lunes, 29 de julio de 2013

SOBRE UNA DRAMATURGIA FEMENINA EN LATINOAMÉRICA

ADÁN: Y es bueno que recuerdes, de una vez para siempre, que tu condición es absolutamente contingente.
EVA: Lo mismo que la tuya.
ADÁN: ¡Ah, no! Yo soy esencial. Sin mí, Dios no podría ser conocido ni reverenciado ni obedecido.
EVA: No me niegues que ese Dios del que hablas (y al que jamás he visto) es vanidoso: necesita un espejo. […]
ADÁN: Así que repite lo que te he enseñado. ¿Cómo te llamas?
EVA: ¿Cómo me llamas tú?
ADÁN: Eva.
EVA: Bueno. Ese es el seudónimo con el que voy a pasar a la historia. Pero mi nombre verdadero, con el que yo me llamo, ése no se lo diré a nadie. Y mucho menos a ti.[i]

     Este diálogo teatral está tomado de la obra El eterno femenino, de la escritora, dramaturga y periodista mexicana Rosario Castellanos (1925-1974), quien, al decir de Kati Röttger, “cita la escena originaria cristiana de la exclusión de la femineidad del sistema de la lengua y de la representación, pero la deforma al mismo tiempo quebrando la autoridad de la cognición de connotación masculina”.[ii] ¿A qué se debe, pues, la escasa visibilidad que aún tiene en Latinoamérica el teatro escrito por mujeres? ¿Por qué la dramaturgia femenina latinoamericana no ocupa la suficiente atención de la crítica, la academia, los investigadores teatrales y el público en general? Pese a todo, se puede constatar que la dramaturgia femenina ha tenido una destacada impronta y un desarrollo significativo en América Latina que, a propósito del feminismo, como lo sostiene Francesca Gargallo,
aparece como el lugar desde donde analizar toda la historia de los pensamientos feministas por ser, una vez más, un espacio in fieri, no terminado, donde el derecho de las mujeres a la diferencia debe encontrarse con su deber de construir la democracia, con su supuesto deber de fortalecer e incentivar la participación de las mujeres en las instancias de representación política básica.[iii] 
         
