sábado, 15 de junio de 2013

A LA MEMORIA DE UN EXTRAORDINARIO REACCIONARIO COLOMBIANO



La decisión que no sea un poco demente
no merece respeto

Nicolás Gómez Dávila


Pasó prácticamente desapercibido el centenario de su nacimiento: vino a un mundo que detestaría un 18 de mayo de 1913 en Bogotá y lo abandonaría para siempre el 17 de mayo de 1994 en la misma ciudad, en la que vivió la mayor parte de su vida. Es que en medio de esta ruidosa sociedad del espectáculo no queda espacio ni tiempo para individuos atípicos como el pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila, tan distantes y distintos del sujeto-masa de la globalización, que en uno de sus escolios sentenciaba justamente: “La importancia de un acontecimiento es inversamente proporcional al espacio que le dedican los periódicos”. Con todo, medios como El Espectador le dedicaron al menos un par de páginas a un intelectual que en forma anónima y silenciosa se dedicó a pensar por sí mismo y a escribir esos pensamientos en escolios que fueron publicados en Colombia sin despertar mayor interés más allá de  unos pocos autores que se han ocupado de él, siendo más estudiada su obra en otras latitudes.


Imagen de Nicolás Gómez Dávila 

Un escolio es, según el DRAE, “una nota que se pone a un texto para explicarlo”. Se ha especulado si ese texto es en la obra de Gómez Dávila alguno de los primeros que escribió y publicó o si se trata de otro tipo de texto, de una complejidad y vastedad tal que constituye o bien la modernidad como mundo y época, o el devenir histórico y cultural del cristianismo, del cual nunca abjuró pese a su igualmente atípico pensamiento crítico. No obstante, uno de sus escolios pareciera arrojar suficiente luz al debate: “Todo escritor comenta indefinidamente su breve texto original”. Ese texto recibió el nada pretencioso título de Notas, Tomo I y fue publicado en 1954 en México, D.F., en edición del propio Gómez Dávila. Otros estudiosos de su obra como Francisco Pizano y Franco Volpi consideran que el texto prolija y recurrentemente comentado por Gómez Dávila no puede ser otro que su segundo libro, Textos I (1959), en el que plantea su teoría de la reacción. Sus primeros aforismos aparecen en 1977 bajo el título de Escolios a un texto implícitopublicados por el Instituto Colombiano de Cultura en dos tomos; en 1986 se publican, también en dos tomos, sus Nuevos escolios a un texto implícito; y por último, en 1992, el Instituto Caro y Cuervo publica Sucesivos escolios a un texto implícito. Hoy en día su trabajo se estudia con pasión en Europa, sobre todo en Alemania, Italia y Austria. En Latinoamérica no ha recibido especial atención, salvo algunos trabajos que lo destacan como ensayista, siendo el más importante de ellos Breve historia del ensayo hispanoamericano, del escritor y crítico peruano José Miguel Oviedo, figura referencial de los estudios literarios latinoamericanos. Aparte de escasos estudios que sobre él se han hecho, en Colombia sigue siendo un ilustre desconocido, algo que probablemente al propio Gómez Dávila no le habría molestado en absoluto.

Auténtico autodidacta, políglota, filólogo, latinista, lector inagotable, erudito, dueño de una biblioteca de 30.000 volúmenes, Gómez Dávila no fue hombre de viajes y menos de pública vida social. Después del estallido del “bogotazo” en 1948 acompañó a su gran amigo y contertulio Mario Laserna en la fundación de la Universidad de los Andes -aunque se mantuvo al margen de la actividad académica-, realizó su último viaje al año siguiente y luego se recluyó en su casa para dedicarse enteramente a leer y escribir. Supongo que el contexto social y político local de aquel período conocido como La Violencia aumentaría su escepticismo, desdén y desconfianza frente a la época, el país y el siglo que le tocó vivir. Las décadas siguientes tampoco lo sacarían de su voluntaria reclusión hogareña. El contacto social que mantenía se limitaba a su familia y sus amigos de tertulia semanal (“El gusto del joven debe acoger; el del adulto escoger”). No me cuesta imaginarlo conversando con otros intelectuales que compartían ese estilo de vida como León de Greiff, Aurelio Arturo y Lucas Caballero Calderón, aunque probablemente ni siquiera fueran contertulios suyos.

