Imagen: http://www.garuyo.com/cine/peliculas-de-federico-fellini
Un amigo me dijo una vez que
quien no ha visto las películas de Federico Fellini (1920-1993) en realidad no
ha visto cine. Yo diría que quien no lo haya hecho se está perdiendo una de las
experiencias cinematográficas más ricas y fascinantes que se puedan encontrar. Porque Fellini supo
inventarse un mundo vital de imágenes y sonidos que narran y celebran la
naturaleza humana. Recuerdo que mi primera película fellinesca fue Julieta de los espíritus, protagonizada por
su esposa y musa Giulietta Masina, experiencia imbuida de surrealismo, arte
pop y una plástica exuberante. Luego vi Y
la nave va, una de sus últimas obras, y La
Strada, aquel fresco intenso, brutal y agridulce hecho de personajes
entrañables (Gelsomina, Zampanó, Il Matto…),
una de sus primeras. Hasta aquí tenía una vaga noción de tres etapas
fellinescas: la surrealista, la neorrealista y la, cómo llamarla, ¿melancólica?
o, en todo caso, última. Para tener una visión cabal de su cine vi después, y
más o menos en este orden, Las noches de
Cabiria, El jeque blanco, La dolce vita, La voz de la luna, Amarcord,
Roma por Fellin, Ocho y medio, Ginger y Fred,
Los inútiles, Almas sin conciencia (también conocida como El estafador), Los payasos,
Satiricón, Casanova y Ensayo de orquesta.
Y así pude completar el círculo.
Fellini, que en sus años
juveniles fue periodista y dibujante, siempre se sintió atraído por los comics,
el circo, el arte y la cultura populares. Pasó por la prensa escrita y la
radio, fue libretista de radio-dramas, empezó a escribir guiones de cine, fue
coguionista (con Rossellini) de Roma,
ciudad abierta, una de las películas iniciáticas del neorrealismo italiano,
hasta que debuta como director con Luces
de variedades (1950), que codirige con otro grande del neorrealismo,
Alberto Lattuada. Pero, realmente la primera obra felliniana es El jeque blanco (1952), en la que ya se
esbozan algunas de sus obsesiones: lo biográfico, el mundo de la historieta, la
delgada línea entre lo ficcional y lo real (que abordará en sus filmes de
diversos modos y que alude también a rastros biográficos), el amor cruel o la
crueldad del amor, la farándula y el espectáculo, la frivolidad de ciertas
vidas. Fellini no dejará nunca de caricaturizar la vida, como buen dibujante
que era, por eso le interesan los personajes y los relatos desmesurados, animalescos,
satíricos, farsescos, pueriles, barrocos, populares y grandilocuentes. Algunos
de estos elementos están en filmes influidos por el neorrealismo, como Los inútiles (I vitelloni), La Strada, Almas sin conciencia y Las
noches de Cabiria.
En I
Vitelloni (1953), título intraducible porque se refiere a los chicos de provincia que andan todo el día
vagabundeando, sin trabajo y sin itinerario fijo, ya están dos de los temas que
atravesarán toda su obra. Por un lado, lo que (André) Bazin ha llamado ‘el
problema de la salvación’ y, por el otro, la exploración de esa vida de
provincia que él tan bien conocía [...] Con Il
Bidone (1955), traducido como Almas
sin conciencia, ahonda en ese tema. Él mismo ha dicho que sus bidone
(también intraducible porque son una especie de ladrones de baja estofa,
eternos perdedores que no triunfarán ni como eso) son la continuación de los
vitelloni: son ellos más crecidos, con el robo como posibilidad de vida que
escogen.[1]
Anthony Quinn y Giulietta Masina en La Strada.
Imagen:
http://www.elotrocine.cl/wp-content/uploads/2014/09/la-strada-giulietta-masina-federico-fellini-e1411008594872.jpg
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En La Strada (1954) hay una prefiguración de lo que los críticos
llaman el universo felliniano: el choque entre provincianos y citadinos, la
vida como espectáculo y carnaval, pasiones humanas desbordadas, un sentido
tragicómico de la realidad (esas dos caras del drama), lo barroco, lo circense,
el humor corrosivo. Su atmósfera neorrealista sigue a tono con esa búsqueda de
una Italia profunda, la propiamente de la segunda postguerra que directores
como Rosellini, Visconti y De Sica querían indagar.
