sábado, 19 de octubre de 2013

ROBERTO BOLAÑO, UNA VIDA LITERARIA (II)

Bolaño en Guayaquil, durante su viaje por Suramérica


Primero, el viaje a Chile. Roberto Bolaño tenía intenciones de quedarse a vivir en Chile cuando emprendió en 1973 lo que yo llamo el periplo del Che al revés (de México hasta el cono sur), aunque finalmente también realizaría el viaje de sur a norte para continuar con su vida en México por obvias razones: el golpe de estado de Pinochet y la instauración de su régimen del terror, la detención de que fue objeto el propio Bolaño cuando viajaba de Santiago a Concepción, lo cercana que sintió la muerte aquella vez. Entonces, para el futuro poeta cofundador del infrarrealismo, resultaba una necesidad de supervivencia decirle adiós a Chile y regresar al caótico pero vital DF mexicano. Volvería a su país una sola vez, veinticinco años después.

Segundo, el mito Bolaño. Desde la prematura muerte de Roberto Bolaño el 14 de julio de 2003, y aun antes de su deceso, empezó a construirse lo que en el mundo literario se dio en llamar el mito Bolaño. En 1998 un escritor chileno radicado en España sale definitivamente del anonimato tras ganar el Premio Herralde de novela, el que entrega la editorial española Anagrama, y el Premio Rómulo Gallegos, el más importante de la narrativa en Latinoamérica, con Los detectives salvajes, considerada hoy por la crítica especializada como una de las novelas imprescindibles de la literatura hispanoamericana del siglo veinte: una novela mítica como Pedro Páramo, Rayuela o Cien años de soledad. Desde entonces Bolaño empieza a ser traducido a muchas lenguas, a volverse un fenómeno editorial, de fieles lectores (especialmente jóvenes), de ríos de tinta y resonancia en los medios en torno a la obra y vida de un escritor que no se veía desde los años del boom latinoamericano. Bolaño no para de escribir hasta su muerte, lo hace compulsivamente, y sus libros anteriores y posteriores a Los detectives salvajes empiezan a leerse vorazmente. Y todo lo que logró escribir se vuelve hoy materia de publicación, crítica, lectura y estudio. Y su propia vida resulta tan atrayente como su obra porque está volcada en ésta. Porque los límites entre lo real y lo ficcional son tenuemente magistrales. Porque Roberto hizo de su vida literatura, la principal materia de sus invenciones. Su muerte, acaecida en la plenitud de su creatividad, cuando aun no finalizaba la escritura de su impresionante novela 2666, a pocos años de haberse convertido en una celebridad literaria mundial, que él no se tomaba para nada en serio, no le puso punto final a una obra que ha seguido diseminándose en publicaciones póstumas.

Tercero, la enfermedad. A comienzos de los noventa Bolaño supo que padecía una enfermedad hepática que con el correr de los años se volvió crónica y, finalmente, provocó su muerte. Un trasplante de hígado pudo salvarle la vida, pero ello no fue posible durante los días que estuvo hospitalizado porque la solicitud de un donante ya se hizo tardíamente. Bolaño escribió un ensayo titulado Literatura+ Enfermedad=Enfermedad, dedicado al médico que lo venía tratando desde 1993, y que fue incluido en uno de sus libros póstumos, El gaucho insufrible. Es probable que Bolaño se cansara de ingerir tantos medicamentos y descuidara su estado de salud en sus últimos años, abocado como estaba a escribir y leer con absoluta entrega. Uno de los personajes de Los detectives salvajes, un periodista argentino residente en París que conoce a Arturo Belano (el alter ego de Bolaño) en África, habla de las enfermedades que éste padecía (colédoco esclerosado, colon ulcerado…), de las dificultades para conseguir sus medicamentos en aquellos países africanos durante sus largas estadías como corresponsal de guerra, de cómo, por solicitud del propio Belano, le mandaba los medicamentos que le hicieran falta desde París. En fin. Bolaño sabía que la enfermedad podía llevarlo a la tumba. Y vivió con esa certidumbre, escribiendo tanto y de tal modo por lo menos durante sus últimos diez años como nunca antes lo había hecho. Pero no es que Bolaño se estuviera sacrificando así por sus lectores (los que tenía y los del futuro). En cambio, lo que sí me parece es que había en él una voluntad, necesidad y urgencia inquebrantables de escritura. Que es una forma de vivir hasta el último aliento.

Imagen: 
https://www.uam.es/personal_pdi/stmaria/jmurillo/Roberto.Bolano/Enlaces.html

Cuarto, el humor. Personalmente me fascina y me divierte, por supuesto, el humor que maneja Bolaño. En sus obras, en las pocas entrevistas que dio, en ciertas anécdotas de su vida. Un humor cínico (me refiero más al cinismo filosófico) e irónico. Un humor inteligente y creativo. Pienso en lo que hermana a Bolaño con los Hermanos Marx, Woody Allen, Fontanarrosa y Les Luthiers. Por ejemplo en lo que va de los compositores inventados por estos últimos, sobre todo su Johann Sebastian Mastropiero, a quien le atribuyen prácticamente la mitad de sus obras, a los escritores de La literatura nazi en América, Los detectives salvajes o el argentino  de El último viaje de Álvaro Rousselot. O, en suma, a Arturo Belano. Artistas de la calle o de escuela, como Mastropiero, que a menudo fracasan y además no les preocupa hacerlo, o que vuelcan su fracaso en placer y celebración. Ignoro si Bolaño escuchaba a Les Luthiers, pero de alguna manera lo que estos han hecho en la música y la escena Bolaño lo hizo en su literatura. Representar un tipo particular de antihéroes con un imaginativo y caricaturesco sentido del humor. Influencia o coincidencia.

