“Sería difícil encontrar en toda la obra de Lorca
palabras más desoladoras que las del moribundo Gonzalo:
Agonía. Soledad del hombre en el sueño lleno de ascenso-
res y trenes donde tú vas a velocidades inasibles.
Soledad
de
los edificios , de las esquinas, de las playas, donde tú no
aparecerás ya nunca".[1]
El poeta y dramaturgo Federico García Lorca: Fuente: La Moderna editora
En agosto de 1930
Federico García Lorca termina de escribir una obra que él juzgaba
irrepresentable: El Público. (Otros
creen que Lorca estuvo retocando el libreto hasta el año de su muerte, 1936). “He
empezado a escribir una cosa de teatro que puede ser interesante. Hay que
pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está
muerto. O se cambia el teatro de raíz o se acaba para siempre. No hay otra
solución”,[2] escribe Lorca en una carta avizorando lo que podría ser este teatro del
porvenir que en su obra es llamado “el teatro bajo la arena”. Como para tantos
artistas del teatro, Lorca sentía, pensaba y actuaba -hasta donde le era
humanamente posible en el contexto de una España política y socialmente
convulsionada e intolerante- en función de un arte comprometido con la verdad y
la vida. El teatro al aire libre era para él no lo que hoy conocemos como
teatro de calle, sino el teatro dramático, convencional, abigarrado y tradicional
no sólo en España: el teatro que se había ido construyendo en Occidente a
partir de los cánones establecidos en Grecia hace 25 siglos y que determinó las
distintas formas del drama que colocaron al autor en la cúspide, al actor en el
medio y al público en la parte más baja o, siempre, como figura pasiva que
contempla la obra debidamente separado, física y emocionalmente, del escenario.
Hubo, desde luego, excepciones a la norma dramática: las juglarías medievales,
la Comedia del Arte italiana, Molière en algunos casos o Strindberg en su
última etapa. En ellas, sobre todo en los dos primeros ejemplos, el autor no es
ya la figura hegemónica o ni siquiera existe como tal. Pero será el joven
dramaturgo francés Alfred Jarry, prematuramente muerto, quien haga volar en
pedazos el edificio dramático a fines del XIX con su anarquista Ubu Rey, que tendrá influencia en los
surrealistas, en ese otro revolucionario del teatro que será su coterráneo
Antonin Artaud, en el denominado teatro del absurdo y, en fin, en otras
vanguardias teatrales que irrumpirán en el XX.
Lorca no era ajeno a
estas revoluciones escénicas. Dos de sus grandes amigos en los años veinte -tan
prolíficos en transgresiones y experimentaciones estéticas- fueron Dalí y
Buñuel, miembros a la sazón del grupo surrealista; y estaba al tanto de las
experiencias teatrales vanguardistas que se realizaban en la capital
internacional de la vanguardia, París. Su estancia en Nueva York en 1929 parece
haberlo motivado suficientemente como para iniciar la escritura de su obra en
su siguiente destino, La Habana, teniendo ya en su cabeza la prefiguración de
la misma. El Público es vanguardista
por varios motivos. Su atmósfera onírica y fantasmagórica, sus diálogos incisivos,
crudos y metafóricos, simbólicos, sus personajes delirantes, a menudo
espectrales, beben en las aguas del surrealismo y del teatro de la crueldad que
obsesionaba a Artaud. Su carácter de teatro dentro del teatro reconoce y emplea
deliberadamente ciertas referencias shakespereanas que anticiparon futuras concepciones
teatrales como el distanciamiento brechtiano, concretamente en El sueño de una noche de verano, amén de
hacer girar su relato sobre un montaje tremendamente provocador de Romeo y Julieta que Enrique, el Director
de escena, finalmente decide mostrar al público; éste reacciona, empero, con
tanta ira que desencadena un incendio y una masacre en el recinto teatral que
acaba con las vidas de todo el elenco. Al parecer los únicos sobrevivientes han
sido Enrique y los Caballos que inauguran el teatro bajo la arena, y digo al
parecer porque uno de los seis cuadros que componen la obra, el cuarto, fue
perdido por Rafael Martínez Nadal, a quien Lorca dejara el único manuscrito
completo. Se supone que en ese cuadro estaba contenido el momento de la
masacre, si se tiene en cuenta que en el quinto agoniza y muere Gonzalo, el
presunto intérprete homosexual de Romeo, mientras que los trágicos hechos son
comentados y confrontados por un grupo de estudiantes. Es más, todo indicaría
que fue la representación de los dos amantes como homosexuales -la de Romeo,
además, como un hombre de 30 años, y la de Julieta como un muchacho de 15- lo
que más enardeció a los espectadores. Cuentan los estudiantes que los dos actores
fueron forzados, incluso, a repetir la escena del sepulcro ante un juez y luego
asesinados. Seis años después de escribir El
Público, Lorca fue atrozmente asesinado cuando se iniciaba la guerra civil.
La obra fue visionaria hasta en la propia muerte de su autor: como Gonzalo, el
personaje homosexual que todo el tiempo busca la autenticidad en el teatro y en
la vida, pagó con la suya la búsqueda de sus propias verdades: naturales,
estéticas y existenciales.
