar. O que las cosas se habrían hecho mejor si estos individuos y grupos hubieran ido a la universidad para formarse en su campo. Hay que reconocer que los caminos hacia la formación y el profesionalismo son distintos y que no puede haber uno solo. Y que hace muchos años no existían las variadas ofertas universitarias estéticas, disponibles hoy en día. Por eso entiendo a mi amigo director, a quien admiro por su profunda entrega y profesionalismo, y me solidarizo con él cuando me dice que alguien pretende hacer tabula rasa de las artes escénicas en su país o refundarlas porque dice estar debidamente capacitado por la academia para hacer las cosas con calidad, rigor y pasión y formar, a partir de ahora, una generación de trabajadores escénicos digna de ese nombre. Mi amigo, por cierto, se graduó en ciencias políticas, nunca ejerció como tal, no ha parado de capacitarse en teatro, de dirigir y presentar sus espectáculos en su país y fuera de él, recibiendo elogios, adquiriendo cada vez más experiencia. Y, como si esto fuera poco, recientemente terminó de construir con su grupo una bella sala de teatro en una zona semi rural que ahora tiene otra opción de entretenimiento y recreación. Sí, las escuelas formales son necesarias, pero que no se sigan negando los valiosos procesos informales que se han desarrollado y se mantienen, contra viento y marea.

domingo, 19 de mayo de 2013

¿GENERACIÓN DERROTADA?

Clavo mi remo en el agua
Llevo tu remo en el mío
Creo que he visto una luz al otro lado del río
El día le irá pudiendo poco a poco al frío
Creo que he visto una luz al otro lado del río
Sobre todo creo que no todo está perdido
Tanta lágrima, tanta lágrima y yo, soy un vaso vacío


(Jorge Drexler - Al otro del río)

Siempre me han atraído las vidas de los antihéroes, de aquellos seres que se apartan de los estereotipos heroicos y exitosos, esos que hacen grandes rupturas en sus vidas y lo arriesgan todo, que viven por otras causas que la sociedad juzga como perdidas; o las de aquellos que incluso experimentando esos espejismos que se llaman éxito, triunfo o gloria son vulnerables ante ese otro espejismo social que es el fracaso y no por ello le temen, que asumen una pedagogía del error que el sistema tanto quiere evitar. Camilo Torres Restrepo era eso y quizá es más ese el motivo que lo hace tan repudiable para muchos como fascinante para otros: sociólogo, capellán de la Universidad Nacional de Bogotá, catedrático, líder social y político frustrado, guerrillero efímero y prematuramente dado de baja. En efecto, había dejado los hábitos sacerdotales y formado un precario movimiento político popular para luego abandonarlo y unirse a la recién conformada guerrilla del ELN (Ejército de Liberación Nacional), en la que pasó sus últimos meses antes de morir en su primer combate, pasando a ser, con sus 37 años vividos, un personaje de talla mundial, pese a los pormenores de su azarosa vida. No siguió los derroteros que la sociedad o la cultura le prescriben a todos los sujetos y, sin proponérselo, logró concitar una atención mundial que ningún otro colombiano había obtenido a esa escala, en una década caracterizada por el recrudecimiento de la Guerra Fría y las revueltas por doquier. Fiel a sí mismo hasta la muerte. Como los versos del poeta colombiano León de Greiff, Torres no vaciló en jugar su vida, cambiar su vida, que al fin y al cabo la llevaba perdida.