Quinto, vida + literatura = una literatura vivida. Para Bolaño era imprescindible leer siempre, acaso por encima de escribir. Eso le permitía vivir, sentirse vivo. Podía faltar todo, menos los libros. Vivir, leer y escribir han de ser actividades, y actitudes, paralelas. Vivir para leer y escribir. Cuando se lee a Bolaño se descubre a alguien que vivió intensamente, que amaba la vida, que supo hacer de su vida una perpetua obra de arte. Que amaba los juegos (era un aficionado a los juegos de estrategia, por ejemplo) y los laberintos, que sabía que la literatura, como todo arte, tiene que ser un juego. Que no temía perderse en los laberintos que inventaba o en los cotidianos y mundanos. Pero atención: Bolaño reconocía la delgada línea que separa al escritor del canalla en que frecuentemente se puede tornar o al canalla que se puede ocultar en la figura del literato. Porque a pesar de todas las cosas nobles y altruistas que se adjudican a los escritores, y a los artistas en general, el oficio está lleno de canallas. Bolaño se cuidaba de no ser uno de ellos habida cuenta de lo fácil que es envilecerse, caer en el autoelogio constante, en la nula autocrítica, en la mitomanía personal, en la vanidad, en las emociones dañinas. Y eso no tiene que ver con el mucho, mediano o escaso talento que pueda tener un escritor. Un vivir literario no es vivir a costa de la literatura, a cualquier precio. Bolaño supo ser humilde y no tomarse en serio lo de la fama y el éxito. 

Junto a su esposa Carolina López

Y sexto, la posteridad. Bolaño escribió tal vez la última obra maestra de la literatura latinoamericana y mundial del siglo veinte, que a lo mejor es también la última del segundo milenio: Los detectives salvajes. Una fascinante, ambiciosa, postmoderna y tragicómica saga que pone a unos poetas anarquistas a hablar de poesía, a buscarla y a vivirla. Un retorno a la novela total, en la que todo puede caber, y un adiós a la novela decimonónica que él mismo Bolaño decía que ya estaba acabada aunque seguiría escribiéndose por mucho tiempo más. Tal vez esto explique que los lectores jóvenes gusten más de la literatura de Bolaño que de, por ejemplo, la de Víctor Hugo. Que se identifiquen más con un Arturo Belano que con un Jean Valjean. Y sin lugar a dudas Bolaño escribió la primera obra maestra del siglo veintiuno y del nuevo milenio, 2666, que él quería que se publicara por volúmenes en vista de la enorme extensión que estaba alcanzando (la novela sobrepasa las mil páginas) y de la posibilidad de morir antes de terminarla. Pero se publicó en un solo volumen. Una obra en la que se fue su vida, cuya lectura siempre nos deparará, entre muchas otras cosas, la incógnita de cómo la habría concluido. O en la que cada cual tendrá que inventarse su propio y provisional final. 

viernes, 11 de octubre de 2013

ROBERTO BOLAÑO, UNA VIDA LITERARIA

Cuando la correspondencia, simbiosis o imbricación entre la vida y la obra de un autor es férrea, ambas se vuelven indisociables: no se podría concebir ni entender la una sin la otra; la existencia individual termina siendo una obra de arte y lo que esa existencia inventa es una deliberada extensión constante y estética de un cuerpo en movimiento. Es lo que sostiene, por ejemplo, el filósofo francés Michel Onfray al hablar de lo que es una vida filosófica y citar los nombres de pensadores como Epicuro, Diógenes, Montaigne, Nietzsche, Foucault o Camus. Lo mismo se puede aplicar a determinados literatos de todos los tiempos, y por supuesto a distintos tipos de creadores. Cómo no podría haber sido una vida literaria la de Cervantes que padeció la prisión, la guerra, las deudas, la enfermedad, que aun en prisión escribía, que hasta el final de sus días lo hizo; o la de Baudelaire y sus dolorosas vicisitudes y enfermedades y su poesía desgarradora; o la de Rimbaud, que a los 20 años ya había escrito toda su obra poética; o la de César Vallejo, que empieza a escribir su vanguardista poemario Trilce en una cárcel peruana. Y esto sólo por mencionar unos pocos casos. 

El escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003) es otro de esos escritores cuya vida misma fue apasionadamente literaria. Justamente a sus 15 años Bolaño ya vivía con su familia en la ciudad que sería escenario de algunas de sus novelas: México DF. Allí vivió de cerca el movimiento estudiantil de 1968 que fue aplastado tras la masacre de centenares de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, días después de que el ejército ingresara ilegalmente en la UNAM, asunto que evocará en su novela Amuleto. El DF aparece delineado, recorrido y vivido, como el Dublín de Joyce, en Los detectives salvajes, su novela más conocida, con sus jóvenes poetas de cafetín y juergas interminables que querían innovar la poesía mexicana, y también con sus figuras canónicas, como la de Octavio Paz. Bolaño quería ser poeta y a ese propósito vital dedicó sus lecturas, sus esfuerzos y sus vivencias febriles de aquellos años. No concluyó su bachillerato. Leía, siempre leía, y escribía. Bolaño fue siempre un lector que escribía y no un escritor que leía, como clasifica a los escritores Rodrigo Fresán, escritor y periodista, amigo personal de Bolaño en sus años españoles, más concretamente catalanes.