Rosario Castellanos. Retrato
   
      Rastrear los antecedentes del teatro femenino latinoamericano no es tarea fácil debido a la exigua información disponible. Y es que el teatro es un discurso predominantemente masculino tanto en su historia y su teoría, como en la literatura dramática (arte dramático), la crítica y la práctica misma. Más aún: la propia institución arte ha sido y es masculina, de ahí que sea necesario cuestionar, como lo hace la filósofa feminista Eli Bartra, a la misma
historia del arte, como estructura de estudio androcéntrica y clasista, desde la perspectiva del arte popular, tema que ha sido prácticamente ignorado por el feminismo. […] “No existen valores universales dentro del arte ni popular ni elitista. Los valores estéticos tienen que ver con el contexto cultural en el que se crean, las clases sociales y los géneros que producen las obras. Todo ello desempeña un papel en cuanto a la valoración estética.”[iv] 
      Habría que recordar, por ejemplo, que históricamente la exclusión de la mujer de la institución teatral llega hasta el teatro isabelino, en el que los personajes femeninos eran representados por actores. Puede afirmarse que en el teatro occidental recién se empieza a hablar de una dramaturgia femenina a partir del siglo XX, lo cual, como es obvio, no significa que no existiera desde siglos anteriores. Para el caso latinoamericano tres antecedentes importantes son Sor Juana Inés de la Cruz en el XVII, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda y la peruana Clorinda Matto de Turner en el XIX, escritoras que, como aclara la pintora, escritora y dramaturga mexicana Marcela Del Río, “a pesar de su rebeldía frente a la condición de sojuzgamiento de la mujer, aceptaban los modelos dramáticos del marco teórico y del discurso dramático masculino, como para probar su dominio de tal modelización”.[v] Es precisamente en México donde se gesta y desarrolla una importante tradición de dramaturgas que cubre varias generaciones. Argentina es otro referente. A partir de la década del sesenta del XX, tan renovadora en todos los campos, se presenta un aumento enorme de escritoras teatrales latinoamericanas. Del Río destaca que “en muchos países de América el discurso dramático femenino no sólo ha estado a la vanguardia, sino que, en muchos casos, ha sido el que ha producido la renovación teatral”.[vi] No obstante, la contribución de las mujeres al teatro latinoamericano suele pasarse por alto. Por ello no resulta extraño que en numerosas antologías no figure ninguna dramaturga, lo que lleva a pensar a Del Río, con justa razón, que más bien se debería hablar de antologías de “teatro masculino contemporáneo”.[vii]
       Esta fobia patriarcal y androcéntrica sugiere dos cosas. En primer lugar la predominancia de un discurso estético teatral eurocentrista y europeizante, pues la mayoría de autores, críticos, directores y teóricos del teatro occidental son, además de hombres, europeos: desde el teatro clásico griego y Aristóteles (cuyas ideas sobre la “inferioridad” de la mujer son conocidas) y su Poética, pasando por el teatro del Renacimiento, la ópera y el drama burgués, hasta llegar a Ibsen, Stanislavski, Brecht, Artaud, Grotowski, Becket, Ionesco, Genet, Brook, Fo, Pinter y Müller, entre otros. En segundo lugar, la alteridad que implica, dentro de este estrecho margen, el discurso dramático propiamente femenino: “A la marginalidad dentro del marco estético europeizante se suma la del marco genérico de un discurso hegemónico masculino que ha minimizado la validez de su discurso, no sólo dramático, sino estético en general”.[viii]
    Una de las dramaturgas latinoamericanas más destacadas es la ya citada Rosario Castellanos, cuya obra El eterno femenino, de 1975, es una de las claves para la comprensión tanto del discurso dramático femenino latinoamericano como en general. “Rosario Castellanos acepta su identidad femenina”, [ix] dice Del Río, pero se rebela contra “las limitaciones que le impone a la mujer su entorno social”.[x] Otra visión de esta problemática la ofrece la dramaturga argentina Cristina Escofet, en obras como Solas en la madriguera, en la que “cuestiona su propia identidad femenina, rebelándose no sólo frente a su entorno social, sino ante su propia geografía corporal”.[xi] 
        Por otro lado, parece haberse ignorado que fue precisamente una mujer latinoamericana la que en la primera mitad del siglo XX se adelantó, en cierto modo, al mismísimo Bertolt Brecht en su concepción de un teatro épico, al menos en la práctica. Me refiero a la autora mexicana María Luisa Ocampo, quien escribe la obra El corrido de Juan Saavedra en 1929 -pieza crítica sobre la revolución mexicana-, años antes de que el dramaturgo y teórico alemán publicara sus célebres escritos sobre teatro épico y distanciamiento escénico:
Aun cuando Ocampo no escribe ningún discurso teórico sobre su teatro, ni habla del distanciamiento entre el espectador y los personajes, como lo hace Brecht, el conjunto de esas características produce el mismo efecto: romper la empatía del espectador y anular la catarsis. No deja de ser extraordinario el hecho de que en la misma época en que Brecht escribe sus textos, en México se esté produciendo un teatro con un pensamiento tan acusado, sin que haya la posibilidad de establecer una intertextualidad.[xii] 
         Otra pieza anticipatoria es la de la también mexicana Magdalena Mondragón, La sirena que llevaba al mar, específicamente femenina por su contenido. La obra fue escrita en 1945 y estrenada en 1951, y muestra la transformación en una sirena que empieza a experimentar una mujer, como un gesto de rebeldía frente a su condición de esposa, mujer sumisa, pasiva y conformista con los roles impuestos por una sociedad patriarcal, sexista, masculinizada. Ese año se estrenó en París La cantante calva, obra de Ionesco que inicia lo que la crítica denominó teatro del absurdo. La obra de Mondragón tiene mucho en común con otra de Ionesco, El rinoceronte, acaso la más conocida del dramaturgo de origen rumano. La intertextualidad de estas obras se da, en lo estético, por una acusada influencia del sobrerrealismo, que en el caso de La sirena que llevaba al mar tiene como fondo, además, “al mundo mágico indígena”;[xiii] y, en su contenido, por las implicaciones metafóricas de ambas situaciones: Berenger, el protagonista de El rinoceronte, se niega a ser transformado en un rinoceronte, como ya lo han sido los habitantes del pueblo en que vive, lo que constituiría, en el contexto de la obra, una metáfora de la masificación y del totalitarismo; en cambio Nereida, la protagonista de La sirena que llevaba al mar, acepta una metamorfosis que finalmente no se consuma. El propósito de ambos personajes es el mismo en cuanto a que se resisten a una masificación o manipulación social, aunque la metamorfosis, en el primer caso, significa alienación y enajenación, y en el segundo liberación; y, en suma, rebeldía, en los dos. Así, Mondragón se anticipó catorce años a Ionesco, sin recibir nunca ese reconocimiento.
      Igualmente resulta problematizante el lugar del discurso dramático femenino en las categorías sobre los discursos críticos que plantea Juan Villegas[xiv]: hegemónicos, los que corresponden a las prácticas “del poder cultural dominante”[xv]en una sociedad; desplazados, aquellos que por motivos externos al texto, pero siempre relacionados con el poder, pierden vigencia; marginales, los elaborados por un autor que sufre una condición de marginalidad, cuyo destinatario potencial es un público igualmente marginal; y subyugados, los que son claramente ideológicos y, debido a ello, terminan por prohibirse “por contener conceptos discrepantes frente a los códigos hegemónicos, sea dentro de la política como dentro de la moral o de la estética”.[xvi]Entonces, no resulta nada fácil la ubicación, si de eso se trata, del discurso femenino dramático en una sola de estas categorías, por cuanto la tendencia ha sido la de constreñirlo como marginal, y ello cuando es tomado en cuenta. Y no es que la marginalidad sea ajena a este discurso; sin embargo, acaso haya que crear otra categoría que pueda dar cuenta de un discurso que tampoco es, por fortuna, homogéneo.
        Nieves Martínez de Olcoz, analista del teatro femenino latinoamericano, propone otra categoría que puede resultar más profunda y significativa, tanto para valorar la dramaturgia femenina latinoamericana de las últimas décadas del XX como para interpretar el discurso que nos ocupa: el cuerpo del dolor, en la medida en que es ésta
la imagen perdurable que acuña la escritura femenina finisecular. La violencia en la representación […] no sólo permite denunciar la malversación que el centro de una cultura ejerce sobre sus cuerpos grotescos […]. No solamente se trata de describir el ritual de exclusión de un proceso cultural mediante la violación, feminización o sodomización de un cuerpo como recurso metafórico para delatar la retórica del poder.[xvii] 
     