Fue el 21 de abril de 2013, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Reunidos estaban el escritor Walter Joe Broderick, el sociólogo y periodista Alfredo Molano Bravo, el analista político y ex guerrillero León Valencia, la activista de género Florence Thomas, la actriz Vicky Hernández, entre otros, para celebrar el relanzamiento de Camilo, el cura guerrillero, del propio Broderick, publicada en 1975. Individuos estos que hicieron parte de una generación colombiana y latinoamericana que soñó con un cambio social alentada por la revolución cubana, principalmente. En Colombia, tras un período de pacificación que el gobierno del general Rojas Pinilla inició y el Frente Nacional pretendió continuar infructuosamente, la violencia política se reactiva con el surgimiento en los sesenta de las Farc y el ELN. Por aquel tiempo América Latina vivía un período de agitación social y política y de efervescencia ideológica, intelectual, académica y cultural: eran los años de la Teoría de la Dependencia, de la pedagogía liberadora que teorizaba y llevaba a la praxis con grupos sociales excluidos un exiliado brasileño, Paulo Freire, en Chile, de la Teología de la Liberación que surgía como una opción de un sector de la Iglesia católica por los pobres y desposeídos, del boom literario latinoamericano, del cinema novo de Glauber Rocha; en fin.

Walter Joe Broderick, sacerdote en aquellos años, había venido por vez primera a Latinoamérica a comienzos de los sesenta y luego se había unido al grupo de sacerdotes católicos izquierdistas conocido como Golconda, afín a las ideas de la teología liberadora de Gutiérrez, Alves, Cámara, Boff y otros. No alcanzó a conocer a Torres Restrepo, de hecho llegó a Colombia tiempo después de su muerte; pero, interesado hondamente por su vida y pensamiento, recogió información, entrevistó a muchas personas ligadas de alguna u otra manera al polémico cura -por cierto, la gente del ELN no quiso hablar con él- y escribió una obra esencial de las ciencias sociales y de la literatura no ficcional (esto es sólo una etiqueta) de los años setenta: Camilo, el cura guerrillero. Las ocho ediciones de esta obra a lo largo de 38 años, su estructura de novela biográfica-histórica-sociológica, su protagonista que, pese a quien le pese, fue el primer colombiano internacional del siglo veinte -y aun así, un líder social malogrado, frustrado o una “ejemplar vida fracasada”, como lo describiera Antonio Caballero- y su relanzamiento en 2013, bastarían para mostrar su pleno vigor -iba a escribir vigencia-.

Sin embargo, estando presente en aquel auditorio que no tardó en abarrotarse, contemplando a los asistentes, a Broderick y sus contertulios, pensé si no era toda esta gente arte y parte de una generación nacional, continental, y acaso mundial, que además de soñar con un mundo más igualitario luchó de distintas maneras, y cuando digo luchar no me refiero a empuñar las armas, por transformar las estructuras sociales y políticas desde distintos frentes -cuando digo frentes no me refiero necesariamente a la lucha armada-: la sociología, la religión, la política, la educación, el arte, el periodismo, la literatura; y, si en esa lucha desigual no terminó siendo derrotada. Fue también una sensación. Era como estar escuchando “perdimos pero aquí estamos y, pese a ello, seguimos luchando por nuestros ideales; ya no vamos a cambiar nada, nos cambiamos a nosotros mismos y no permitimos que otros, sobre todo aquellos contra quienes luchábamos, nos cambiaran; ya no creemos en la revolución social y política, mas sí en la de los individuos, en el cambio individual, no individualista. Aprendimos esta lección histórica y vital”.

Claro. Sabemos que muchos contracorrientes de esta generación, como Steve Jobs, se convirtieron en grandes empresarios y realizaron otro tipo de transformaciones importantes. Otros, incluso, llegaron a ser presidentes de sus naciones, como Václav Havel en Checoeslovaquia y la República Checa, o, más recientemente, José Mujica en Uruguay. No todo está perdido. Y habrá muchos también que renunciaron definitivamente a los ideales de cambio de aquellos años. Y otros que de la manera más extrema se radicalizaron por la vía del belicismo que ya conocemos.