Roberto Bolaño en sus años mexicanos
Imagen:

En 1973 Bolaño emprende un viaje mayormente por carretera desde México hasta Chile. Tenía la intención de quedarse en su país, al menos por un tiempo. A poco de estar en Santiago estalla el golpe de estado y algunos meses después es detenido, finalmente liberado y por obvias razones decide irse y se instala nuevamente en el DF. Es en esos años en que Cuba, el boom literario y la brutal caída del gobierno izquierdista de Allende habían puesto a Latinoamérica de moda en el mundo, que conoce al poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro (nombre artístico de José Alfredo Zendejas Pineda) que llegó a ser su mejor amigo. En 1975 fundan un movimiento poético marginal al que llamaron, precisamente, infrarrealismo. Eran irremediablemente contestatarios, estaban en contra de los poetas nacionales, como tantos jóvenes airados con ínfulas de poetas lo estaban en otros países latinoamericanos. Esa experiencia fundamental, en la que se vivía, leía y escribía con frenesí, en la que ambos se empeñaron en escribir y vivir poéticamente, quedó plasmada en Los detectives salvajes. Arturo Belano y Ulises Lima son, respectivamente, Bolaño y Santiago, los dos poetas que lideran el realismo visceral, el capítulo surrealista de la poesía mexicana o en todo caso el más radical, que se van lanza en ristre contra el panteón de la poesía mexicana, empezando por Paz, que buscan obsesivamente a Cesárea Tinajero, la supuesta precursora del realismo visceral, y en su camino frecuentan y conocen toda suerte de poetastros y otros individuos extraños que aparecen y desparecen en sus vidas: lúcidos, desquiciados, eruditos, ambiguos, risibles, a la deriva y otros que no pertenecen a ese delirante mundo intelectual pero entran en contacto con él.

La novela está escrita como una sucesión de diarios y testimonios de decenas de personajes que en su mayoría conocieron a Belano y Lima o supieron de ellos por otras fuentes. Un jovencísimo poeta, o aspirante a serlo, abre este relato descomunal que se inicia en 1975: García Madero, que acompañará a sus dos jefes poéticos en la búsqueda del fantasma de Cesárea Tinajero por el desierto de Sonora. La primera parte está contada desde su punto de vista. La segunda tiene numerosísimas voces y una que es constante, la de Amadeo Salvatierra, único personaje en esta parte que dice haber conocido a Cesárea y, por tanto, principal fuente para la búsqueda posterior. Paralelamente a la larga y bohemia conversación que Belano y Lima sostienen con él, los demás personajes evocarán a los dos fundadores del realismo visceral en su ausencia, pues ambos se han marchado a Europa, cada uno por su lado. Y eso fue, en efecto, lo que Bolaño y Santiago hicieron en vida (Santiago murió cinco años antes que Bolaño), abandonando a su suerte a los militantes de la aventura poética que fue el infrarrealismo, más poesía vivida que escrita dada la discontinuidad y brevedad del movimiento, aunque Santiago siempre estuvo dedicado al ejercicio poético y dejó mucha poesía escrita, bien sea maravillosa o pésima, según el escritor mexicano Juan Villoro.

Bolaño (arriba, cuarto de izq. a der.), acompañado de algunos amigos infrarrealistas

Los infrarrealistas  me recuerdan un poco a los miembros de la Generación Beat, como Neal Cassady, el gran amigo de Jack Kerouac cuya vida resultaba tan literariamente atractiva que fue personaje de dos de sus novelas y de las de otros autores, entre ellos Charles Bukowski, el maldito de la literatura estadounidense. Cassady estuvo tan ligado a las vidas de los escritores Beat, particularmente a las de Kerouac y Ginsberg, que fue considerado un miembro más de ese movimiento literario y contracultural estadounidense.

Bolaño no podía dejar de escribir una voluminosa novela (más de 600 páginas) sobre su poética vida infrarrealista, sobre ese viaje anárquicamente vitalista por tantas vidas y lugares que él y Santiago recorrieron. Incluso extrajo la narración de Auxilio Lacouture, una de las tantas voces que pueblan su relato, para desarrollarla como otra novela, Amuleto, en la que aquella se presenta como la madre de todos los jóvenes poetas mexicanos. Como dijera antes, Bolaño empezó escribiendo poesía y siempre quiso ser un poeta y en vida publicó algunos libros de poesía. Sin embargo, es por su narrativa que logró alcanzar un reconocimiento internacional de tal magnitud que ni él mismo se hubiera podido imaginar, comparable al de los escritores del boom latinoamericano. En sus propias palabras, sólo pretendía ser un escritor sudamericano más o menos decente que amaba Blanes, la ciudad catalana en la que vivió la mayor parte de su vida en España.

