sábado, 19 de octubre de 2013

ROBERTO BOLAÑO, UNA VIDA LITERARIA (II)

Bolaño en Guayaquil, durante su viaje por Suramérica


Primero, el viaje a Chile. Roberto Bolaño tenía intenciones de quedarse a vivir en Chile cuando emprendió en 1973 lo que yo llamo el periplo del Che al revés (de México hasta el cono sur), aunque finalmente también realizaría el viaje de sur a norte para continuar con su vida en México por obvias razones: el golpe de estado de Pinochet y la instauración de su régimen del terror, la detención de que fue objeto el propio Bolaño cuando viajaba de Santiago a Concepción, lo cercana que sintió la muerte aquella vez. Entonces, para el futuro poeta cofundador del infrarrealismo, resultaba una necesidad de supervivencia decirle adiós a Chile y regresar al caótico pero vital DF mexicano. Volvería a su país una sola vez, veinticinco años después.

Segundo, el mito Bolaño. Desde la prematura muerte de Roberto Bolaño el 14 de julio de 2003, y aun antes de su deceso, empezó a construirse lo que en el mundo literario se dio en llamar el mito Bolaño. En 1998 un escritor chileno radicado en España sale definitivamente del anonimato tras ganar el Premio Herralde de novela, el que entrega la editorial española Anagrama, y el Premio Rómulo Gallegos, el más importante de la narrativa en Latinoamérica, con Los detectives salvajes, considerada hoy por la crítica especializada como una de las novelas imprescindibles de la literatura hispanoamericana del siglo veinte: una novela mítica como Pedro Páramo, Rayuela o Cien años de soledad. Desde entonces Bolaño empieza a ser traducido a muchas lenguas, a volverse un fenómeno editorial, de fieles lectores (especialmente jóvenes), de ríos de tinta y resonancia en los medios en torno a la obra y vida de un escritor que no se veía desde los años del boom latinoamericano. Bolaño no para de escribir hasta su muerte, lo hace compulsivamente, y sus libros anteriores y posteriores a Los detectives salvajes empiezan a leerse vorazmente. Y todo lo que logró escribir se vuelve hoy materia de publicación, crítica, lectura y estudio. Y su propia vida resulta tan atrayente como su obra porque está volcada en ésta. Porque los límites entre lo real y lo ficcional son tenuemente magistrales. Porque Roberto hizo de su vida literatura, la principal materia de sus invenciones. Su muerte, acaecida en la plenitud de su creatividad, cuando aun no finalizaba la escritura de su impresionante novela 2666, a pocos años de haberse convertido en una celebridad literaria mundial, que él no se tomaba para nada en serio, no le puso punto final a una obra que ha seguido diseminándose en publicaciones póstumas.

Tercero, la enfermedad. A comienzos de los noventa Bolaño supo que padecía una enfermedad hepática que con el correr de los años se volvió crónica y, finalmente, provocó su muerte. Un trasplante de hígado pudo salvarle la vida, pero ello no fue posible durante los días que estuvo hospitalizado porque la solicitud de un donante ya se hizo tardíamente. Bolaño escribió un ensayo titulado Literatura+ Enfermedad=Enfermedad, dedicado al médico que lo venía tratando desde 1993, y que fue incluido en uno de sus libros póstumos, El gaucho insufrible. Es probable que Bolaño se cansara de ingerir tantos medicamentos y descuidara su estado de salud en sus últimos años, abocado como estaba a escribir y leer con absoluta entrega. Uno de los personajes de Los detectives salvajes, un periodista argentino residente en París que conoce a Arturo Belano (el alter ego de Bolaño) en África, habla de las enfermedades que éste padecía (colédoco esclerosado, colon ulcerado…), de las dificultades para conseguir sus medicamentos en aquellos países africanos durante sus largas estadías como corresponsal de guerra, de cómo, por solicitud del propio Belano, le mandaba los medicamentos que le hicieran falta desde París. En fin. Bolaño sabía que la enfermedad podía llevarlo a la tumba. Y vivió con esa certidumbre, escribiendo tanto y de tal modo por lo menos durante sus últimos diez años como nunca antes lo había hecho. Pero no es que Bolaño se estuviera sacrificando así por sus lectores (los que tenía y los del futuro). En cambio, lo que sí me parece es que había en él una voluntad, necesidad y urgencia inquebrantables de escritura. Que es una forma de vivir hasta el último aliento.