Griselda Gambaro

      Además de esta violencia directa o indirecta, abierta o solapada contra el cuerpo en general y femenino en particular, que tiene que ver con las formas como en la modernidad se ha intervenido y disciplinado lo corporal, este cuerpo del dolor, “siendo el cuerpo que la ley escribe, es además y fundamentalmente la posibilidad de negociar una nueva alianza, otra denominación del ‘nosotros’ que integre centro y periferia”.[xviii]En otras palabras, el teatro femenino latinoamericano finisecular, que traspasa el nuevo siglo, no únicamente es denunciante sino propositivo y -como siempre lo ha sido pero ahora quizás aún más- político, entendiendo lo político en toda su amplitud. Entre las obras emblemáticas de este período está Antígona furiosa, de Griselda Gambaro, una de las más importantes dramaturgas latinoamericanas de los últimos tiempos. Esta autora reescribe el mito de Antígona trasladándolo a su país, Argentina, en uno de los momentos críticos de su historia, el de la transición a la democracia en la primera mitad de los ochenta después de padecer una de las más sangrientas dictaduras del continente. En el momento en el que la sociedad argentina empieza a exigir justicia, Antígona es “la mujer que en el Proceso […] entierra al desaparecido […] rescata su cuerpo haciéndolo visible. Hasta aquí el mito funciona. Pero hay que corregir su final, su ineficacia o su trampa. Gambaro inventa otra muerte para Antígona”.[xix]Este cuerpo del dolor en la nueva dramaturgia femenina latinoamericana es probablemente la categoría que mejor definiría esta práctica y apuesta dramática: “Como metáfora de representación así planteada vincularía la quizá más importante producción dramatúrgica de protagonismo femenino en la historia del teatro latinoamericano”.[xx] 
         La dramaturgia femenina latinoamericana dialoga así con los movimientos feministas y la sociedad para reivindicar el lugar de lo femenino, cuestionarlo y deconstruirlo, al tiempo que critica las estructuras patriarcales, androcéntricas, masculinas, clasistas, raciales, epistémicas. En cuanto a esta última matriz no se debe olvidar que el teatro, que es conocimiento sensible como todo arte, también contribuye a la construcción del saber; pero, como lo advierte Francesca Gargallo, “las mujeres han sido sistemáticamente expulsadas de la construcción de conocimiento, porque basan sus afirmaciones sobre la realidad en cosas que están muy desvalorizadas por la epistemología tradicional”.[xxi] Esas exclusiones de la mujer de dominios masculinos como la ciencia y el arte, animan la lucha por el reconocimiento de la existencia, importancia, especificidad e investigación de una dramaturgia femenina en Latinoamérica.
        Es que en una época como la nuestra, en la cual los debates sobre género continúan ascendentemente abiertos, habría que tener presente las inquietudes que recoge uno de los personajes de El eterno femenino

SEÑORA 4. ¿No hay una tercera vía para el tercer mundo al que pertenecemos? […] La tercera vía tiene que llegar hasta el último fondo del problema. […] No basta imitar los modelos que se nos proponen y que son la respuesta a otras circunstancias que las nuestras. No basta siquiera descubrir lo que somos. ¡Hay que reinventarnos![xxii]

                               



[i]Rosario Castellanos, “El eterno femenino”, citada por Kati Röttger, “El poder de la mascarada”, en Performance, pathos, política de los sexos: teatro postcolonial de autoras latinoamericanas, Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., Madrid, Frankfurt am Main, Iberoamericana, Vervuert, 1999, p. 116.
[ii] Ibid., p. 116.
[iii] Francesca Gargallo, Ideas feministas latinoamericanas, México, DF, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2006, 2a. ed., p. 110.
[iv] Ibid., p. 86.
[v] Marcela Del Río, “Especificidad y reconocimiento del discurso dramático femenino en el teatro latinoamericano, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op. cit., p. 42.
[vi] Ibíd., p. 43.
[vii] Ibíd., p. 43.
[viii] Ibíd., p. 41.
[ix] Ibíd., p. 46.
[x] Ibíd., p. 46.
[xi] Ibíd., p. 46.
[xii] Ibíd., p. 49-50.
[xiii] Ibíd., p. 50.
[xiv] Citado por Marcela Del Río, ibíd., p. 52.
[xv] Ibíd., p. 52.
[xvi] Ibíd., p. 52.
[xvii] Nieves Martínez de Olcoz, “Escrito en el cuerpo: mujer, nación y memoria”, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op.cit., p. 61-62.
[xviii] Ibíd., p. 62.
[xix] Ibíd., p. 63.
[xx] Ibíd., p. 67.
[xxi] Francesca Gargallo, op. cit., p. 90.
[xxii] Rosario Castellanos, “El eterno femenino”, citada por Kati Röttger, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op.cit., p. 109.

