La renuncia de Benedicto XVI a su
cargo como jefe máximo de la Iglesia Católica el pasado 11 de febrero fue sin
duda sorprendente, más no inesperada. Me explico: sorprendente porque Joseph
Ratzinger había sido definido inicialmente como un papa de transición y, en
cambio, durante su gobierno tomó ciertas decisiones importantes que su
antecesor evitó, entre ellas la de renunciar. Pese a su evidente mal estado de
salud y carencia de fuerzas para continuar, Karol Wojtyla se mantuvo en el
cargo hasta el final de su vida. Paradójicamente fue él quien aprobó y firmó,
hace treinta años, el decreto que permite la abdicación al trono de san Pedro.
El lenguaje aquí no engaña: se habla de abdicación y trono; el Vaticano sería
la última monarquía absoluta sobre la tierra. Ninguna de las decisiones de
Ratzinger a las que me refiero -como las relacionadas con los abundantes casos
de abuso sexual de cientos de sus súbditos o sus tentativas de saneamiento del
Banco Vaticano- y que buscaban cierto grado de transparencia de la institución
por él dirigida, ha podido sacarla de su aletargamiento. Precisamente, decía
que no es inesperada esta abdicación porque ya no debería ser un secreto para
nadie la patética crisis que sacude a la Iglesia Católica en todos los órdenes:
el ético, el doctrinario, el político, el económico…
Muchas comunidades cristianas, como
la de los cátaros de la Edad Media, distaban inmensamente de lo que es la
Iglesia Católica tal y como la conocemos, con toda su compleja parafernalia
moral, política, jurídica, jerárquica, doctrinaria y financiera, esto es,
estatal. A partir del emperador Constantino, en el siglo IV, el catolicismo se
convierte en una auténtica fuerza monárquica e imperial, esto es, eminente y
avasalladoramente terrenal, sin desligarse, claro está, de lo místico, del
misterio. La Iglesia es, entonces, católica -es decir, universal-, apostólica y
romana: se asienta en aquella porción de territorio que oficialmente le quedó
después de haber anexionado, regentado y perdido los llamados Estados
Pontificios, y que hoy es el pequeño pero poderoso Estado Vaticano, su centro
administrativo y espiritual. Volvamos al misterio: “El catolicismo se asienta
en el misterio, porque lo misterioso atraviesa los fundamentos de cualquier religión”,[1]
dice el experto vaticanista Eric Frattini. “Durante siglos, la Iglesia cultivó
con profusión el misterio a todos los niveles, porque el misterio y el secreto
protegen, mantienen en otra órbita”.[2]
Hoy ya no resulta posible mantener ese misterio a todos los niveles. El
escándalo mediático de los vatileaks,
por mencionar sólo un episodio, mostró hace un año que ni el Vaticano está
exento del escrutinio público, por un lado, ni que las divisiones internas y la
pugna de poderes, por otro, expongan sus intrincados mecanismos
gubernamentales: más allá del actual enfrentamiento entre los dos bandos más
visibles y poderosos -el del reducido pero no vencido cardenal Angelo Sodano y
el del fortalecido cardenal y Secretario de Estado Tarcisio Bertone-, no se
puede hablar de consenso entre sus guías espirituales -cardenales, obispos,
curas, monjas- y mucho menos entre sus millones de feligreses en temas como el
celibato, las rígidas jerarquías, el adoctrinamiento, la planificación
familiar, el aborto, la eutanasia, la tolerancia frente a la diversidad sexual,
el rol de las mujeres en la Iglesia o la opción por los pobres.