Imagen: 
https://www.uam.es/personal_pdi/stmaria/jmurillo/Roberto.Bolano/Enlaces.html

Cuarto, el humor. Personalmente me fascina y me divierte, por supuesto, el humor que maneja Bolaño. En sus obras, en las pocas entrevistas que dio, en ciertas anécdotas de su vida. Un humor cínico (me refiero más al cinismo filosófico) e irónico. Un humor inteligente y creativo. Pienso en lo que hermana a Bolaño con los Hermanos Marx, Woody Allen, Fontanarrosa y Les Luthiers. Por ejemplo en lo que va de los compositores inventados por estos últimos, sobre todo su Johann Sebastian Mastropiero, a quien le atribuyen prácticamente la mitad de sus obras, a los escritores de La literatura nazi en América, Los detectives salvajes o el argentino  de El último viaje de Álvaro Rousselot. O, en suma, a Arturo Belano. Artistas de la calle o de escuela, como Mastropiero, que a menudo fracasan y además no les preocupa hacerlo, o que vuelcan su fracaso en placer y celebración. Ignoro si Bolaño escuchaba a Les Luthiers, pero de alguna manera lo que estos han hecho en la música y la escena Bolaño lo hizo en su literatura. Representar un tipo particular de antihéroes con un imaginativo y caricaturesco sentido del humor. Influencia o coincidencia.

Quinto, vida + literatura = una literatura vivida. Para Bolaño era imprescindible leer siempre, acaso por encima de escribir. Eso le permitía vivir, sentirse vivo. Podía faltar todo, menos los libros. Vivir, leer y escribir han de ser actividades, y actitudes, paralelas. Vivir para leer y escribir. Cuando se lee a Bolaño se descubre a alguien que vivió intensamente, que amaba la vida, que supo hacer de su vida una perpetua obra de arte. Que amaba los juegos (era un aficionado a los juegos de estrategia, por ejemplo) y los laberintos, que sabía que la literatura, como todo arte, tiene que ser un juego. Que no temía perderse en los laberintos que inventaba o en los cotidianos y mundanos. Pero atención: Bolaño reconocía la delgada línea que separa al escritor del canalla en que frecuentemente se puede tornar o al canalla que se puede ocultar en la figura del literato. Porque a pesar de todas las cosas nobles y altruistas que se adjudican a los escritores, y a los artistas en general, el oficio está lleno de canallas. Bolaño se cuidaba de no ser uno de ellos habida cuenta de lo fácil que es envilecerse, caer en el autoelogio constante, en la nula autocrítica, en la mitomanía personal, en la vanidad, en las emociones dañinas. Y eso no tiene que ver con el mucho, mediano o escaso talento que pueda tener un escritor. Un vivir literario no es vivir a costa de la literatura, a cualquier precio. Bolaño supo ser humilde y no tomarse en serio lo de la fama y el éxito. 

Junto a su esposa Carolina López

Y sexto, la posteridad. Bolaño escribió tal vez la última obra maestra de la literatura latinoamericana y mundial del siglo veinte, que a lo mejor es también la última del segundo milenio: Los detectives salvajes. Una fascinante, ambiciosa, postmoderna y tragicómica saga que pone a unos poetas anarquistas a hablar de poesía, a buscarla y a vivirla. Un retorno a la novela total, en la que todo puede caber, y un adiós a la novela decimonónica que él mismo Bolaño decía que ya estaba acabada aunque seguiría escribiéndose por mucho tiempo más. Tal vez esto explique que los lectores jóvenes gusten más de la literatura de Bolaño que de, por ejemplo, la de Víctor Hugo. Que se identifiquen más con un Arturo Belano que con un Jean Valjean. Y sin lugar a dudas Bolaño escribió la primera obra maestra del siglo veintiuno y del nuevo milenio, 2666, que él quería que se publicara por volúmenes en vista de la enorme extensión que estaba alcanzando (la novela sobrepasa las mil páginas) y de la posibilidad de morir antes de terminarla. Pero se publicó en un solo volumen. Una obra en la que se fue su vida, cuya lectura siempre nos deparará, entre muchas otras cosas, la incógnita de cómo la habría concluido. O en la que cada cual tendrá que inventarse su propio y provisional final. 