La vida de Gómez Dávila, su nulo afán de protagonismo social e intelectual (“Cuando todos quieren ser algo, sólo es decente no ser nada”), sus ideas, su anacronismo militante e incluso su catolicismo y conservadurismo evidentes muestran, en cualquier caso, a un pensador divergente, a un implacable crítico de la modernidad que desconfía del pensamiento ilustrado, la democracia, el liberalismo, el Estado social de derecho, el progreso, la política, la tecnología y, en suma, la racionalidad. Desde esa visión es un romántico, quizás el último romántico colombiano -me equivoco sin duda porque el último tal vez sea William Ospina-, un romántico radical en tanto descree completamente de la Ilustración. Para él la racionalidad -política, económica, científica, instrumental- no deja de ser otro mito que, irónicamente, pretendía develar y superar toda suerte de mitos y supersticiones, especialmente el que había sido dominante en Occidente: “La historia parece reducirse a dos períodos alternos: súbita experiencia religiosa que propaga un tipo humano nuevo; lento proceso de desmantelamiento del tipo”, “Creer que la ciencia basta es la más ingenua de las supersticiones”. La ideología de la democracia, el progreso, la prosperidad y la libertad parece tan idealista y opresiva como la teocracia que desenmascaraba y combatía con fruición: “Sus libertadores le han forjado más cadenas a la humanidad que sus verdugos”, “La distinción entre uso científico y uso emotivo del lenguaje no es científica sino emotiva. Se utiliza para desacreditar tesis que incomodan al moderno”, “La historia de la incredulidad es más rica aún en episodios grotescos que la historia religiosa”. Gómez Dávila no comparte el belicismo revolucionario ni la revolución política de ninguna especie y ello lo separa de una variante del romanticismo que la ensalza: “Revolución es el período durante el cual se estila llamar ‘idealistas’ los actos que castiga todo código penal”, “Para detestar las revoluciones el hombre inteligente no espera que comiencen las matanzas”, “Un destino burocrático espera a los revolucionarios, como el mar a los ríos” (lo hemos visto y sufrido).

Nuestro gran pensador y escoliasta escribió sobre los grandes temas de la filosofía -moral, política, ética, estética, derecho, religión, historia- sin agrupar temáticamente o darle una estructura a sus digresiones. Esto, en lugar de restarle solidez a su pensamiento, lo hace, pienso, más interesante y apasionante. “Nada más fácil, en filosofía, que ser coherente”, escribió. En vano se buscaría alguna pretensión sistémica; en contraste, un marcado tono irónico y mordaz en torno al sujeto moderno atraviesa sus escolios. Pero hay otro rasgo importante en sus ideas: su atemporalidad, propia quizás de un lúcido anacrónico que escribe para éste y todos los tiempos, lo que asegura de alguna manera su perdurabilidad. Gómez Dávila no escribe para convencer a nadie (“Ser reaccionario es haber aprendido que no se puede demostrar, ni convencer, sino invitar”), acaso sólo para convencerse a sí mismo; sí en cambio para provocar al lector, para hacerle pensar -nada menos- y ése es para mí el principal mérito de su obra. Un autor que logra hacer pensar, además, con breves frases o sentencias que condensan extensas ideas. Un pensamiento a caballo entre el clasicismo, el conservadurismo, la aristocracia, el romanticismo y la crítica de la modernidad, como ya he dicho, e incluso entre sistemas opuestos como el cristianismo y el anarquismo, lo muestran más como un regio y soberano pensador heterodoxo que no está anclado en ningún sistema o doctrina; capaz, como pocos, de desconcertar, cuestionar, desafiar y entusiasmar al lector desprevenido que se abra a sus provocaciones. Una de ellas, por cierto, bien puede condensar dos cosas: su enorme desconfianza hacia las doctrinas, particularmente aquellas que sustentan la modernidad, y su defensa del libre ejercicio filosófico: “La filosofía es actitud solitaria. La adhesión de cualquier muchedumbre a una doctrina la convierte en mitología”. Desde esta perspectiva se entiende mejor la paradoja de las doctrinas modernas como mitologías -otros hablan de los grandes relatos de la modernidad-. Gómez Dávila le confería preeminencia igualmente a la historia: “Las ciencias auxiliares de la historia se dividen en ciencias auxiliares de la documentación y en ciencias auxiliares de la interpretación; las primeras son las tradicionalmente llamadas ciencias auxiliares de la historia, las segundas son las llamadas ciencias humanas”. Aunque no se considerara determinista, deslizaba ideas como ésta: “Cuando sospechamos la extensión de lo congénito, caemos en cuenta de que la pedagogía es técnica de lo subalterno. Sólo aprendemos lo que nacimos para saber”.

Edición de una de las obras de Gómez Dávila

Sus persistentes ideas, simpatías e intereses en relación con el cristianismo -o su cristianismo romántico-, la religión en general y la trascendencia se plantean en escolios como estos: “Si el ser depende, como lo enseña el cristianismo, de un acto libre de Dios, una filosofía cristiana debe ser una filosofía que constata, no una filosofía que explica”,  “Dios no debe ser objeto de especulación, sino de oración”, “Dios es lo infinitamente cercano y lo infinitamente lejano; de Él no debe hablarse como si estuviese a mediana distancia”, “En materia de religión, objeciones y pruebas son igualmente superfluas”, “Sólo la religión puede ser popular sin ser vulgar”, “El judaísmo ennobleció la historia introduciendo en ella el veneno de los conflictos teológicos”, “Interesante es sólo aquello que implique una trascendencia”, “Aun cuando lograra realizar sus más atrevidas utopías, el hombre seguiría anhelando transmundanos destinos”, “La psicología contemporánea se enreda en vanas sutilezas, pretendiendo reducir a procesos inmanentes, hechos que sólo aclaran su relación con términos trascendentes”, “La fe no es una convicción que poseemos, sino una convicción que nos posee”, “En la fe hay parte que es intuición y parte que es apuesta”.