Walter Joe Broderick


Broderick es, como el personaje de su obra más leída, un individuo singular: nacido en Australia, de ancestros irlandeses, se hizo sacerdote, vino a República Dominicana y Perú, inicialmente, luego a Colombia y aquí plantó raíces. Se vinculó a Golconda, que era un grupo de sacerdotes radicales surgido tras la renovación eclesial, espiritual y social que impulsaba el Concilio Vaticano II. Como Torres Restrepo, Broderick llevó muy lejos su libertad de conciencia, incluso hasta el abandono mismo de la vida sacerdotal. Habría que tener en cuenta, además, que la Iglesia católica colombiana ya era por entonces, probablemente, la más reaccionaria de América Latina, lo que explica que aquí la Teología de la Liberación, por ejemplo, fuera tan estigmatizada y perseguida. Es cierto que muchos sacerdotes terminaron empuñando las armas, pero de ahí a considerar que aquélla fue un sustento ideológico para las guerrillas colombianas y, por tanto, a sus militantes unos ideólogos y miembros directos o indirectos de éstas, es un desconocimiento de la propuesta social integral, progresista y visionaria -términos estos tan manoseados por otros- que han teorizado y puesto en práctica, a través de múltiples iniciativas, los teólogos de la liberación en el subcontinente. Es como asegurar que Nietzsche fue uno de los inspiradores y pioneros del nazismo debido a la manipulación y tergiversación de sus ideas por parte de los nazis, o, para hablar de un dirigente católico, que Monseñor Óscar Arnulfo Romero en El Salvador, asesinado por ultraderechistas, era un subversivo. El mismo Vaticano parece querer hacerle justicia ahora a la imagen de Romero: el Papa Francisco ha reabierto el proceso que busca su canonización. En cuanto a los sacerdotes sediciosos, Broderick se ocupó de otro de ellos en El guerrillero invisible, biografía novelada de Manuel Pérez, que fuera jefe máximo del ELN, publicada en 2001.

Y por último, Broderick, que además es traductor, dibujante, docente y dramaturgo, tras 44 años viviendo en Colombia, casado con una colombiana y con hijos nacidos en este país, obtuvo recién este año la ciudadanía colombiana, que, como es obvio, llevaba años solicitando y esperando. Al parecer ya dejó de ser el sospechoso de siempre que investigaba las vidas de curas subversivos.

Hemingway decía que un individuo puede ser derrotado, pero jamás destruido. Esta generación -idealista, romántica, anarquista, soñadora, perdedora o como se le quiera llamar- no está, ciertamente, destruida. Y sus pasos, y su impronta, y su memoria, con todos los errores que se pudieron cometer en el camino hacia la individuación, nos dicen, nos recuerdan que si no sabemos de dónde venimos, quiénes nos antecedieron y lo que hemos vivido en la tierra y la sociedad que habitamos -esto es: lo social y lo histórico reciente y lejano- no podremos saber quiénes somos, de qué estamos hechos, ni en qué estamos y, menos quizá, hacia dónde vamos: esto es, lo colectivo que nos determina como sujetos sociales y lo individual que construye nuestro ser y estar en el mundo.

sábado, 11 de mayo de 2013

CUATRO AÑOS A BORDO DE JOSÉ SARAMAGO Y PILAR DEL RÍO

“Todo ha llegado tarde en mi vida”, dice José Saramago en el documental José y Pilar refiriéndose, entre otras, a dos cosas fundamentales: su oficio como escritor, al que se dedicaría exclusivamente 29 años después de publicar su primera novela, y su relación conyugal con la periodista y traductora Pilar del Río, una de las personalidades invitadas a la reciente Feria del Libro de Bogotá (FILBO), con quien empezó a compartir su vida cuando ya tenía 65 años. El director portugués Miguel Gonçalves Mendes quiso acercarse a ambos hechos, conocer y mostrarle al mundo quién era y es la mujer extraordinaria que estaba detrás del Nobel literario de su país. Pero es que ella, en realidad, nunca estuvo detrás del extraordinario y buen hombre que era Saramago: estuvo a su lado, hasta su muerte, ni detrás ni delante. Eso se entiende cuando se tiene la fortuna de verla y oírla en sus intervenciones públicas y, claro, en el propio documental que ella y Gonçalves Mendes presentaron el 22 de abril en la Cinemateca Distrital de Bogotá, en el marco de la FILBO.  
 