sábado, 20 de julio de 2013

VENTURAS DEL NUEVO CINE COLOMBIANO

Transcurridos diez años de promulgada la Ley de Cine (ley 814 de 2003), los medios y muchos trabajadores del cine han hecho sus balances críticos sobre el devenir del cine en Colombia durante este período. Ciertamente la ley ha permitido que la producción y estreno anual de filmes colombianos, o en régimen de coproducción, deje de ser una rareza: de un promedio de cuatro películas que se estrenaban anualmente antes de promulgarse la ley, año tras año el número ha ido en aumento hasta llegar al histórico de veintitrés del año anterior; en ningún otro período se ha producido tanto cine como en éste. Pero, más allá de todo lo que haya que corregir y mejorar en una práctica que ya es vista como una industria (cultural), así sea todavía incipiente, tanto en lo concerniente a la financiación de los proyectos, los índices de publicidad, circulación y espectadores (desiguales entre las películas que se estrenan cada año y que favorecen más a las comerciales) y la formación de públicos, habría que preguntarse también si la ley ha facilitado la construcción de una cinematografía nacional o su consolidación como tal.

Como sucede cuando una forma artística aun no está arraigada en un país, se hace necesario quizás que un autor, o grupo de autores, representen lo local y lo nacional primero, en toda su amplitud, complejidad y diversidad, antes de abordar lo universal, que suele también llamarse internacional. Ocurre, sin embargo, que desde lo local o regional se llega a lo mundial -en términos de categoría cultural, no territorial- a través de ciertas obras y artistas. Aunque se haya vuelto un lugar común hacerlo, menciono el caso, en la narrativa, de García Márquez y su invención de Macondo, que, si bien tiene un referente cultural y geográfico preciso en Colombia, no se queda ahí y llega a ser nacional, continental e internacional; o el de Aurelio Arturo en una poesía que también tiene una génesis y entorno regional concreto, cuyo tratamiento, sin embargo, está hecho de elementos simbolistas y surrealistas y, en cualquier caso, le canta a un paisaje natural y humano profundo, que así como está en los andes sureños colombianos puede estar en muchos lugares de la tierra. Y desde las artes plásticas cómo no citar la obra de Beatriz González en esa aventura de narrar lo local: la misma artista se definía en cierta ocasión como una pintora de provincia, a pesar de las resonancias internacionales de su trabajo, de sus constantes alegorías y referencias al arte plástico europeo. En cuanto al cine, la pregunta es si el colombiano -pese a que algunos consideren una falacia hablar de un cine nacional o continental- está narrando diversamente lo que es el país y, en esa medida, encontrando desde ahí lo universal de sus relatos y arquetipos.

Marciano Martínez en Los viajes del viento

Se me dirá que el cine en Colombia viene haciendo eso desde, por ejemplo, Bajo el cielo antioqueño, película de los años veinte. O que la problemática de nuestras violencias se ha tratado hasta la saciedad, y que eso entronca con lo humano de las guerras y conflictos bélicos de todas partes. No obstante, pienso que  es justamente en estos diez últimos años que hemos visto emerger una Colombia profunda en el cine, que es posiblemente la que más cerca está, pese a su marginalidad, del relato nacional que se universaliza e internacionaliza. La sombra del caminante (2004), ópera prima de Ciro Guerra, es la película que, en mi opinión, inicia otro modo de representar nuestra tragedia nacional. El espectador no ve guerrilleros, ni soldados, ni paramilitares, ni combates y masacres: sólo el encuentro casual entre la víctima y el victimario, y a partir de ahí un relato íntimo, dramáticamente poético -y perdón si acaso soy redundante- de dos seres que sobreviven en la ciudad capital, que intentan rehacer sus vidas y olvidar sus pasados, que rozan la amistad, aunque uno de ellos finalmente sucumba y no precisamente por venganza. Esos rostros del conflicto, abordados de esa manera, no se habían visto en el cine colombiano. En el siguiente largometraje de Ciro Guerra, Los viajes del viento (2009), un acordeonero recorre la región del Cesar, atravesando otros departamentos costeños hasta llegar a la Guajira para devolverle a su maestro el acordeón; un periplo musical, regional, territorial (una road movie pero a lomo de burro) e incluso ancestral, en el cual su protagonista se bate a duelo con otros acordeoneros y juglares vallenatos y conoce a un muchacho que quiere seguir sus pasos. A pesar de la temática y la música, el ritmo de narración es más europeo que latino: su lentitud contrasta con los personajes y el vibrante y cálido entorno natural.

Víctor Gaviria había explorado la mirada naturalista de los conflictos, inventando una suerte de neorrealismo colombiano a partir de hechos sociales concretos (sicariato, delincuencia, drogadicción, permeabilidad social del negocio de las drogas ilegales) que giran en torno al narcotráfico en Medellín, a través de un intenso tríptico. Justamente en la película que cierra su ciclo, Sumas y restas (2005) llega al estamento social más mediáticamente visible, el de los narcos, siempre con actores naturales y una crudeza narrativa que ha despertado adhesiones así como rechazos. Sin embargo, Gaviria no le apuesta a representar al gran capo: escoge un pequeño narco, de extracción popular, y otro principiante en el negocio, de una clase media alta, para construir un relato en el que finalmente todos pierden. Como en sus anteriores filmes.