Bolaño en sus años españoles


Bolaño hizo del ejercicio literario la gran temática de su narrativa: literatura dentro de la literatura. Escritores fracasados y alucinados, como los de La literatura nazi en América, esa pléyade de hilarantes y patéticas biografías de escritores esquizoides y malogrados que Bolaño se inventa para divagar, recrear y reflexionar sobre el hecho literario, al cual consagró cabalmente toda su vida, aun a costa de su salud. Poco antes de morir, en julio de 2003, Bolaño entregó a su amigo y editor Jorge Herralde el manuscrito de un libro de cuentos, El gaucho insufrible, en el cual figura uno de los mejores que haya leído y disfrutado en toda mi vida, y que trata, justamente, del oficio literario: El viaje de Álvaro Rousselot. Éste es un escritor argentino de poca monta que ha descubierto que un cineasta francés está adaptando y dirigiendo inexplicablemente algunas de sus novelas, sin su consentimiento y sin el debido reconocimiento de los derechos autorales. Rousselot viaja a Francia en busca del enigmático director, pero no logra dilucidar el misterio o el secreto. Porque la narrativa de Bolaño es eso: abierta, inquietante, secrecional, hondamente irónica, inconclusa y, se me antoja, una escritura de lector, del lector voraz que el propio Bolaño fue, del lector que inventa y escribe con él cuando lo lee, que llena los vacíos y paréntesis implícitos, que imagina y juega con él. Digna de Borges y Cortázar, en quienes reconocía dos de sus principales influencias. Sí: una literatura de lector más que de autor, porque ya no es más la literatura comúnmente conocida sino otra que podríamos llamar expandida. Porque cuando se lo lee se sienten unas irrefrenables ganas de ponerse a escribir sin tregua. Porque logra transmitir una singular pasión literaria, un vivir para escribir que hace que su escritura sea inseparable de su vida, de la vida. En definitiva porque nos enseñó, como lo hicieron tantos que lo precedieron, que la escritura tiene que ser eso: un acto de soberana extensión y creación humana.

Antes de que llegara su fin, trabajaba en su épica y monumental novela 2666, dejándola obligadamente inconclusa y a sus lectores con la perenne tarea de continuarla, lo cual no le habría disgustado. Bolaño probablemente será recordado como el último gran escritor del segundo milenio y el primer grande del tercero. 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

LA PASIÓN Y LA MUERTE DE VÍCTOR JARA

Te recuerdo Amanda
la calle mojada 
corriendo a la fábrica
donde trabajaba Manuel
la sonrisa ancha
la lluvia en el pelo
no importaba nada
ibas a encontrarte
con él, con él, con él
con él son cinco minutos
la vida es eterna 
en cinco minutos
suena la sirena
de vuelta al trabajo
y tú caminando
lo iluminas todo
los cinco minutos
te hacen florecer

Víctor Jara - Te recuerdo Amanda


Me resulta doloroso escribir sobre Víctor Jara ahora que se conmemoran los cuarenta años de su horrenda y vil muerte. El 16 de septiembre de 1973 este cantautor y director escénico murió en el Estadio Chile fusilado por miembros del ejército chileno que lo había detenido cinco días antes en la Universidad Técnica del Estado, en Santiago, tras el golpe de estado del general Pinochet el 11 de septiembre. Durante esos cinco días que estuvo ilegalmente confinado con cientos de personas más en ese estadio que hoy lleva su nombre, el mismo en el cual cuatro años atrás había interpretado su canción Plegaria a un labrador y obtenido con ella el primer premio del Festival de la Canción Chilena, Jara fue torturado, alcanzó a escribir un poema, sus manos fueron destrozadas y finalmente fue ejecutado con una descarga de 44 disparos. Estaba a doce días de cumplir 41 años. La inenarrable saña con que este artista chileno fue ultrajado y asesinado contrasta con una vida apacible y apasionada dedicada al arte: Jara era un director teatral consagrado, para lo cual se formó en la Universidad de Chile; sin embargo, su faceta más internacionalmente conocida era y es la de músico de eso que se ha etiquetado como protesta, canción social o nueva canción, chilena y latinoamericana, y que él prefería llamar canción popular.


Folclorista, investigador, docente, artista escénico y musical, casado con una coreógrafa -la inglesa Joan Turner, con quien tuvo dos hijas-, militante de izquierda, pacifista, Jara fue además director artístico del grupo musical Quilapayún, embajador cultural en el gobierno de Salvador Allende, a quien había apoyado desde su candidatura de la Unidad Popular, y, en definitiva, una de las voces más rebeldes y contestatarias del continente. Irónicamente, la revista estadounidense Rolling Stone lo incluyó en su lista de los quince rebeldes del rock and roll, aunque Jara no fue propiamente un músico de rock.

Su admiración por el Che Guevara lo llevó a componer El Aparecido, seis meses antes de la muerte de éste en 1967; una suerte de trágico presagio de la malograda aventura guevarista en Bolivia. Alguien me dijo una vez que el Che Guevara era el mesías latinoamericano, que en él se cifraban las victorias, las derrotas, las esperanzas, los sueños, los errores, las contradicciones y los fracasos de América Latina.

Su cabeza es rematada
por cuervos con garra de oro
como lo ha crucificado
la furia del poderoso
[...]
Hijo de la rebeldía
lo siguen veinte más veinte
porque regala su vida
ellos le quieren dar muerte 

(extracto de El Aparecido)

El cura guerrillero Camilo Torres había muerto en 1966, en su primer enfrentamiento con el ejército. Jara parecía presagiar que su propio final sería trágico como el de estas dos figuras de la izquierda revolucionaria latinoamericana que habían muerto en un lapso de dos años. La diferencia radica en que Jara no creía en la fuerza de las armas sino en la transformadora de las palabras hechas canto o en la de los cuerpos del teatro hechos imagen. De ahí su sentir y actuar claramente pacifistas. Eso lo llevó a participar, por ejemplo, en un encuentro mundial en contra de la guerra de Vietnam en Helsinki, en 1969, o a componer El derecho de vivir en paz con la misma finalidad.