José Saramago y Pilar del Río


Se entiende también que hayan sido necesarios cuatro años (2006-2010), los últimos en la vida del escritor, para captar en ese lapso todo lo que el joven cineasta consigue mostrar: las jornadas de escritura de Saramago, los múltiples y agotadores compromisos adquiridos y asumidos sobre todo a partir del Nobel otorgado en 1998, viajando por el mundo, participando en ferias del libro, presentando sus obras, concediendo entrevistas, interviniendo en eventos a favor de los derechos humanos, ofreciendo charlas y conferencias, organizando y presidiendo una fundación con su esposa. Y al lado de esos que son los momentos que más identifican la vida de un escritor importante, los otros, los pequeños momentos, los ratos de ocio, los juegos, las conversaciones cotidianas, las mascotas, los paseos, las comidas, las discusiones. El lado humano de un escritor, dirán algunos. Todo lo que hace un escritor, y cualquier individuo, es humano, digo yo. En el documental, además, no parece haber una diferenciación entre grandes y pequeños momentos, entre las cosas complejas y las simples de la vida, de unas vidas como las de Saramago y del Río. Están ahí para mostrar el inmenso amor y respeto que ambos se profesaban y, con ellos, a las letras, a la vida y a la humanidad, pese a la visión pesimista que Saramago tenía del género humano. “Soy pesimista porque el mundo es pésimo”, dice en el documental.
La publicación en 1991 de su novela El Evangelio según Jesucristo terminó en un episodio de censura en Portugal: el propio gobierno la vetó para el Premio Literario Europeo, argumentando que ofendía al catolicismo. El golpe fue tan bajo para un intelectual como Saramago -que, incluso, había participado en la Revolución de los Claveles, que trajo la democracia a su país en 1974- que optó por el exilio en España en 1993. Una vez establecido en la isla de Lanzarote, en las Canarias, continuó escribiendo hasta su muerte. El documental lo muestra, precisamente, durante el tiempo que escribió la novela El viaje del elefante. Vemos también a un Saramago que cae gravemente enfermo en esos años y cómo su esposa se propone prolongar su vida hasta lograr su sanación. Y el escritor sigue siendo así uno de los vigías del mundo, incorruptible, que no hace concesiones, amable, compasivo, teniendo mucho que decir y escribir aun por ese hondo sentimiento de inconformidad ante la marcha de este mundo que no ha dejado  de ser y estar pésimo, como lo ha señalado también otro grande de las letras que es Vargas Llosa. Se escribe por eso y para eso, no para complacer. Porque la exposición, sin tapujos de ninguna clase, de las miserias, mezquindades, exabruptos, absurdos y ambigüedades de la condición humana es una forma sublime de amar esa condición. Porque se necesitan voces como la de Saramago para hacerlo con esa convicción.                
Este hombre que naciera en Azinhaga en 1922 no vacilaba en declarar, como lo hace en el documental, que el pecado es una invención judeocristiana para dominar los cuerpos, y con ellos las mentes y los espíritus, de las personas; es decir, para evitar, justamente, que encontraran y vivieran su individualidad. Se aprecian también las declaraciones de Pilar del Río en favor de los derechos de minorías como los homosexuales, del matrimonio entre parejas del mismo sexo –debatido actualmente en Colombia-, de las mujeres, o siempre en contra, por ejemplo, de la guerra de EE.UU. contra Irak; incluso, manifestando su simpatía por Hillary Clinton como aspirante a la nominación presidencial por el Partido Demócrata, que finalmente perdió frente a Barack Obama.  
 
Pilar del Río
 
Pilar del Río llegó a ser, entonces, la esposa, la amiga, la escudera, la confidente, la cómplice, la musa y la traductora oficial al castellano de ese hombre extraordinario que era Saramago. Y, en tal sentido, ha seguido en pie, con esa energía desbordante que la caracteriza, ante el legado del Nobel portugués como su principal difusora y garante, a su vez, ante el mundo, labor que ha asumido con una entereza asombrosa.
Una demostración de humanidad, sensibilidad y esperanza este documental que enhorabuena se exhibió en Colombia, en forma limitada tratándose de una feria literaria local; pero, en circunstancias muy apropiadas. Es que pocas veces se tiene la oportunidad de apreciar el ser y estar en el mundo de dos INDIVIDUOS –así, con mayúscula- bella e inefablemente unidos, durante los que serían sus últimos años de vida juntos. José Saramago falleció a los 87 años el 18 de junio de 2010, cuando el documental estaba ya en post-producción, sin alcanzar a ver el resultado final de esta experiencia fílmica. Sus obras, su pensamiento, sus huellas por el mundo nos seguirán, me seguirán, acompañando. Y guiando. Aunque, como dijera Nietzsche, resulte odioso seguir como guiar.   
 