La teología de la liberación,
aquel movimiento visionario y progresista surgido en América Latina en los
sesenta, reivindicó y definió claramente el deber ser de la Iglesia: estar de
un modo integral, y no solo espiritual, del lado de los que tienen menos o no
tienen nada, actuar con ellos y ayudarles a ser no solamente personas sino
individuos. Intentaba poner a tono la Iglesia con el siglo veinte y ayudar a superar
los niveles extremos de injusticia social. Ya en el siglo veintiuno la Iglesia
Católica sigue en mora de hacer los cambios que sin titubeos ha debido realizar
a casi cincuenta años del Concilio Vaticano II, que en cierta manera era eso lo
que buscaba, un catolicismo moderno y acorde con los nuevos tiempos. Pero tres
papas han dejado pasar la oportunidad de una auténtica y profunda renovación que
necesita su institución. La expansión a todo nivel -propia de los estados
imperiales, así ya no sea territorial en su caso-, la evangelización planetaria
y con ella el crecimiento numérico de los fieles, su inmersión en la banca, los
negocios internacionales y las finanzas, parecen pesar mucho más que una
iglesia comprometida con la humanidad, especialmente con los desposeídos, como
tanto suele predicar. América Latina pasó a ser el principal bastión del
catolicismo en el mundo; sin embargo, es una de las regiones más pobres de la
tierra. La Iglesia ha podido hacer no poco para disminuir la pobreza, eso
quería y quiere la teología de la liberación, perseguida, denigrada,
estigmatizada y reducida desde el propio Vaticano.
Soy partidario de una
liberalización y flexibilización de los temas que tanto atormentan, y dividen,
a la iglesia paulista, católica, apostólica y romana, algunos de los cuales ya
me he permitido anotar. Sería significativo que al menos la Iglesia diera un
debate franco y abierto sobre el celibato opcional, el acceso de la mujer al
sacerdocio y al obispado, la resignificación de la defensa de la vida -concepto
tan amplio pero empequeñecido por esa alianza perversa entre liberalismo y cristianismo-,
la vida sexual, la tolerancia a lo diferente -concepto igualmente amplio-, la
opción por los desposeídos que, como he señalado, debería estar en el centro de
su accionar. Reconozco desde luego el coraje, la valentía y el espíritu
libertario de muchos curas y monjas, que trabajan en silencio al margen del
autoritarismo vaticano. Pero no soy optimista frente al resultado del cónclave
de marzo que designará al sucesor de Ratzinger. En primer lugar porque la forma
de elección misma me resulta anacrónica y, repito, propia de un estado imperial
y no de una organización planetaria que se supone está al servicio de la
humanidad. Si el catolicismo es una institución que reúne a más de mil millones
de fieles -Frattino habla de cerca de 1800, otros de casi 1200 o 1100, aquí
tampoco hay consenso-, me parecería justo y hasta posible que se cambiara el
sistema de elección para que, de alguna manera, resultara democrático y
representativo y no restringido a los 117 cardenales electores. ¿Por qué no
votan los 5.014 obispos, los 412.000 sacerdotes y los 221.298 seminaristas y no
sé cuántas monjas que, según el diario El Tiempo, existen en el mundo?[3]
Ni hablar de la posibilidad de que cualquier feligrés que quisiera hacerlo pudiera
depositar su voto en su parroquia o templo, con todo el derecho que le asiste
de conocer los méritos de los distintos candidatos aprovechando las facilidades
no sólo eclesiásticas sino mediáticas y comunicacionales hoy en día
disponibles. Lo real es que el Vaticano sigue siendo “una estructura de poder
tan anticuada, tan protegida de los cientos de millones de verdaderos católicos
por altísimos muros de soberbia”.[4]
Sorprendente e inesperado sería,
pues, que la mayoría de los cardenales electores votaran, por ejemplo, por el
cardenal de Honduras, Óscar Andrés Rodríguez Madariaga, que además de su
reputación de progresista no es europeo; como bien se sabe, el trono de Pedro
siempre ha sido privilegio de europeos y entre estos, de italianos. Por último,
se habrá de buscar que el nuevo pontífice sea un hábil político, como lo fue
Juan Pablo II y no lo pudo ser Benedicto XVI en sus casi ocho años de gobierno.
Hábil político significa aquí la opción por el poder y los poderosos,
acompañada de las consabidas condenas que desde la Santa Sede se hacen para
condenar todo lo que a sus ojos sea condenable, de las encíclicas que el sumo
pontífice debe elaborar y de los llamamientos a la concordia. Otra cosa sería
que, además de esto último, se pasara a una práctica política de la justicia
social e individual. Algo utópico por el momento.
...la Iglesia cultivó con profusión el misterio a todos los niveles, porque el misterio y el secreto protegen, mantienen en otra órbita”.
ResponderEliminarMe quedo con esta frase.
En esta época de luz ya no se puede tolerar el misterio.
Muy buen artículo Jaime,