Cerca de Medellín, en un pueblo antioqueño de la sierra, Carlos César Arbeláez narra otra historia de la guerra interna, desde la mirada de un grupo de niños cuya pelota de fútbol cae en un campo minado: Los colores de la montaña (2011). Sin caer en el recurso anticipable de representar lo evidente -la violencia gráfica y los actores del conflicto-, la película opta por otros personajes y situaciones -los niños de la escuela, su maestra, la cotidianidad de un pueblo-, que desde el pequeño relato -en el sentido de no caer en lo pretencioso- muestra cómo las vidas de los habitantes de ese poblado empiezan a cambiar dramáticamente a medida que la guerra avanza hasta ellos. Otro significativo aporte al planteamiento de otros modos de construir los relatos locales, son El vuelco del cangrejo (2010), de Oscar Ruiz Navia, y La Sirga (2012), de William Vega, realizadas en dos zonas geográficas y humanas radicalmente distintas, el pacífico y la cordillera.  En la primera, un extraño llega a un paraje marino con el propósito de hallar un pequeño bote que lo saque del país hacia un incierto o desconocido destino: la narración abierta que plantea el relato permite al espectador imaginar variadas conjeturas sobre la naturaleza, condición y propósitos del enigmático personaje. La Sirga es una película cuyo ritmo tiene la lentitud y cierto mutismo de la zona andina donde fue filmada. En ella resultan más evidentes las marcas del conflicto armado en sus personajes, aunque no se muestren ataques guerrilleros y escenas similares. Sin embargo, su presencia se siente como un inquietante telón de fondo, como un arsenal a punto de estallar. 

                   
Escena de Los colores de la montaña

Por otra parte están las películas que recurren al tema del mundo de la mafia, tan recurrente en nuestro cine y en el de otras cinematografías, pero más como un pretexto para contar historias que exploran el lado oscuro de la condición humana. Una de ellas es Perro come perro (2008), de Carlos Moreno, en la que el crimen organizado está ligado a otras prácticas como la brujería. De todas formas, conflicto armado, crimen organizado, delincuencia común y corrupción han sido motivos constantes que gradualmente han ido encontrando otras miradas y abordajes. Pero hay directores que claramente optan por otro tipo de temáticas. Es el caso de Harold Trompetero, que hábilmente se pasea por la comedia (Dios los cría y ellos se separan) y el drama (Violeta de mil colores, Riverside), capturando historias frescas, coloquiales y populares o de colombianos solitarios y marginales en una ciudad como Nueva York.

En cuanto a los géneros con menor distribución y exhibición, me parece justo destacar el  papel que ha jugado el documental en estos diez años, con títulos como Un tigre de papel (2007), el magnífico falso documental de Luis Ospina, que irónicamente construye un collage del devenir ideológico nacional e internacional -no por azar lo inicia con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán- durante la segunda mitad del siglo veinte (concretamente un período que va de 1948 a 1981), definido, como se sabe, por la violencia y la subversión internas y la Guerra Fría externa, y a través de un personaje de ficción que representa cierto izquierdismo ambivalente, contradictorio y derrotista que tanto marcó las vidas de miles de colombianos y latinoamericanos. Ospina, que esporádicamente ha dirigido obras de ficción, es de los directores que más ha contribuido al afianzamiento de este género en el país, ensayando siempre otras miradas de los relatos y los personajes.  Por otro lado, la animación también ha tenido un notable desarrollo pese a su escasa difusión.

Se puede afirmar, entonces, que el mayor apoyo estatal y privado al cine en Colombia en los últimos diez años no solamente ha elevado el número de estrenos de largos y corto metrajes y del público que ahora ve cine parcial o netamente colombiano (en su producción, claro está); también ha permitido que se busquen otras formas de narrar desde la ficción o la no ficción, y encontrar paulatinamente otros caminos e identidades que miren y muestren la complejidad y diversidad de un país como éste, en muchos casos con el carácter inquietante y expandido de la obra abierta que habrá de interrogar profusamente al espectador y perdurar en su memoria.  

martes, 9 de julio de 2013

EL DÍA QUE MARÍA MERCEDES CARRANZA SE DIJO ADIÓS



Esas cosas de horror, música y alma
han cifrado mis días y mis sueños.