sábado, 27 de abril de 2013

EL BEAT DE LA CONTRACULTURA

Para empezar: los Beatles no sólo marcaron el convulsionado y revolucionario decenio de los sesenta; también dejaron su impronta en millones de individuos alrededor del mundo que seguimos disfrutando su música. Pienso, eso sí, que el aspecto menos interesante sobre la banda británica es, precisamente, la imagen que construyó la sociedad de consumo, esto es, la de un fenómeno de masas que tras medio siglo de éxito ininterrumpido como industria cultural forjada sobre un artista, se sigue reproduciendo y vendiendo exitosamente como marca. Sin embargo, algo especial ha de tener el sonido y la imagen del mítico cuarteto para seguir siendo uno de los principales productos de exportación del Reino Unido y una de las figuras más difundidas por los medios masivos de comunicación, amén de las giras multitudinarias que Paul McCartney aun realiza por el mundo, haciendo de él el ex Beatle que más ha hecho perdurar en escena, y fuera de ella también, aquello que se dio en llamar, desde hace 50 años, Beatlemanía. En cambio creo que lo más interesante es la raíz misma del nombre del grupo y lo que ella trae aparejado: el beat[1] y no beet de beetle (escarabajo, en inglés), algo que, aunque suene igual, sólo se le podía ocurrir a un músico intelectual como John Lennon, amante -y practicante- de las artes plásticas y la poesía desde su adolescencia; y conocedor de un grupo de literatos rebeldes estadounidenses que se autodenominara Generación Beat, conformado fundamentalmente por el poeta Allen Ginsberg y los novelistas Jack Kerouac (quien usó por primera vez la expresión Beat Generation) y William S. Burroughs. Un referente importante de un movimiento estético y social muy amplio, internacional y diverso que, a su vez, ha sido denominado Contracultura, en el cual caben tantas voces y expresiones que se hace difícil delimitarlo y contextualizarlo apropiadamente: mientras hay cierto consenso en ubicar su inicio a partir de los anteriores autores que surgen en los cincuenta en los EE.UU, pienso que las vanguardias artísticas europeas de las primeras décadas del siglo veinte -futurismo, dadaísmo, expresionismo, surrealismo…- pueden ser consideradas como precursoras del movimiento que alcanzó su más conocida cota de expresión en los sesenta, particularmente en EE.UU. El DRAE  define así la contracultura: “Movimiento social surgido en los Estados Unidos de América en la década de 1960, especialmente entre los jóvenes, que rechaza los valores sociales y modos de vida establecidos. || 2. Conjunto de valores que caracterizan a este movimiento y, por ext., a otras actitudes de oposición al sistema de vida vigente”.[2]
 