Jara pasó a ser la víctima emblemática de la dictadura chilena, como lo es Lorca en la España franquista, y hace parte de ese martirologio político latinoamericano en tanto en él se unían fatalmente el arte con el activismo político, como en monseñor Romero, asesinado durante la guerra civil salvadoreña, se unieron de modo similar la religión y la política. En una de sus canciones -Vientos del pueblo- Jara había dicho: “No me asusta la amenaza / patrones de la miseria / la estrella de la esperanza / continuará siendo nuestra”. Y en su lúgubre tema instrumental La Partida, parece sentir que su fin se acerca y decirse adiós. Y así se pueden encontrar otros ejemplos en su cancionero. Porque en él, como en García Lorca y tantos otros, arte y vida estaban trágica e indisociablemente ligados.

Sobre su doble condición artística, Jara opinaba: “No sé en realidad cuál es el campo que me agrada más, si es el teatro o la música. Pero las dos expresiones me llegan, son como dos motores  que se tocan y se necesitan En el teatro hay que exigirse con más profundidad. El folklore en cambio, siendo de gran raigambre humana, me suelta ataduras que salen fuera cuando canto. El teatro es más intelectual; el folklore lo siento más espontáneo”.[1] De origen campesino, nacido en 1932, de adolescente quiso ser sacerdote y entró en un seminario en el que permaneció dos años. Lo abandonó cuando tenía 17. Para entonces su familia ya vivía en Santiago. Después de prestar el servicio militar empezó a interesarse por el teatro, inicialmente por la pantomima. Estuvo en un grupo de mimos y luego ingresó en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile, en 1957. Su otra pasión, la música, lo hizo unirse al grupo folclórico Cuncumén, del que se retiraría en 1962 cuando estaba terminando de especializarse en dirección teatral. Posteriormente iniciaría su etapa como músico solista, teniendo como una de sus impulsoras nada menos que a Violeta Parra, la reconocida folclorista chilena que se suicidó en 1967. Además, dirigiría al grupo Quilapayún entre 1966 y 1969, sin dejar la actividad teatral.

Fueron numerosos los montajes en que participó, bien sea como actor, asistente de dirección o director. Su primera puesta importante fue Parecido a la felicidad (1959), de Alejandro Sieveking, dramaturgo y compañero de estudios, de quien también escenificó Ánimas de día claro, estrenada en 1962 y que estuvo seis años en cartelera, y La remolienda (1965), por la que obtuvo el premio Laurel de Oro como mejor director. La maña, de Ann Jellicoe, le significó otro premio de dirección, el de la Crítica del Círculo de Periodistas en 1965. Su militancia antibelicista lo llevó a dirigir Viet Rock, obra musical de la estadounidense Meg Terry que repudiaba la guerra de Vietnam, en 1969. Como asistente de dirección trabajó con directores de la talla del chileno Pedro de la Barra García (La viuda de Apablaza, 1960), fundador del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile (Ituch), el uruguayo Atahualpa del Cioppo (El círculo de tiza caucasiano, de Brecht, realizado para el Ituch, 1963) y el norteamericano William Oliver (Marat Sade, célebre obra de Peter Weiss, para el Ituch, 1966).


obra musical completa victor jara
Portada de una de las obras dirigidas por Jara


Siempre cuestionándose y reflexionando en torno a su ser y estar en el arte y en el mundo, Víctor manifestaba:

No creo que ser cantor revolucionario signifique sólo cantar canciones políticas. [...] La responsabilidad de ser un intérprete del hombre, de su vida, me hace pensar en lo insondable que es el tema humano. Se juega mucho con la palabra artista. Se ha comercializado. Para mí, artista es el auténtico creador y por lo tanto es, en su esencia, un revolucionario. El arte no es patrimonio de los comprometidos, pero el compromiso te hace ver mucho más hondo cuales son las raíces de nuestro mal. Al pueblo hay que ascender, no descender. Digo esto porque muy a menudo los intelectuales y los artistas tienen actitudes paternalistas o mesiánicas frente al pueblo, lo que constituye un profundo error ideológico, además de una desorientación para saber entregarle lo que le pertenece. Yo canto a los que no pueden ir a la universidad, a los que viven penosa y duramente de su trabajo, a los que son abusados, a todos esos que se llaman pueblo, con toda la magnificencia que encierra la palabra.[2]