Por otro lado está lo
que llamaría el espíritu circense de la obra, en medio de la tragedia que la
envuelve. Las vanguardias escénicas se interesaron mucho en el espectáculo
popular (circo, cabaret, music-hall) y solían tomar elementos del mismo en sus
estructuras, personajes, escenografías y recursos visuales. Y el otro aspecto
que quería señalar es el del homosexualismo latente y evidente que atraviesa la
obra, haciendo de ella acaso la invención más abiertamente homosexual de su
autor. No solamente son homosexuales sus personajes principales y otros;
también lo es la concepción del amor que se manifiesta en la relación
tormentosa entre Enrique y Gonzalo y, a partir de ahí, en el replanteo que el
primero termina haciendo, motivado por el segundo, de los personajes de Romeo y
Julieta como tales. “En último caso, ¿es que Romeo y Julieta tienen que ser
necesariamente un hombre y una mujer para que la escena del sepulcro se
produzca de manera viva y desgarradora?”,[3]dice en la obra el Estudiante 2. Lorca quería poner honestamente en escena lo que sentía, vivía
y pensaba en su mundo real. “La revolución del amor, que Lorca perfila en El Público, es la revolución de lo vivo
contra lo muerto, de la vida contra la representación, de la imaginación contra
la convención y la escritura”,[4] dice por su parte el teatrólogo José A. Sánchez.
El
Público es, en consecuencia, todo un manifiesto a favor de
un teatro vivo y libertario que, figuradamente, se levanta bajo las ruinas de
un teatro dramático que ya cumplió su ciclo y no responde a las nuevas demandas
y realidades de un arte y un mundo modernos. Teatro al aire libre sería una
metáfora escogida por Lorca para calificar el teatro dramático marcadamente
convencional, un teatro de las apariencias, complaciente, muerto, falso, basado
en el engaño, el enmascaramiento y la ficción. El teatro bajo la arena, por el
contrario, evitará los convencionalismos, buscará la verdad, lo que está vivo,
no será complaciente, incluirá al público, le mostrará lo que el teatro
dramático le ha ocultado, todo lo que pueda irritar, molestar, cuestionar pero
también movilizar al espectador, representará los clásicos a la luz de los
tiempos actuales, abandonando las representaciones literales y el arte
dramático, que es sólo el del autor; ahondará en la psiquis humana, no para
producir un teatro psicológico sino uno que se haga con todo el cuerpo del
actor, visceral, neuronal, real; no representará la realidad ni la vida, pero
será humano, real y vital todo el tiempo, no mirará la vida desde una ventana
sino desde la vida misma, y si para ello tiene que recurrir a lo sub-real, lo
ilógico, lo onírico, lo extraño, lo absurdo no será mediante el recurso fácil a
lo ficticio y artificial sino indagando y mostrando otras dimensiones del
homo-humano, su memoria sensual, su corporalidad, sus ambigüedades, su
naturaleza, su presencia, su existencia, su carnalidad hecha verbo y no ese
verbo hecho carne que exhibe corrientemente el teatro dramático, el teatro
pretendidamente al aire libre. El teatro aquí llamado bajo la arena es,
entonces, “un teatro donde la imagen es expresión de un compromiso absoluto con
la verdad [...] que aparece en una espacio-temporalidad fragmentada y densa,
que retorciéndose sobre sí misma proyecta el drama hacia fuera, hacia el
público”.[5]
No obstante, las
vanguardias teatrales han oscilado entre un teatro visceral, no realista,
carnal, cruel, en comunión con el espectador y otro que devela los mecanismos
dramáticos y escénicos que permiten analizar las distintas realidades
propuestas e implicadas: las motivaciones del autor, de la obra, de los
personajes, del director, de los intérpretes y, claro, las del propio
espectador y hasta del teatro como sistema, arte e institución; en otras
palabras, el teatro como espacio privilegiado de la asamblea e interacción
social crítica que se establece entre la escena y el público, que sería la vía propiciada
por Brecht. En ambos casos, un teatro que despliega un carácter comunitario e involucra
y sacude al espectador bien sea sensorial, corporal y orgánicamente; o
intelectual, verbal, dialéctica y argumentativamente. Hasta donde sé Lorca no
llegó a conocer la obra de Brecht, proscrita luego en la España franquista.
Pero, su teatro bajo la arena, magistral y angustiosamente delineado en El Público, contiene elementos que de
alguna manera sintetizan las búsquedas de Artaud y Brecht e iluminan las
posteriores dramaturgias de la imagen, expandidas y post-dramáticas, así la
obra recién haya podido ser editada por Martínez Nadal en 1978 y ver la luz de
los escenarios en los ochenta. Jorge Lavelli, uno de los primeros directores en
llevarla a escena, decía que los cuestionamientos hechos por Lorca “son
comparables a los que hizo Brecht en los años treinta, mediante su búsqueda de
otro lenguaje, de otro modo de comunicarse con su público. Pero mientras Brecht
iba hacia un didactismo y hacia lo que él llamaba un teatro épico, Lorca llega
a la síntesis de elementos teatrales y al abandono de la psicología, de la
anécdota, en provecho de la expresión emocional inmediata y esencial de las
ideas”.[6]
[1] Ian Gibson, citando a Federico García Lorca, Vida, Pasión y Muerte de Federico García Lorca (1898-1936),
Barcelona, Plaza y Janés, 1998, 3ª ed., p. 436.
[2] Ibíd.,
p. 437.
[3]Federico
García Lorca, “El Público”, en Obras
completas, II, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1996, p. 653.
[4]José A. Sánchez, Dramaturgias de la
imagen, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1999, 2ª
ed., p. 91.
[5]Ibíd.,
p. 90.
[6]Jorge Lavelli, en Irene Sadowska-Guillón, “La pasión teatral de Jorge Lavelli”,
Escenarios de dos mundos. Inventario teatral
de Iberoamérica, t. 1, Madrid, Centro de documentación teatral, 1988, p.
94.
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