La Strada es la historia de una comunión animal
entre un hombre y una mujer. [...] pero su entendimiento es primitivo,
pre-humano. Entre ellos corre una oculta corriente de silencio, una neolítica
empatía que les une como un fosilizado cordón umbilical. La mujer lo sabe: el
hombre es ignorante. El hombre se llama Zampanó, pero podría llamarse de otra
manera, incluso Adán. La mujer se llama Gelsomina y es como su nombre: un
jazmín. Es simple y maravillosamente complicada como su nombre de flor, y
aunque no pueda ver la abeja, la presiente. El hombre es hosco, turbio: a
través de él no se ve nada: está hecho de noche.[2]
Esta descripción del escritor
cubano Guillermo Cabrera Infante alude a un estilo narrativo que será una
característica importante en la filmografía felliniana, que desafía los
postulados del drama tradicional, como lo explica André Bazin: “La consecuencia
inmediata era rechazar toda jerarquía de procedencia psicológica, dramática o
ideológica entre los sucesos representados. No es que el director tenga que
renunciar a escoger lo que ha decidido mostrarnos, sino que esta elección ya no
obedece a una organización dramática apriorística”.[3]
En Las noches de Cabiria (1957)
Fellini vuelve al marco neorrealista de la mano de una prostituta de provincia
en la otra Roma, la que no aparecía en el cine comercial. Nuevamente la
salvación personal queda frustrada o postergada cuando Cabiria ve esfumarse al
hombre que le prometía amor; pero, la vida continúa, Cabiria vuelve a las
calles. Aquí se cierra su período neorrealista, toma distancia del mundo
provinciano y se instala completamente en un mundo de élite con La dolce vita (1960), una suerte de
crónica urbana de una Roma superficial que parece haber pasado la página de la
segunda postguerra, de lujo y lujuria, de interminable bohemia y derroche, de
actrices y modelos, de hastío y de algunas ilusiones perdidas (otra vez la
salvación individual que no se completa). No obstante su resonancia
internacional y la estima de la que gozado entre la crítica, la encuentro
innecesariamente larga e insufrible.
Marcello Mastroianni en Ocho y medio
Ocho
y medio
Después de siete películas y
siendo ya una figura paradigmática del séptimo arte, Fellini rueda su
contribución al filme colectivo Boccacio
70, dirigiendo uno de los tres relatos del mismo, Las tentaciones del Doctor Antonio, estupenda sátira de la censura,
el moralismo, la paranoia y la esquizofrenia de las sociedades conservadoras. Así
es que para él era como haber hecho media película, de tal modo que la siguiente
sería su octava y media, por eso decide titularla simplemente Ocho y medio (1963). Es mi favorita,
aunque debo confesar que la primera vez que la vi no pude digerirla en
absoluto. Sucede a veces con las obras maestras. Siete años después volví a
verla y desde entonces creo que cada año la veo al menos una vez y no paro de
sorprenderme. Es indescriptible y cualquier cosa que yo diga nunca le haría
justicia. Pero, a riesgo de ello, Ocho y
medio es una metáfora sobre el hecho artístico, una honda reflexión sobre
la obra de arte misma, sobre el misterioso y paradójico oficio de la invención
estética. Es, en mi opinión, la más personal, individual y profunda de sus
películas, el momento más elevado de su carrera. Guido, el alter ego de
Fellini, está preparando una película. Tiene todo lo que necesitaría para
hacerla, pero hacia el final, cuando ya debe iniciar el rodaje, le dice a una
actriz, su musa, que no sabemos si es una criatura alucinatoria o una de sus
actrices, que en realidad no hay película, que no habrá ninguna, que todo es
mentira, y es como si dijera que la película ya se ha hecho sin que nadie se
diera cuenta o no necesita hacerse porque el relato -su propia vida- ya se ha
contado o soñado y en cualquier caso vivido y, siendo así, no podría filmarse,
¿para qué? Y, en efecto, la filmación nunca se inicia, mientras la vida, el
show y la humanidad no han dejado de estar en movimiento todo el tiempo.
Porque, acaso, es mejor seguir soñando con la obra que verla realizada, como
decía Pier Paolo Pasolini en la escena final de su versión de El Decamerón. O porque no habrá obra
mayor que la propia vida del artista, o porque la vida humana y lo real es
irrepresentable y todo intento de representación siempre resultará vano.