Sin duda un pensador que merece ser leído, degustado, estudiado y discutido, así él mismo escribiera que “la objeción del reaccionario no se discute, se desdeña”. Por otro lado, para Gómez Dávila no era una doctrina político-económica como el neoliberalismo lo que acabaría imponiéndose como única vía o pensamiento único en el mundo sino algo peor o, en todo caso, más complejo: “La uniformidad siniestra que nos amenaza no será impuesta por una doctrina, sino por Un condicionamiento económico y social uniforme”. Como preámbulo de esta esquizofrenia no vacila en señalar la industrialización y en esa medida ni capitalismo ni comunismo son sistemas opuestos sino dos caras de la misma moneda: “La industrialización plantea la alternativa única: capitalismo o comunismo. Excluyendo así las viejas opciones decentes”. ¿Cuáles eran estas? Lo explica cuando habla del ideal reaccionario: “El ideal del reaccionario no es una sociedad paradisíaca. Es una sociedad semejante a la sociedad que existió en los trechos pacíficos de la vieja sociedad europea, de la Alteuropa, antes de la catástrofe demográfica, industrial y democrática”. ¿Se refiere a la alta edad media europea? Es decir, aquel período anterior a la peste negra que asoló el continente en el siglo XIV, a la aparición de los primeros estados nacionales modernos y al ascenso social y político de la burguesía, que Gómez Dávila consideraba fatal para la humanidad. En ese orden, no oculta su simpatía por el sistema feudal, que le parecía en cierta manera más ecuánime y libre (no liberal) o menos injusto y ambiguo que el democrático: “La separación de los poderes es la condición de la libertad. No la separación formal y frágil de poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial; sino la separación de tres poderes estructurados, concretos y fuertes: el poder monárquico, el poder aristocrático y el poder popular”. En política es tal vez ésta la síntesis de su pensamiento reaccionario.

En cuestiones de religión era, desde luego, un defensor de la tradición: “Los progresistas cristianos están convirtiendo al cristianismo en un agnosticismo humanitario con vocabulario cristiano”. Escéptico e irónico en su visión de lo cultural: “La cultura es fenómeno ‘elitista’. No existe cultura popular; sólo comportamientos populares”, “Son menos irritantes los que se empeñan en estar a la moda de hoy que los que se afanan cuando no se sienten a la moda de mañana. La burguesía es estéticamente más tolerable que la vanguardia”. Atinado, en mi opinión, al proponer síntesis como ésta: “El mundo moderno resultó de la confluencia de tres series causales independientes: la expansión demográfica, la propaganda democrática, la revolución industrial”.

En asuntos estéticos tiene claro que ni la fidelidad a los cánones ni su transgresión -como en su escepticismo frente a la vanguardia- es garantía de valor: “En estética hay errores y verdades claramente identificables. Pero no basta evitar esos errores o adoptar esas verdades para que la obra tenga valor alguno. El valor es siempre riesgo ineludible”.  Partidario de un fortalecimiento de la sociedad y de un claro debilitamiento del estado: “El estado paternalista es abominable; la sociedad paternalista es admirable”. Radical y elocuente es su aversión a los medios masivos de comunicación: “Los medios modernos de comunicación revisten a la imbecilidad de un prestigio irresistible”, “En un siglo donde los medios de publicidad divulgan infinitas tonterías, el hombre culto no se define por lo que sabe sino por lo que ignora”, “Los medios actuales de comunicación le permiten al ciudadano moderno enterarse de todo sin entender nada”.

Y para terminar por ahora, una confesión de humildad y falibilidad o admisión de una  irresistible intransigencia personal, allá cada cual con su interpretación: “Nadie más insoportable que el que no sospecha, de cuando en cuando, que pueda no tener razón”. En fin. Un pensador sobre el que habrá que volver con insistencia. Para corroborarlo o refutarlo, como se hace con aquellos que valen la pena, y ojalá que, ya no, para seguirlo ignorando, como se ha hecho en Colombia. 
  
NOTA: Los escolios aquí reproducidos fueron tomados de la edición de Sucesivos escolios a un texto implícito, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, serie “La Granada Entreabierta”, vol. 60, 1992; y de una selección realizada por Mauricio Botero Caicedo para El Espectador, 9 de junio de 2013, p. 42-43, y de un texto del poeta y crítico literario español Juan Malpartida, en http://www.letraslibres.com/revista/libros/escolios-un-texto-implicito-de-nicolas-gomez-davila

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