La unidad popular avasallada

Salvador Allende, médico, político y masón, había sido tres veces candidato a la presidencia de Chile, hasta que en las elecciones de 1970, en su cuarto intento, se convirtió en el primer presidente izquierdista del mundo occidental que alcanzaba la victoria por vía electoral. Su movimiento político, la Unidad Popular, era una coalición de partidos de izquierda que recibió el apoyo de sectores populares y de numerosos artistas e intelectuales, como Pablo Neruda o los grupos Inti-Illimani y Quilapayún, entre otros. La reacción de la derecha no se hizo esperar como tampoco la de la administración Nixon, en un momento particularmente álgido de la Guerra Fría debido a la intervención estadounidense en Vietnam, el desarrollo de la revolución cubana y el expansionismo soviético. Las campañas de desestabilización política, económica y social se desplegaron duramente contra el gobierno socialista, mientras que personalidades como Jara lo defendieron hasta el final. Allende había convocado a un plebiscito para decidir su continuidad en el poder y el 11 de septiembre daría un discurso con ese fin en la Universidad Técnica del Estado (UTE), en la que Víctor trabajaba. Durante el acto presidencial el propio artista cantaría como señal de apoyo al gobierno. Pero ese acto nunca se celebró porque los militares golpistas, encabezados por Pinochet, habían decidido adelantar para ese día sus acciones y evitar con ello un plebiscito que habría podido cambiar el destino del país. Allende y varios de sus colaboradores se dirigieron al palacio presidencial de La Moneda, el cual defendieron hasta que el fatídico golpe se consumó y el presidente optó por el suicidio. Entretanto, estudiantes y profesores de la UTE, entre ellos Víctor, se encerraron en sus instalaciones respondiendo al llamado de Allende de resistir pacíficamente. Los golpistas, que habían tomado la ciudad capital, sitiaron la universidad y al siguiente día forzaron la salida de sus 600 ocupantes y los trasladaron al cercano Estadio Chile, escenario del horror con que la dictadura pinochetista se inauguraba.

Si había en ese momento alguien más peligroso para los militares golpistas que el mismo Allende, ése parecía ser, paradójicamente, Víctor Jara, a quien se le negó todo durante su cautiverio, aun la posibilidad de un exilio. Y digo paradójicamente porque un artista como él, pese a su radical militancia ideológica, no tenía aspiraciones políticas ni era un sedicioso o algo semejante. ¿Qué representaba, entonces, en ese momento para la dictadura que se abría paso a sangre y fuego? Acaso lo que el propio Víctor dijera en una ocasión: “Hoy estoy feliz con lo que hago pero también descontento o impaciente porque hay mucho que hacer. A veces quisiera ser diez personas para hacer diez cosas que el pueblo necesita”.[3] ¿Era eso lo que la extrema derecha chilena veía y temía tanto en él? ¿Su potencial capacidad de multiplicarse?

Joan Turner, la viuda de Víctor Jara


La sonrisa de Víctor

Lo golpeaba, lo golpeaba. Una y otra vez. En el cuerpo, en la cabeza, descargando con furia las patadas. Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro sonriente, y eso descomponía más al facho. De repente, el oficial desenfundó la pistola. Pensé que lo iba a matar. Siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba desde su frente.[4]
Este es un testimonio del abogado Boris Navia, uno de los 600 prisioneros de la UTE, que recuerda las agresiones que el oficial chileno Edwin Dimter Bianchi, conocido como “El Príncipe”, descargó contra la humanidad de Víctor el 12 de septiembre ante la mirada horrorizada de los demás detenidos, cuando el suplicio del cantante se había iniciado. Resistió hasta el último instante con su cuerpo salvajemente vejado y apaleado hasta que sus verdugos descargaron 44 disparos como si en verdad Víctor fuera diez o más personas. La intolerancia es capaz de todo. Víctor le sonrió a la muerte. Y a la vida. Y a la posteridad.

Ahí enterrado cara al sol,
la nueva tierra cubre tu semilla,
la raíz profunda se hundirá
y nacerá la flor del nuevo día.
A tus pies heridos llegarán,
las manos del humilde, llegarán
sembrando.
Tu muerte muchas vidas traerá,
y hacia donde tú ibas, marcharán,
cantando.[5]



[1] Víctor Jara, en http://educacion.pcchile.cl/index.php?option=com_content &task=view&id=89&Itemid= 32
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] Boris Navia, en http://cultura.elpais.com/cultura/2009/12/05/actualidad/1259967604_850215.html
[5] Víctor Jara, extracto de su canción Con el alma llena de banderas.

lunes, 29 de julio de 2013

SOBRE UNA DRAMATURGIA FEMENINA EN LATINOAMÉRICA

ADÁN: Y es bueno que recuerdes, de una vez para siempre, que tu condición es absolutamente contingente.
EVA: Lo mismo que la tuya.
ADÁN: ¡Ah, no! Yo soy esencial. Sin mí, Dios no podría ser conocido ni reverenciado ni obedecido.
EVA: No me niegues que ese Dios del que hablas (y al que jamás he visto) es vanidoso: necesita un espejo. […]
ADÁN: Así que repite lo que te he enseñado. ¿Cómo te llamas?
EVA: ¿Cómo me llamas tú?
ADÁN: Eva.
EVA: Bueno. Ese es el seudónimo con el que voy a pasar a la historia. Pero mi nombre verdadero, con el que yo me llamo, ése no se lo diré a nadie. Y mucho menos a ti.[i]

     Este diálogo teatral está tomado de la obra El eterno femenino, de la escritora, dramaturga y periodista mexicana Rosario Castellanos (1925-1974), quien, al decir de Kati Röttger, “cita la escena originaria cristiana de la exclusión de la femineidad del sistema de la lengua y de la representación, pero la deforma al mismo tiempo quebrando la autoridad de la cognición de connotación masculina”.[ii] ¿A qué se debe, pues, la escasa visibilidad que aún tiene en Latinoamérica el teatro escrito por mujeres? ¿Por qué la dramaturgia femenina latinoamericana no ocupa la suficiente atención de la crítica, la academia, los investigadores teatrales y el público en general? Pese a todo, se puede constatar que la dramaturgia femenina ha tenido una destacada impronta y un desarrollo significativo en América Latina que, a propósito del feminismo, como lo sostiene Francesca Gargallo,
aparece como el lugar desde donde analizar toda la historia de los pensamientos feministas por ser, una vez más, un espacio in fieri, no terminado, donde el derecho de las mujeres a la diferencia debe encontrarse con su deber de construir la democracia, con su supuesto deber de fortalecer e incentivar la participación de las mujeres en las instancias de representación política básica.[iii] 
         