Escena de Ocho y medio
Imagen: http://www.labutaca.net/reportajes/fellini-ocho-y-medio-y-el-milagro-se-hizo-realidad/
Fellini quiso continuar esta
indagación personal, onírica y surreal en su siguiente filme, Julieta de los espíritus (1965),
centrándose esta vez en la figura de su propia esposa. Interesado por el
erotismo, la sexualidad, las inhibiciones, los prejuicios, el peso del
catolicismo y la república en una Italia que buscaba dejar atrás los fantasmas
del fascismo (era el momento del Concilio Vaticano II, de una inestabilidad
política y gubernamental propiciada por demócratas cristianos y comunistas, de
un liberacionismo que se abría paso con dificultades), Fellini venía
escudriñando aspectos sociales pero también íntimos y pasionales de la
naturaleza humana, de modo tal que una película cuya protagonista en cierta
manera se autorrepresentaba era otra apuesta de fundir lo real con lo
ficcional. El resultado no fue probablemente el esperado en cuanto a un
arrobamiento narrativo y visual similar al de Ocho y medio (por lo demás habría sido utópico que así fuera
después de una obra como esa) y a un impacto cultural de considerable
envergadura. Sin embargo, Fellini daba otro paso adelante en la consolidación
de esa estética audiovisual por la que es tan reconocido. De ahí que su
siguiente aventura será otro ejercicio de imaginación desbordante influido por
la cultura pop y la revolución sexual del momento: Satiricón (1969), su versión de la obra del autor latino Petronio,
considerada la primera novela picaresca en Europa; una forma de unir lo clásico
con lo moderno y representar la sexualidad desinhibida de la Roma imperial.
Así, Fellini se había devuelto en el tiempo para rendir otro homenaje a su
ciudad adoptiva. El tributo a esta maravillosa ciudad se cerrará con su documental
Roma, de 1972. Para su siguiente
película decide rendir otro homenaje, esta vez a la ciudad donde había nacido,
Rímini, la cual tituló Amarcord
(1973), que traduce “yo recuerdo”, otra experiencia autobiográfica secundada
por una galería de memorables personajes, particularmente femeninos, en plena
Italia mussoliniana, como la Gradisca y la Volpina, que provocan las fantasías
sexuales de Titta, el adolescente mediante el cual Fellini se representa.
Tremendamente evocadora, hilarante, es también otra reflexión sobre el cinematógrafo,
a través del cine de pueblo en el que transcurre una parte importante de la
vida de los lugareños. Fellini vuelve a alterar el espectro narrativo
aristotélico al hacer de su relato una sucesión de recuerdos. A su vez, Woody
Allen rendirá su homenaje a Fellini y a esta película en particular con Días de radio, de 1987.
Cartel de Amarcord
Imagen: http://www.aiete.net/wp-content/uploads/2017/04/amarcord.jpg
Imagen: http://www.aiete.net/wp-content/uploads/2017/04/amarcord.jpg
No muy afortunada, en mi
opinión, fue su recreación de Giovanni Giacomo Casanova en Il Casanova di Federico Fellini (1976), que me parece muy densa y
pretenciosa, aunque visualmente interesante. Su interés por un personaje y un
mundo dieciochescos coincidió, a mediados de los setenta, con Stanley Kubrick,
que había rodado su espléndida Barry
Lyndon. En cambio, sin mayores pretensiones y tiempos, su sobria Ensayo de orquesta (1977) resulta más
entrañable, sugerente y divertida. Fellini se ubica en el momento actual,
aunque no es ése precisamente el mérito de esta obra, y logra ser más efectivo
con un breve relato que es como un largo sketch sobre los líos de una orquesta
sinfónica, con un desenlace completamente inesperado.
El
fin
Quisiera por último mencionar
el que en mi opinión es su último trabajo importante: Y la nave va, de 1983. Fellini vuelve a su cine suntuoso y épico y
nos cuenta una historia de viaje náutico que transcurre poco antes del
estallido de la primera guerra mundial. En ese transatlántico se reúnen
personajes de los países que participarán en la confrontación, incluido un grupo
de refugiados serbios que se unirán al crucero y desencadenarán aquí otra
tragedia, la del hundimiento del propio barco, justo dos años después de la del
Titanic, cuyo septuagésimo aniversario se acababa de celebrar cuando Fellini
rodó su película. De tal manera que puede ser éste un homenaje, como lo es, una
vez más, al cine cuando Fellini decide, en una de las secuencias finales,
mostrar esta vez parte del trucaje (un mar de celofán, un dispositivo giratorio
para los sets de los interiores del barco) y se muestra a sí mismo dirigiendo,
mirando a través de una lente. Nos recuerda así que el cine es mentira,
artificio e ilusión. Pero Fellini ha querido también realizar una metáfora,
pienso, del final absolutamente trágico (reinventado por él de un modo tragicómico
y exquisitamente irónico) de una época en Europa, la del dominio aristocrático
que se batirá luego en los campos de batalla, que ya se había iniciado en el
siglo anterior y peleará sus restos en la primera guerra mundial. Así es que
ese acto de armar un viaje marino para arrojar las cenizas de una famosa
cantante de ópera en su isla natal, que es el motivo que convoca a todos los
personajes, es un poco eso: la vieja, aristocrática y decadente Europa (el
barco) a punto de desmoronarse, esparce sus cenizas al viento antes de que se inicie
el arrasamiento definitivo.
El inefable maestro italiano
nos dejó el 31 de octubre de 1993. Sus memorias cinéticas viven en todos los
que lo amamos.
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