 Jack Kerouac
 
Aunque mayormente francesas, italianas y alemanas, las vanguardias también encontraron eco en España y América Latina (sobre todo en Argentina, Brasil, Chile y México). Dos hechos claves para entenderlas serían el Manifiesto Futurista del poeta Filippo Marinetti de 1909, punto de partida del anarquista movimiento futurista, que repercutiría también en otras expresiones artísticas y que, por desgracia, sería malamente apropiado por el fascismo; y el célebre urinario que exhibiera Marcel Duchamp en 1916, su primer ready-made, que haría volar en pedazos la idea que hasta entonces se tenía de arte: ¿Qué es lo que determina que un objeto sea considerado una obra de arte? ¿La complicidad del museo, el artista y el público? ¿Una arbitrariedad? ¿La propia decisión del artista? La actitud de Duchamp era abiertamente contracultural en tanto se valía de la propia red institucional para denunciar lo arbitrario del hecho artístico: la obra de arte es una construcción social y en esa medida su valoración es relativa. No lo que para muchos es artístico lo es también para todos; a muchos no les puede decir absolutamente nada.  
Los caligramas de Apollinaire, Huidobro y Girondo, entre otros, expresaban que la poesía puede ser también un hecho visual o que la visualidad ha de encarnarse deliberadamente en la construcción poética; o, en último caso quizá, que no tendría que haber un divorcio entre poesía y plástica. Muchas veladas futuristas y dadaístas, por otra parte, fueron aun más lejos al emplear distintos medios y expresiones: proyecciones cinematográficas, lecturas de poemas, drama, music-hall, circo… El arte como una acción y experiencia viva y compartida con el público, un preludio del happening y el performance que se desplegarán ya en los cincuenta y sesenta en los EE.UU. de la mano de artistas provenientes de distintas disciplinas: John Cage, Merce Cunningham, A. Kaprow, Richard Schechner y muchos más. “¿Cómo podía el arte destruir las actuales condiciones sociales y propiciar así un cambio? Destruyéndose a sí mismo”.[3]Desde esta perspectiva, lo más contracultural en el arte sería, como Cage lo reclamaba, su legítima y radical aspiración de encontrarse con la vida “y la vida es básicamente no-intencional, el arte debe practicar la no-intencionalidad”.[4]Cosa distinta serán los efectos individuales, sociales y estéticos que la experiencia artística pueda generar.
En cuanto al movimiento y la actitud contracultural, ¿qué es lo que se puede apreciar en estas manifestaciones que recurren al arte como una forma de celebrar la vida? Un rechazo y cuestionamiento profundos de las normas culturales impuestas y aceptadas en las sociedades occidentales en muchos campos, siendo el arte uno de ellos; una oposición a lo institucional, lo políticamente correcto, lo socialmente establecido… al poder. Por algo la Contracultura, como movimiento, aparece en los EE.UU, paradigma del desarrollo, la modernidad, la sociedad del bienestar y el consumo, el american dream, el supuesto modelo de vida y sociedad a seguir. En los cincuenta -período de posguerra y guerra fría, y de la cacería de brujas desatada en EE.UU. contra toda sospecha y sospechoso de comunismo-, la sociedad estadounidense empieza a verse agitada por los embrionarios movimientos sociales que conducirán al amplio y radical de los derechos civiles: el acto de Rosa Parks de no ceder su asiento en un bus a un hombre blanco, en 1955, desafía todo un sistema -y cultura- de racismo y exclusión, desencadenando así las primeras protestas en esa dirección. En fin, todo está listo para que en los sesenta estalle el movimiento contracultural tomando como centro EE.UU. pero extendiéndose por todo el mundo. La protesta social adquiere un carácter global y se expresará en muchos órdenes y a través de distintas formas. He dicho que el arte fue uno de ellos y en los sesenta será tal vez el terreno que mejor la canalice. Los jóvenes asumen un protagonismo que nunca habían tenido. Sin duda son las figuras más visibles de la lucha social, protestarán y se rebelarán contra todo lo impuesto por la cultura hegemónica: la familia, el belicismo, el orden histórico, el consumismo, el autoritarismo, el poder gubernamental (y todas las expresiones grandes y pequeñas de poder); frente al reino de la urbe volverán la mirada al campo, a lo natural y darán lugar a posteriores movimientos ecologistas; ante la sexualidad reproductiva: la píldora y otras prácticas de no procreación; ante el matrimonio, el amor libre; ante la inserción laboral, el automatismo, la competencia feroz, el consumismo y la degradación urbana, un retorno a la vida comunitaria cuya concreción más visible eran las comunas hippies, tan defenestradas por el poder. De otro lado están otros movimientos sociales que empiezan a desarrollarse al abrigo de la batalla contracultural, como los de género (más conocidos como feministas) o de la causa homosexual que adquirirán un mayor protagonismo a partir de la década siguiente. Entonces, la Contracultura es algo más dinámico, duradero y vigente de lo que podría pensarse, pese a que el término esté hoy en desuso.