Rosario Castellanos. Retrato
   
      Rastrear los antecedentes del teatro femenino latinoamericano no es tarea fácil debido a la exigua información disponible. Y es que el teatro es un discurso predominantemente masculino tanto en su historia y su teoría, como en la literatura dramática (arte dramático), la crítica y la práctica misma. Más aún: la propia institución arte ha sido y es masculina, de ahí que sea necesario cuestionar, como lo hace la filósofa feminista Eli Bartra, a la misma
historia del arte, como estructura de estudio androcéntrica y clasista, desde la perspectiva del arte popular, tema que ha sido prácticamente ignorado por el feminismo. […] “No existen valores universales dentro del arte ni popular ni elitista. Los valores estéticos tienen que ver con el contexto cultural en el que se crean, las clases sociales y los géneros que producen las obras. Todo ello desempeña un papel en cuanto a la valoración estética.”[iv] 
      Habría que recordar, por ejemplo, que históricamente la exclusión de la mujer de la institución teatral llega hasta el teatro isabelino, en el que los personajes femeninos eran representados por actores. Puede afirmarse que en el teatro occidental recién se empieza a hablar de una dramaturgia femenina a partir del siglo XX, lo cual, como es obvio, no significa que no existiera desde siglos anteriores. Para el caso latinoamericano tres antecedentes importantes son Sor Juana Inés de la Cruz en el XVII, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda y la peruana Clorinda Matto de Turner en el XIX, escritoras que, como aclara la pintora, escritora y dramaturga mexicana Marcela Del Río, “a pesar de su rebeldía frente a la condición de sojuzgamiento de la mujer, aceptaban los modelos dramáticos del marco teórico y del discurso dramático masculino, como para probar su dominio de tal modelización”.[v] Es precisamente en México donde se gesta y desarrolla una importante tradición de dramaturgas que cubre varias generaciones. Argentina es otro referente. A partir de la década del sesenta del XX, tan renovadora en todos los campos, se presenta un aumento enorme de escritoras teatrales latinoamericanas. Del Río destaca que “en muchos países de América el discurso dramático femenino no sólo ha estado a la vanguardia, sino que, en muchos casos, ha sido el que ha producido la renovación teatral”.[vi] No obstante, la contribución de las mujeres al teatro latinoamericano suele pasarse por alto. Por ello no resulta extraño que en numerosas antologías no figure ninguna dramaturga, lo que lleva a pensar a Del Río, con justa razón, que más bien se debería hablar de antologías de “teatro masculino contemporáneo”.[vii]
       Esta fobia patriarcal y androcéntrica sugiere dos cosas. En primer lugar la predominancia de un discurso estético teatral eurocentrista y europeizante, pues la mayoría de autores, críticos, directores y teóricos del teatro occidental son, además de hombres, europeos: desde el teatro clásico griego y Aristóteles (cuyas ideas sobre la “inferioridad” de la mujer son conocidas) y su Poética, pasando por el teatro del Renacimiento, la ópera y el drama burgués, hasta llegar a Ibsen, Stanislavski, Brecht, Artaud, Grotowski, Becket, Ionesco, Genet, Brook, Fo, Pinter y Müller, entre otros. En segundo lugar, la alteridad que implica, dentro de este estrecho margen, el discurso dramático propiamente femenino: “A la marginalidad dentro del marco estético europeizante se suma la del marco genérico de un discurso hegemónico masculino que ha minimizado la validez de su discurso, no sólo dramático, sino estético en general”.[viii]
    Una de las dramaturgas latinoamericanas más destacadas es la ya citada Rosario Castellanos, cuya obra El eterno femenino, de 1975, es una de las claves para la comprensión tanto del discurso dramático femenino latinoamericano como en general. “Rosario Castellanos acepta su identidad femenina”, [ix] dice Del Río, pero se rebela contra “las limitaciones que le impone a la mujer su entorno social”.[x] Otra visión de esta problemática la ofrece la dramaturga argentina Cristina Escofet, en obras como Solas en la madriguera, en la que “cuestiona su propia identidad femenina, rebelándose no sólo frente a su entorno social, sino ante su propia geografía corporal”.[xi] 
        Por otro lado, parece haberse ignorado que fue precisamente una mujer latinoamericana la que en la primera mitad del siglo XX se adelantó, en cierto modo, al mismísimo Bertolt Brecht en su concepción de un teatro épico, al menos en la práctica. Me refiero a la autora mexicana María Luisa Ocampo, quien escribe la obra El corrido de Juan Saavedra en 1929 -pieza crítica sobre la revolución mexicana-, años antes de que el dramaturgo y teórico alemán publicara sus célebres escritos sobre teatro épico y distanciamiento escénico:
Aun cuando Ocampo no escribe ningún discurso teórico sobre su teatro, ni habla del distanciamiento entre el espectador y los personajes, como lo hace Brecht, el conjunto de esas características produce el mismo efecto: romper la empatía del espectador y anular la catarsis. No deja de ser extraordinario el hecho de que en la misma época en que Brecht escribe sus textos, en México se esté produciendo un teatro con un pensamiento tan acusado, sin que haya la posibilidad de establecer una intertextualidad.[xii] 
         Otra pieza anticipatoria es la de la también mexicana Magdalena Mondragón, La sirena que llevaba al mar, específicamente femenina por su contenido. La obra fue escrita en 1945 y estrenada en 1951, y muestra la transformación en una sirena que empieza a experimentar una mujer, como un gesto de rebeldía frente a su condición de esposa, mujer sumisa, pasiva y conformista con los roles impuestos por una sociedad patriarcal, sexista, masculinizada. Ese año se estrenó en París La cantante calva, obra de Ionesco que inicia lo que la crítica denominó teatro del absurdo. La obra de Mondragón tiene mucho en común con otra de Ionesco, El rinoceronte, acaso la más conocida del dramaturgo de origen rumano. La intertextualidad de estas obras se da, en lo estético, por una acusada influencia del sobrerrealismo, que en el caso de La sirena que llevaba al mar tiene como fondo, además, “al mundo mágico indígena”;[xiii] y, en su contenido, por las implicaciones metafóricas de ambas situaciones: Berenger, el protagonista de El rinoceronte, se niega a ser transformado en un rinoceronte, como ya lo han sido los habitantes del pueblo en que vive, lo que constituiría, en el contexto de la obra, una metáfora de la masificación y del totalitarismo; en cambio Nereida, la protagonista de La sirena que llevaba al mar, acepta una metamorfosis que finalmente no se consuma. El propósito de ambos personajes es el mismo en cuanto a que se resisten a una masificación o manipulación social, aunque la metamorfosis, en el primer caso, significa alienación y enajenación, y en el segundo liberación; y, en suma, rebeldía, en los dos. Así, Mondragón se anticipó catorce años a Ionesco, sin recibir nunca ese reconocimiento.
      Igualmente resulta problematizante el lugar del discurso dramático femenino en las categorías sobre los discursos críticos que plantea Juan Villegas[xiv]: hegemónicos, los que corresponden a las prácticas “del poder cultural dominante”[xv]en una sociedad; desplazados, aquellos que por motivos externos al texto, pero siempre relacionados con el poder, pierden vigencia; marginales, los elaborados por un autor que sufre una condición de marginalidad, cuyo destinatario potencial es un público igualmente marginal; y subyugados, los que son claramente ideológicos y, debido a ello, terminan por prohibirse “por contener conceptos discrepantes frente a los códigos hegemónicos, sea dentro de la política como dentro de la moral o de la estética”.[xvi]Entonces, no resulta nada fácil la ubicación, si de eso se trata, del discurso femenino dramático en una sola de estas categorías, por cuanto la tendencia ha sido la de constreñirlo como marginal, y ello cuando es tomado en cuenta. Y no es que la marginalidad sea ajena a este discurso; sin embargo, acaso haya que crear otra categoría que pueda dar cuenta de un discurso que tampoco es, por fortuna, homogéneo.
        Nieves Martínez de Olcoz, analista del teatro femenino latinoamericano, propone otra categoría que puede resultar más profunda y significativa, tanto para valorar la dramaturgia femenina latinoamericana de las últimas décadas del XX como para interpretar el discurso que nos ocupa: el cuerpo del dolor, en la medida en que es ésta
la imagen perdurable que acuña la escritura femenina finisecular. La violencia en la representación […] no sólo permite denunciar la malversación que el centro de una cultura ejerce sobre sus cuerpos grotescos […]. No solamente se trata de describir el ritual de exclusión de un proceso cultural mediante la violación, feminización o sodomización de un cuerpo como recurso metafórico para delatar la retórica del poder.[xvii] 
     