María Mercedes Carranza


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      Después de terminar su jornada del jueves 10 de julio de 2003 en la Casa de Poesía Silva, la poeta bogotana María Mercedes Carranza (1945-2003) fue a su apartamento, llamó a Melibea, su única hija, quedó con ella para desayunar al día siguiente, le escribió una carta de despedida, se recostó, tomó un coctel de píldoras antidepresivas y whisky… y esperó. Así decidió concluir su vida una de las poetas colombianas más importantes del siglo veinte, no sólo por su obra poética -que no será acaso la más innovadora entre aquellas- sino además por su labor integral como humanista, que la llevó a dirigir la Casa de Poesía Silva, a ser una de las mayores divulgadoras y gestoras de las prácticas poéticas en Colombia desde un espacio dedicado exclusivamente a su promoción, a ser una destacada periodista cultural, a apoyar activamente al asesinado dirigente liberal Luis Carlos Galán como candidato a la presidencia de la república, a ser miembro de la Asamblea Nacional Constituyente que le dio al país una nueva constitución en 1991, a levantar su voz contra las infamias de este país, una de las cuales ella misma estaba sufriendo al estar su hermano Ramiro secuestrado por las Farc. En fin.    
       
   Conocí a María Mercedes Carranza hace muchos años en Pasto, cuando vino a un conversatorio con un poeta ecuatoriano en el Centro Cultural Leopoldo López Álvarez del Banco de la República. Lo que recuerdo era su rictus y actitud afable, su constante sonrisa, su piel clara y su sencillez. Al menos esas fueron mis impresiones. Nunca olvidé ese encuentro. Fue un viernes. Otro viernes, el 11 de julio de 2003, leí con perplejidad el artículo de Daniel Samper Pizano en el que comentaba su muerte acaecida la noche anterior, o a la madrugada, qué más da, y decía, entre otras cosas, que “ejerció así una de las pocas libertades que nos van quedando a los colombianos, que es la de escoger morir antes de que tomen la decisión por uno”.[1]

    Hija del poeta piedracelista (del grupo Piedra y Cielo) Eduardo Carranza, María Mercedes, que había estudiado filosofía y letras en la Universidad de los Andes, se dedicó también al periodismo escrito en separatas culturales de algunos diarios (El Siglo y El Pueblo) y fue jefe de redacción, durante trece años, del semanario Nueva Frontera, fundado por el ex presidente Lleras Restrepo, y crítica literaria en la revista Semana. Su obra poética está recogida en los libros Vainas y otros poemas (1972), Tengo miedo (1983), Hola, soledad (1987), Maneras del desamor (1993) y El canto de las moscas (1998). Fue antologista de obras que recogían un poco el devenir poético en el país y de autores como el propio Silva o su padre, Eduardo Carranza. Asimismo escribió una antología de jóvenes cuentistas colombianos.    

      La Casa de Poesía Silva, instituida en lo que fuera la residencia de José Asunción Silva, uno de los poetas imprescindibles del modernismo latinoamericano, fue inaugurada por el entonces presidente de Colombia Belisario Betancur en mayo de 1986, no solamente para honrar la memoria del insigne poeta bogotano, sino también para promover y difundir el ejercicio poético en el país, que es una manera de robustecer el legado de Silva y otras tantas figuras de la poesía colombiana. Desde entonces y hasta su muerte, María Mercedes Carranza fue su directora. Hace 117 años Silva se quitó la vida, justo en el despacho contiguo a la oficina que ocupaba Carranza. “José Asunción Silva murió agobiado por la vida. María Mercedes ha terminado por imitarlo agobiada por la muerte”,[2] escribió Samper Pizano. Sí, la muerte de la que ella misma hablaba como sino de su nacimiento: “Soy hija de Benito Mussolini / y de alguna actriz de los años 40 / que cantaba la ‘Giovinezza’. / Hiroshima encendió el cielo / el día de mi nacimiento y a mi cuna / llegaron, Hados implacables, / un hombre con muchas páginas acariciadas / donde yacían versos de amor y de muerte”.[3]

      María Mercedes Carranza estuvo casada con el periodista y escritor Fernando Garavito, con quien tuvo a su hija Melibea, y de quien se separó. Parecía tener claro que esa extraña fuerza llamada enamoramiento suele acabar como tantas cosas cotidianas: “Cualquier tarde que ya nunca olvidarás / el que desbarató tu casa y habitó tus cosas / saldrá por la puerta sin decir adiós. / Deberás comenzar a hacer de nuevo la casa, / reacomodar los muebles, limpiar las paredes, / cambiar las cerraduras, romper retratos, / barrerlo todo y seguir viviendo”.[4] Cuando hace un balance de lo que fue una pasión amorosa, sabe con amargura que la línea que separa a Eros de Tánatos es muy delgada, como lo analizara Bataille. En el poema Balance final, dice:

Sobre la cama de sábanas destendidas
un segundo del tiempo que les fue dado
se encontraron más allá de la piel.
Por un instante el mundo fue exacto y bondadoso
y la vida algo más que una historia desolada.
Luego y antes y ahora y para siempre
todo fue un juego de espejos enemigos:
sólo hubo rechazos, cuerpos solitarios,
mal aliento, ilusiones no compartidas,
cartas banales, gestos rutinarios
y un paciente velar el cadáver de aquel instante[5]


    Ser hija de una prominente figura de la poesía colombiana, haber tomado las armas poéticas para enfrentar el mundo y una Colombia desangrada, estar al frente de una institución de prestigio como la Casa de Poesía Silva, ser, en suma, una personalidad ineludible de las letras y la cultura en el país, o bien no resultaba esclarecedor ni suficientemente alentador para Carranza o, por el contrario, era un pesado fardo de atributos inútiles como para escribir, desconsoladora e irónicamente en su poema El oficio de vivir, cosas que también parecen corresponder a una manera de sentir su condición femenina:

He aquí que llego a la vejez
y nadie ni nada
me ha podido decir
para qué sirvo.
Sume usted
oficios, vocaciones, misiones y predestinaciones:
la cosa no es conmigo.
...
Ensayo profesiones
que van desde cocinera, madre y poeta
hasta contabilista de estrellas.
De repente quisiera ser cebolla
para olvidar obligaciones
o árbol, para cumplir con todas ellas.
...
Sirvo para oficios desuetos:
Espíritu Santo, dama de compañía, Estatua
de la Libertad, Archipreste de Hita.
No sirvo para nada.[6]


     Sobre el suicidio de María Mercedes Carranza se ha dicho que fue el desenlace de una serie de pesares que se juntaron en su vida: el dolor de país (“este país nos está matando”, repetía), el asesinato de su amigo Luis Carlos Galán, la muerte de dos grandes amigas… Sin embargo, el detonante parece haber sido el secuestro de su hermano Ramiro en septiembre de 2001. Ramiro Carranza era director de extranjería en el momento de su plagio y, según se supo años después del fallecimiento de su hermana, murió en cautiverio a comienzos de 2003.

      Amor y muerte, con todas sus variantes, son quizás los dos temas fundamentales de la poesía de todos los tiempos. Sintiéndose atraída (o arrastrada) hacia la muerte por voluntad propia, la poeta Carranza no evita su fascinación por Dylan Thomas, el poeta galés que decidió morirse bebiendo, uno tras otro, quince vasos de whisky. Más allá de la admiración que le depara su obra poética, este último acto de Thomas merece todo su respeto y tiene para ella toda la fuerza poética como para ponerle punto final a una vida y obra que eran una sola:

Se dice: "no quiero salvarme"
y sus palabras tienen la insolencia
del que decide que todo está perdido.
Como guiado por una certeza deslumbrante
camina sin eludir su abismo;
de nada le sirven ya los engaños
para sobrevivir una o dos mañana más
[...]
En la oscuridad apretada de su corazón
allí donde todo llega ya sin piel, voz, ni fecha
decide jugar a ser su propio héroe:
nada tocará sus pasiones y sus sueños;
no envejecerá entre cuatro paredes
dócil a las prohibiciones y a los ritos.
Ni el poder ni el dinero ni la gloria
merecen un instante de la inocencia que lo consume;
no cortará la cuerda que lleva atada al cuello.
Le bastó la dosis exacta de alcohol
para morir como mueren los grandes:
por un sueño que sólo ellos se atreven a soñar.[7]

      Pero hay un poema, escrito por su padre, que de seguro siempre habrá acompañado las angustias y soledades de María Mercedes Carranza, y habrá sido uno de los que más amaba de su progenitor, y que, probablemente, leyó en sus horas finales, pues se encontraba cerca de su lecho. Es Epístola mortal, algunos de cuyos versos dicen: “Todo cae, se esfuma, se despide / y yo mismo me estoy diciendo adiós / y me vuelvo a mirar, me dejo solo, / abandonado en este cementerio. /Allá mi corazón está enterrado / como una hazaña luminosa y pura”.[8]

      

  




[1] Daniel Samper Pizano, La despedida de María Mercedes Carranza, en http://www.casadepoesiasilva.com /despedidasamper.htm.
[2] Ibíd.
[3] María Mercedes Carranza, Poema de los hados, en http://www.casadepoesiasilva.com/poemasmmc.htm
[4] María Mercedes Carranza, “Oda al amor”, Carmiña Navia Velasco, “María Mercedes Carranza, su lucidez pesimista”, en Poligramas 22, junio, 2005, p. 17.
[5] María Mercedes Carranza, ibíd., p. 15-16.
[6] Ibíd., p. 14.
[7]María Mercedes Carranza, Una rosa para Dylan Thomas, en 
[8]Eduardo Carranza, Epístola mortal, en 

jueves, 4 de julio de 2013

EN BUSCA DE LA GRAN COLOMBIANA


   En mi opinión, lo interesante de la tan comentada y mediática elección que convocó el canal History Channel en torno a lo que orwellianamente[1] denominó El Gran Colombiano, fue el debate mediático y académico, y simultáneamente coloquial y social, de cafetería, tertulia y reuniones amistosas que generó a partir de la votación y de los tres debates televisados que se realizaron en Barranquilla, Medellín y Bogotá, que no fueron tan seguidos por la teleaudiencia como la votación en sí misma. Se discutió tanto sobre las ausencias como de los veinticinco personajes que aparecían en la lista final de los más votados; se dijo que hacían falta educadores, más científicos, otros artistas distintos a Botero y Obregón, otros escritores aparte de Gabo y Mutis, otros poetas y hasta personajes de ficción como Rodrigo D (o para mi gusto Biófilo Panclasta o la Negra Nieves); inclusive, una figura a la que se llamara el colombiano desconocido, es decir, el buen ciudadano anónimo que no busca ningún tipo de figuración pública pero cumple cabalmente con sus deberes y hace valer sus derechos, en un país en el que ambas cosas suelen ser vulneradas. Y una mayor presencia femenina, que es el tema de este artículo.