Rosa Parks
 
Para retomar la cuestión inicialmente planteada en torno a los Beatles y su papel en la evolución contracultural, me parece que en un primer momento el grupo estaba debatiéndose, si se quiere, entre aquella imagen comercial y de buenos jóvenes, tímidamente rebelde, y otra que resultara socialmente provocadora, irreverente y comprometida con los tiempos de cambio que se vivían. En ese sentido, los Rolling Stones, sus amigos y competidores, sí proyectaban abiertamente ese ímpetu juvenil que el mundo descubría o que se develaba ante el mundo, sin evidentes ambivalencias en su caso. John Lennon, en todo caso, sí parecía estar dispuesto a cruzar los límites y arriesgar la imagen de su grupo: sabía que el naciente rock era un arma política y denodadamente contracultural. Sus composiciones empezaron a cambiar desde 1965, acercándose más a la canción de autor que esgrimían otros artistas como Bob Dylan. Ya para entonces había publicado dos libros de prosa, poemas y dibujos: In his own write y A Spaniard in the Works. El 66 sería un año clave en el cambio de postura políticamente correcta de la banda: Lennon había declarado que eran más famosos que Jesucristo, provocando un escándalo y repudio principalmente en EE.UU. Citado fuera de contexto, el polémico Beatle había querido plantear que el rock, y no solo su grupo, se estaba convirtiendo en algo más importante para la gente, especialmente para los jóvenes, que, por ejemplo, la religión; y en el caso occidental, que el cristianismo. No fue siquiera una declaración pública sino filtrada a la prensa, y tomada por sectores y grupos ultra conservadores estadounidenses (como el Ku Klux Klan) como una declaración de guerra. El año siguiente fue crucial, tanto a nivel musical como individual y político: es el año del legendario Sgt. Pepper´s lonely hearts club band, ponderado generalmente como su obra maestra y, lo que es aun más discutible, como el mejor álbum pop-rock de todos los tiempos. El disco ya es contracultural desde su ingeniosa carátula, que muestra al cuarteto rodeado de muchas figuras de personajes célebres, incluyendo la suya propia en efigies de cera. Ahí resulta claro el cambio y la evolución del grupo, de la imagen masiva que los muestra con traje y corbata a otra menos convencional, la de un alter ego (la Banda del Sargento Pepper) que es asimismo la de unos jóvenes músicos que se abren definitivamente a los vientos contraculturales. El barroquismo del álbum, sin embargo, se vio un tanto empañado por la absurda decisión de la BBC de prohibir dos de sus canciones, Lucy in the sky with diamonds y A day in the life -en mi opinión la mejor pieza del álbum-: la primera por considerarla una apología al ácido lisérgico (LSD) debido a las letras iniciales de los sustantivos del título; y la segunda porque uno de sus versos (I’d love to turn you on) fue interpretado como alusión al consumo del polémico ácido, que sería defendido y recomendado por el polémico psicólogo estadounidense Timothy Leary; ambos temas compuestos por Lennon, salvo un estribillo de McCartney en el segundo. Por otro lado está el interés de George Harrison, guitarrista del grupo, por músicas y filosofías de la India, evidente ya en esta obra con su magnífica Within you, without you, estableciendo así un auténtico diálogo intercultural, presente ya en la Generación Beat y su inclinación por el budismo zen; y que en cualquier caso sería una forma de acercar a Oriente y Occidente de un modo espiritual, natural y cultural, antes de que lo hiciera la política en lo ideológico y lo económico.
 