viernes, 11 de octubre de 2013

ROBERTO BOLAÑO, UNA VIDA LITERARIA

Cuando la correspondencia, simbiosis o imbricación entre la vida y la obra de un autor es férrea, ambas se vuelven indisociables: no se podría concebir ni entender la una sin la otra; la existencia individual termina siendo una obra de arte y lo que esa existencia inventa es una deliberada extensión constante y estética de un cuerpo en movimiento. Es lo que sostiene, por ejemplo, el filósofo francés Michel Onfray al hablar de lo que es una vida filosófica y citar los nombres de pensadores como Epicuro, Diógenes, Montaigne, Nietzsche, Foucault o Camus. Lo mismo se puede aplicar a determinados literatos de todos los tiempos, y por supuesto a distintos tipos de creadores. Cómo no podría haber sido una vida literaria la de Cervantes que padeció la prisión, la guerra, las deudas, la enfermedad, que aun en prisión escribía, que hasta el final de sus días lo hizo; o la de Baudelaire y sus dolorosas vicisitudes y enfermedades y su poesía desgarradora; o la de Rimbaud, que a los 20 años ya había escrito toda su obra poética; o la de César Vallejo, que empieza a escribir su vanguardista poemario Trilce en una cárcel peruana. Y esto sólo por mencionar unos pocos casos. 

El escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003) es otro de esos escritores cuya vida misma fue apasionadamente literaria. Justamente a sus 15 años Bolaño ya vivía con su familia en la ciudad que sería escenario de algunas de sus novelas: México DF. Allí vivió de cerca el movimiento estudiantil de 1968 que fue aplastado tras la masacre de centenares de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, días después de que el ejército ingresara ilegalmente en la UNAM, asunto que evocará en su novela Amuleto. El DF aparece delineado, recorrido y vivido, como el Dublín de Joyce, en Los detectives salvajes, su novela más conocida, con sus jóvenes poetas de cafetín y juergas interminables que querían innovar la poesía mexicana, y también con sus figuras canónicas, como la de Octavio Paz. Bolaño quería ser poeta y a ese propósito vital dedicó sus lecturas, sus esfuerzos y sus vivencias febriles de aquellos años. No concluyó su bachillerato. Leía, siempre leía, y escribía. Bolaño fue siempre un lector que escribía y no un escritor que leía, como clasifica a los escritores Rodrigo Fresán, escritor y periodista, amigo personal de Bolaño en sus años españoles, más concretamente catalanes.

Roberto Bolaño en sus años mexicanos
Imagen:

En 1973 Bolaño emprende un viaje mayormente por carretera desde México hasta Chile. Tenía la intención de quedarse en su país, al menos por un tiempo. A poco de estar en Santiago estalla el golpe de estado y algunos meses después es detenido, finalmente liberado y por obvias razones decide irse y se instala nuevamente en el DF. Es en esos años en que Cuba, el boom literario y la brutal caída del gobierno izquierdista de Allende habían puesto a Latinoamérica de moda en el mundo, que conoce al poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro (nombre artístico de José Alfredo Zendejas Pineda) que llegó a ser su mejor amigo. En 1975 fundan un movimiento poético marginal al que llamaron, precisamente, infrarrealismo. Eran irremediablemente contestatarios, estaban en contra de los poetas nacionales, como tantos jóvenes airados con ínfulas de poetas lo estaban en otros países latinoamericanos. Esa experiencia fundamental, en la que se vivía, leía y escribía con frenesí, en la que ambos se empeñaron en escribir y vivir poéticamente, quedó plasmada en Los detectives salvajes. Arturo Belano y Ulises Lima son, respectivamente, Bolaño y Santiago, los dos poetas que lideran el realismo visceral, el capítulo surrealista de la poesía mexicana o en todo caso el más radical, que se van lanza en ristre contra el panteón de la poesía mexicana, empezando por Paz, que buscan obsesivamente a Cesárea Tinajero, la supuesta precursora del realismo visceral, y en su camino frecuentan y conocen toda suerte de poetastros y otros individuos extraños que aparecen y desparecen en sus vidas: lúcidos, desquiciados, eruditos, ambiguos, risibles, a la deriva y otros que no pertenecen a ese delirante mundo intelectual pero entran en contacto con él.

La novela está escrita como una sucesión de diarios y testimonios de decenas de personajes que en su mayoría conocieron a Belano y Lima o supieron de ellos por otras fuentes. Un jovencísimo poeta, o aspirante a serlo, abre este relato descomunal que se inicia en 1975: García Madero, que acompañará a sus dos jefes poéticos en la búsqueda del fantasma de Cesárea Tinajero por el desierto de Sonora. La primera parte está contada desde su punto de vista. La segunda tiene numerosísimas voces y una que es constante, la de Amadeo Salvatierra, único personaje en esta parte que dice haber conocido a Cesárea y, por tanto, principal fuente para la búsqueda posterior. Paralelamente a la larga y bohemia conversación que Belano y Lima sostienen con él, los demás personajes evocarán a los dos fundadores del realismo visceral en su ausencia, pues ambos se han marchado a Europa, cada uno por su lado. Y eso fue, en efecto, lo que Bolaño y Santiago hicieron en vida (Santiago murió cinco años antes que Bolaño), abandonando a su suerte a los militantes de la aventura poética que fue el infrarrealismo, más poesía vivida que escrita dada la discontinuidad y brevedad del movimiento, aunque Santiago siempre estuvo dedicado al ejercicio poético y dejó mucha poesía escrita, bien sea maravillosa o pésima, según el escritor mexicano Juan Villoro.