María Cano


   Sobre la votación como tal lo que quisiera subrayar es que, si bien en el listado figuraban los tres padres fundadores de la nación colombiana -Nariño, Bolívar y Santander-, entre los cinco personajes finalistas a duras penas alcanzó a quedar Nariño en una quinta posición; y de Bolívar mucha gente señalaba como desventaja que no naciera en suelo colombiano: como si se pudiera hablar de Colombia antes de 1819, como si Caracas no fuera una de las provincias de la Nueva Granada hasta la Independencia y aun un tiempo después de conformada la Gran Colombia, como si Bolívar no fuese, en definitiva, uno de los próceres que fundó la República de Colombia. Y digo esto porque de no ser por estos tres señores los colombianos no existiríamos como estado nacional, ni por supuesto como república. Y de ser así no habría ninguna búsqueda del Gran Colombiano. Pero, así como tenemos unos padres fundadores creo que deberíamos buscar a las madres fundadoras, de quienes no se habla, a no ser por alguna telenovela histórica.

    Ciertamente, en la lista figuraban poquísimas mujeres: dos deportistas, una cantante y una heroína y mártir independentista del XIX (Policarpa Salavarrieta, La Pola), de quien se realizó una serie televisiva tres años atrás. Esa abundancia de ausencias femeninas -esperable si nos atenemos a la tradición patriarcal, misógina y machista de nuestra sociedad- es lo que me lleva a sugerir que se debata ahora explícitamente sobre la mujer colombiana en estos doscientos años de vida republicana (iba a escribir independiente). Que busquemos a las veinticinco colombianas más influyentes. Y desde ya propongo algunos nombres:

- Josefina Obando, desconocida pero brillante heroína republicana, nacida en Ipiales; partidaria de Bolívar, defendió la causa libertadora en el último bastión realista del país, lo que le costó la vida a los 18 años (fue torturada y asesinada por orden del jefe realista Agustín Agualongo). Es otro símbolo del no bien reconocido papel de las mujeres en la guerra de independencia.   

- Soledad Acosta de Samper, escritora, educadora, periodista e historiadora de quien este año se celebró el centenario de su muerte. Hija del presidente Joaquín Acosta, fue una precursora de los derechos de las mujeres en una época en que la mujer no existía aun como sujetos social.

- María Cano, líder obrera y política de la primera mitad del XX. Defensora de los derechos de la clase trabajadora colombiana y de los derechos de la mujer.

- Débora Arango, artista plástica que vivió con lucidez todo el siglo XX (nació en 1907 y murió en 2005). Artista y mujer independiente, su obra tiene una gran fuerza expresiva, femenina, visceral. Enfrentó a través de su obra a la pacata sociedad medellinense de la primera mitad del XX. Su obra es también un testimonio del autoritarismo, la doble moral, la beatería y la misoginia de la sociedad colombiana.

- Gloria Triana, antropóloga, documentalista. Su serie Yuruparí fue un hito, ya olvidado, del audiovisual antropológico colombiano que permitió un acercamiento a las fiestas, tradiciones e identidades de todo el país, que no se había hecho antes.


Beatriz González 


- Beatriz González, artista plástica, probablemente la más importante de la plástica contemporánea en Colombia. Su obra es un diálogo crítico y tremendamente irónico con un pasado y un presente hegemónicos, con los regímenes de visión del arte y la política, con la cultura popular y con una sociedad excluyente, ambigua, caricaturesca, violenta y androcéntrica. Es también historiadora y crítica de arte.

- Leonor González Mina, conocida como “La Negra Grande de Colombia”, una de las más destacadas folcloristas que ha tenido el país y de las primeras en divulgar el folclor del pacífico colombiano, especialmente, en Colombia y el mundo.

- Totó la Momposina, otra importante folclorista. Compositora, cantante e instrumentista, ha investigado las raíces de ritmos de la costa norte del país, como la cumbia, realizando una cuidadosa labor de campo, producción y difusión que ha sido reconocida en el exterior. De ahí que haya grabado una parte importante de sus trabajos en Europa.

- Piedad Córdoba, política afrodescendiente, socialmente comprometida, polémica, defensora y militante de causas sociales, de los derechos de minorías étnicas como la suya. Su militancia política y social, su opción por una salida negociada al conflicto armado, le ha granjeado todo tipo de problemas.

- María Emma Mejía, gestora cultural, política, ex ministra, diplomática, muy buena administradora y con perfil de estadista. Después de aspirar fallidamente a la vicepresidencia de la república y a la alcaldía de Bogotá, ha manejado un bajo perfil, aun cuando se ha desempeñado como Secretaria General de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Sería una excelente opción como aspirante a la presidencia de Colombia.

    Esto es apenas el comienzo de una posible lista, porque sé que siempre quedará incompleta y será parcial. Se agradecen las sugerencias y otros nombres.




[1] Por George Orwell, el escritor inglés que escribiera la influyente y visionaria novela 1984, en la que describe y narra una sociedad totalitaria gobernada por “El Gran Hermano”.