lunes, 3 de junio de 2013

OLAS JOCOSAS EN UN OCEÁNO DE SOLEMNIDAD Y LA ILUSIÓN DE VERDAD

Se ha dicho que la literatura colombiana es muy seria o solemne o, lo que es parecido, que adolece de una insuficiencia de humor y, en cualquier caso, de lúdica. No significa que el humor esté del todo ausente, pero es más algo excepcional que una de sus características. Se puede encontrar, no obstante, en la obra de Andrés Caicedo, Daniel Samper o Eduardo Arias, entre otros, una intención, una voluntad de forma lúdica, incluyendo desde luego a numerosos autores de literatura infantil y juvenil. Con todo, el devenir violento, trágico y bélico del país parece determinar un poco el ejercicio literario. De ahí que resulte saludable que aparezcan otros autores dispuestos a jugar en y con sus textos y con el lector cómplice -sin eludir ni evadir lo real social-, a intentar una construcción literaria más allá de los marcos sociales a los que ya estamos acostumbrados (conflicto armado, narcotráfico, sicariato, soledad urbana, desquiciamiento individual y social, crisis ideológicas, inmigración…). Ocurre, por otra parte, que el humor es con cierta frecuencia, y cuando se emplea con sólidos criterios, más corrosivo que una narración testimonial o abiertamente de denuncia. Las caricaturas de Ricardo Rendón, por ejemplo, sobre la sociedad colombiana de los veinte y sus figuras públicas y políticas, resultaron más críticas y eficaces que cualquier otro texto de la época.

Así entonces, me parece que el novel escritor Fabián Sanabria puede ser considerado uno de esos autores que, ya que me he referido a un célebre caricaturista colombiano, está emprendiendo la labor narrativa de caricaturizar su propia vida. Es lo que hace en ¿Profesor?, su segunda novela que además es parte de una tetralogía. Antropólogo, doctor en sociología, docente universitario, analista político, Sanabria es también un intelectual mediático, una suerte de discípulo de Antanas Mockus, el provocador ex alcalde de Bogotá conocido por sus provocaciones, sus símbolos y acciones lúdicas, su pedagogía ciudadana y, claro, su mediatización. Y sus fracasos políticos como aspirante a la presidencia de la república, de lo cual, por cierto, se ocupa Sanabria en su novela.

Las apariciones de Sanabria en los medios, sus conferencias y, como no podía ser de otra manera, el lanzamiento de su novela en la pasada Feria del Libro de Bogotá, están envueltas en lo que para mí es una puesta en escena. Eso ya habla de una intencionalidad lúdica. Y su discurso también, por supuesto. Sanabria, pues, juega a representarse a sí mismo, en público y en su novela, y esto se le aclara al lector en la solapa y en el preámbulo para que no quepa la menor duda. Ahí hay ya una puesta escénica, una exposición de la trama, de la naturaleza y condición de los personajes que desfilarán por sus páginas, además de afirmar que no es ni autobiografía ni confesión ni nada que se le parezca, sino un ejercicio de narración paralela cuyo personaje es él mismo. Y eso es efectivamente lo que uno encuentra, o al menos yo, en todo el relato: una narración en primera persona de cómo un aventajado estudiante se hace profesor, de un juego que empieza en la niñez y, como sucede en muchos casos, continúa en la juventud y la adultez en forma de profesión. Por sus raíces etimológicas la palabra es muy apropiada: profesor es quien profesa algo y tiene en consecuencia una profesión o una ocupación profesional. Para Sanabria no ha dejado de ser un juego y reiteradamente está diciendo algo que probablemente haría sonreír a muchos pedagogos: yo no enseño, yo juego. Sanabria cree necesario explicar en su preámbulo en qué consiste el otro juego, el literario, que propone al lector casi como el profesor que quiere asegurarse de que sus estudiantes han entendido bien las nociones preliminares de la temática que tratará en su clase o como un jugador consumado que explica a los otros -los lectores- las reglas. Un juego acerca de otro, el pedagógico. Lamentablemente el preámbulo sobra.

Fabián Sanabria. Fuente: agenciadenoticiasunal.com

Pero además de que se entienda de antemano el criterio narrativo que empleará en su novela, incluso la razón de reemplazar las comas por palabras que siempre iniciará en mayúscula, Sanabria separa apropiadamente los párrafos que corresponden a sus dos relatos paralelos: el de la hospitalización a que es sometido, que narra en presente, y el de su transición, por decirlo de alguna manera, a la docencia de las ciencias humanas y, finalmente, a la creación narrativa, que lo hace en pasado. Para que no haya lugar a confusiones en el lector. Y durante su extenso relato de 424 páginas no querrá evitar su manía explicativa; al contrario, la hará evidente. Y así uno se entrega a este doble relato, que lo es solamente en la forma, jugándolo sin mayores dificultades (no estamos ante ninguna Rayuela o algo por el estilo), sin perderse en ningún laberinto porque el profesor Sanabria ha facilitado tanto la tarea, llegando a un final abierto, como no podía ser de otro modo, porque ya estamos advertidos de que faltan otros dos relatos para completar esta saga autoficcional.  