Bolaño (arriba, cuarto de izq. a der.), acompañado de algunos amigos infrarrealistas

Los infrarrealistas  me recuerdan un poco a los miembros de la Generación Beat, como Neal Cassady, el gran amigo de Jack Kerouac cuya vida resultaba tan literariamente atractiva que fue personaje de dos de sus novelas y de las de otros autores, entre ellos Charles Bukowski, el maldito de la literatura estadounidense. Cassady estuvo tan ligado a las vidas de los escritores Beat, particularmente a las de Kerouac y Ginsberg, que fue considerado un miembro más de ese movimiento literario y contracultural estadounidense.

Bolaño no podía dejar de escribir una voluminosa novela (más de 600 páginas) sobre su poética vida infrarrealista, sobre ese viaje anárquicamente vitalista por tantas vidas y lugares que él y Santiago recorrieron. Incluso extrajo la narración de Auxilio Lacouture, una de las tantas voces que pueblan su relato, para desarrollarla como otra novela, Amuleto, en la que aquella se presenta como la madre de todos los jóvenes poetas mexicanos. Como dijera antes, Bolaño empezó escribiendo poesía y siempre quiso ser un poeta y en vida publicó algunos libros de poesía. Sin embargo, es por su narrativa que logró alcanzar un reconocimiento internacional de tal magnitud que ni él mismo se hubiera podido imaginar, comparable al de los escritores del boom latinoamericano. En sus propias palabras, sólo pretendía ser un escritor sudamericano más o menos decente que amaba Blanes, la ciudad catalana en la que vivió la mayor parte de su vida en España.

Bolaño en sus años españoles


Bolaño hizo del ejercicio literario la gran temática de su narrativa: literatura dentro de la literatura. Escritores fracasados y alucinados, como los de La literatura nazi en América, esa pléyade de hilarantes y patéticas biografías de escritores esquizoides y malogrados que Bolaño se inventa para divagar, recrear y reflexionar sobre el hecho literario, al cual consagró cabalmente toda su vida, aun a costa de su salud. Poco antes de morir, en julio de 2003, Bolaño entregó a su amigo y editor Jorge Herralde el manuscrito de un libro de cuentos, El gaucho insufrible, en el cual figura uno de los mejores que haya leído y disfrutado en toda mi vida, y que trata, justamente, del oficio literario: El viaje de Álvaro Rousselot. Éste es un escritor argentino de poca monta que ha descubierto que un cineasta francés está adaptando y dirigiendo inexplicablemente algunas de sus novelas, sin su consentimiento y sin el debido reconocimiento de los derechos autorales. Rousselot viaja a Francia en busca del enigmático director, pero no logra dilucidar el misterio o el secreto. Porque la narrativa de Bolaño es eso: abierta, inquietante, secrecional, hondamente irónica, inconclusa y, se me antoja, una escritura de lector, del lector voraz que el propio Bolaño fue, del lector que inventa y escribe con él cuando lo lee, que llena los vacíos y paréntesis implícitos, que imagina y juega con él. Digna de Borges y Cortázar, en quienes reconocía dos de sus principales influencias. Sí: una literatura de lector más que de autor, porque ya no es más la literatura comúnmente conocida sino otra que podríamos llamar expandida. Porque cuando se lo lee se sienten unas irrefrenables ganas de ponerse a escribir sin tregua. Porque logra transmitir una singular pasión literaria, un vivir para escribir que hace que su escritura sea inseparable de su vida, de la vida. En definitiva porque nos enseñó, como lo hicieron tantos que lo precedieron, que la escritura tiene que ser eso: un acto de soberana extensión y creación humana.

Antes de que llegara su fin, trabajaba en su épica y monumental novela 2666, dejándola obligadamente inconclusa y a sus lectores con la perenne tarea de continuarla, lo cual no le habría disgustado. Bolaño probablemente será recordado como el último gran escritor del segundo milenio y el primer grande del tercero.