 John Lennon

Sin embargo, lo más contracultural del grupo, y específicamente de Lennon, estaba aún por llegar. En 1968 -año del asesinato de Luther King y Bobby Kennedy, de la resistencia checoeslovaca a la invasión soviética, de la revuelta de Mayo en París, de la masacre de estudiantes en México- Lennon escribe Revolution, la primera de una serie de canciones más políticas y comprometidas, a la que seguirán en su etapa post-Beatle Give peace a chance, Power to the people, Imagine -su más famosa composición como solista- y Working class hero, entre otras. Su casamiento con Yoko Ono, por entonces una artista de vanguardia, ya resultaba un hecho contracultural: se esperaba ver a un inglés afamado unido a una occidental, preferentemente inglesa, mas ese no era el caso de un heterodoxo como Lennon. Admiradoras suyas le gritaban que Yoko era horrible y cosas por el estilo. Lennon había pasado a ser una especie de traidor al Imperio Británico, a su cultura, pero su unión conyugal con Ono en 1969 fue determinante del activismo que ambos desplegarían a partir de entonces. Con el propósito claro de promover la paz y, en consecuencia, protestar contra la guerra en general y específicamente contra la de Vietnam, realizaron performances en hoteles de Europa y Canadá: el Bed-In for Peace en Amsterdam y Toronto, y el Baggism en Viena. En el primero permanecían en cama (encamados: bed-in) durante una semana dentro de su habitación, dando conferencias de prensa y explicando que ésa era su forma de manifestarse a favor de la paz y en contra de la violencia; en el baggism hacían lo mismo pero metidos en grandes bolsas de color marrón, ocultando completamente sus cuerpos. Ese mismo año Lennon devolvió la medalla de la Orden del Imperio Británico que la reina Isabel II le había entregado a cada Beatle en el 65: renunciaba a ser un miembro oficial y condecorado del Imperio, otro motivo más para considerarle un traidor. Tanto él como Harrison habían sido, además, acusados de posesión ilegal de sustancias psicoactivas. Luego vendría la presencia de los Lennon en marchas anti-bélicas, su amistad y solidaridad con miembros de la Nueva Izquierda Americana, con el activista afro Bobby Seale, uno de los fundadores de las Panteras Negras, y con otros personajes de la Contracultura estadounidense, la negación de la visa de residencia en EE.UU. -desde un comienzo Lennon fue considerado extraoficialmente persona non grata por el gobierno-, su larga lucha para obtenerla -finalmente en 1977-, y el controvertido asesinato perpetrado por un presunto admirador suyo en Nueva York, en 1980. Se ha llegado a plantear que en realidad fue un crimen político. La propia Yoko Ono deslizaba esa opinión en el documental Estados Unidos contra John Lennon.
Podría pensarse que el final de la Contracultura ya parecía anunciarse con la muerte de Jack Kerouac en 1969 o de grandes personalidades del rock como Jimi Hendrix,  Janis Joplin y Jim Morrison al poco tiempo. Y que la del propio Lennon habría sido su definitivo certificado de defunción. No: eso sería considerar que los ideales de cambio, evolución, libertad, individualidad, tolerancia, paz y amor habrían sido abandonados desde entonces. La Contracultura siguió viva, eclipsada quizá por la feroz arremetida conservadora y neoliberal de los ochenta y noventa. Pero, ha tenido y tiene sus herederos en todas partes. Cuando se realizan las diversas, pacíficas y creativas acciones colectivas que promueven los derechos de las minorías y las mayorías, y también las individualidades, por ejemplo, ahí está el sello contracultural. La imaginación nunca llegó al poder,[5] como quería el Mayo Francés del 68, pero sigue resistiendo, justamente, las distintas formas de poder. La imaginación se sigue tomando las calles, los muros, las galerías de arte, los teatros, las redes sociales públicas y virtuales, las tribunas, las plazas, los libros. El beat de la Contracultura aun sigue latiendo con fuerza en el siglo veintiuno.                      

 



[1] Beat es una palabra con numerosas acepciones. Aquí me inclino por la de latido.
[2] Microsoft® Encarta® 2009. Microsoft Corporation.
[3] José A. Sánchez, Dramaturgias de la imagen, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2ª. ed., 1999.
[4] Ibíd., p. 112.
[5] “La imaginación al poder” era uno de los lemas de la revuelta parisina de 1968.