Tomar la propia vida como material narrativo, abolir el narrador omnisciente, ha recibido el nombre de autoficción y ha sido una de las tendencias no sólo en la literatura contemporánea sino en el arte contemporáneo. Pero son muchos los antecedentes; pienso en Henry Miller, por ejemplo. El más conocido escritor colombiano de autoficciones es sin duda Fernando Vallejo, uno de los personajes que Sanabria, o su alter ego, entrevé en su delirio clínico. Se alegará que la propia vida es, en mayor o menor medida, la materia prima del escritor. Seguramente siempre habrá algo de la vida personal que se cuele por los intersticios de la narración. Empero, cuando la biografía personal se vuelve deliberadamente el material de creación estética, sin caer en el recurso obvio de la autobiografía, como se cuida de señalarlo Sanabria, se está evidenciando en mi opinión algo más: que cualquier construcción narrativa, así haya sido etiquetada como no ficción o así su autor crea sincera e ingenuamente que no está haciendo ficción,  nunca podrá evitar la subjetividad y los artificios y, sea como fuere, tendrá que construir necesariamente una realidad por más que esté basada en materiales reales; siempre habrá una representación, literaria en este caso, y todo esto ya nos ubica en el terreno ficcional. Porque aun en los textos históricos, ensayísticos y testimoniales nunca podrá decirse absolutamente la verdad: la pretensión, búsqueda y voluntad de verdad, que diferenciaría la literatura de no ficción de la de ficción, siempre será parcial, siempre será una búsqueda sin final y en esa medida contendrá algún grado de ilusión. Y entonces, ante cualquier género literario, aun el periodístico, la distinción entre ilusión y verdad ya no se puede plantear en términos absolutos. Historiadores y escritores como el colombiano Juan Esteban Constaín ya se han encargado de aceptar y dilucidar esta circunstancia. Y esto puede ser válido, incluso, para la filosofía, tan empeñada siempre en distinguir lo ilusorio de lo falso. Hay una última razón, por ahora, y es que las palabras no son las cosas ni los hechos: están en lugar de ellos, los representan, pero nunca pueden convertirse en ellos.  
            
Señalo todo esto porque en la obra de Sanabria tampoco tiene sentido preguntarse qué tan verdadero o falso es lo que narra respecto de sí mismo y de todos los personajes y lugares que conforman su relato. Destaco su humor locuaz e irreverente, necesario en las letras colombianas actuales, su estilo fresco, coloquial, desenfadado y no pretencioso; la aceptación irónica de su condición profesoral, de su exhibicionismo y su narcicismo (para Sanabria todo profesor es ya un exhibicionista por las condiciones comunicativas de su oficio y en ese sentido está siempre abocado a ponerse en escena frente a sus alumnos; en el caso suyo, además, ante los medios). Tengo, no obstante, al menos una inquietud: ¿qué pasa cuando un solo libro no basta para decir algo, cuando de entrada tenemos que decir que van a ser necesarios cuatro? Porque queda esa sensación, de que esta novela, por sí sola, no pueda vivir sin la que la antecede y las dos que vendrán; de que algo falta para hacerla sólida y contundente, que quede como un capítulo más bien superficial de un ciclo. Porque eso es quizá lo que se le puede reprochar: su constante regodeo en lo superfluo, con ironía y humor, sí, pero con altibajos. Es el riesgo que se corre, y no porque la vida de Sanabria deje de ser lo suficientemente interesante como para no poder novelarse, sino porque se llega a un punto sin retorno en el cual, como sucede en la vida real, nos cansamos del juego. Pero el intento es válido. Es que, en cualquier caso, “cuando un hombre se exhibe ante un público, cuando un individuo se expresa con palabras, con sonidos, con colores frente al presente y la posteridad, somos siempre espectadores de una comedia, jamás se tratará de algo sano, serio, transparente”,[*] dice Giorgio Colli. Y Sanabria asume cabalmente esa condición de comediante intelectual, a  riesgo de opacar el resultado. Ese es su mérito.   





[*] Giorgio Colli, La literatura como vicio.pdf. 

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