Griselda Gambaro

      Además de esta violencia directa o indirecta, abierta o solapada contra el cuerpo en general y femenino en particular, que tiene que ver con las formas como en la modernidad se ha intervenido y disciplinado lo corporal, este cuerpo del dolor, “siendo el cuerpo que la ley escribe, es además y fundamentalmente la posibilidad de negociar una nueva alianza, otra denominación del ‘nosotros’ que integre centro y periferia”.[xviii]En otras palabras, el teatro femenino latinoamericano finisecular, que traspasa el nuevo siglo, no únicamente es denunciante sino propositivo y -como siempre lo ha sido pero ahora quizás aún más- político, entendiendo lo político en toda su amplitud. Entre las obras emblemáticas de este período está Antígona furiosa, de Griselda Gambaro, una de las más importantes dramaturgas latinoamericanas de los últimos tiempos. Esta autora reescribe el mito de Antígona trasladándolo a su país, Argentina, en uno de los momentos críticos de su historia, el de la transición a la democracia en la primera mitad de los ochenta después de padecer una de las más sangrientas dictaduras del continente. En el momento en el que la sociedad argentina empieza a exigir justicia, Antígona es “la mujer que en el Proceso […] entierra al desaparecido […] rescata su cuerpo haciéndolo visible. Hasta aquí el mito funciona. Pero hay que corregir su final, su ineficacia o su trampa. Gambaro inventa otra muerte para Antígona”.[xix]Este cuerpo del dolor en la nueva dramaturgia femenina latinoamericana es probablemente la categoría que mejor definiría esta práctica y apuesta dramática: “Como metáfora de representación así planteada vincularía la quizá más importante producción dramatúrgica de protagonismo femenino en la historia del teatro latinoamericano”.[xx] 
         La dramaturgia femenina latinoamericana dialoga así con los movimientos feministas y la sociedad para reivindicar el lugar de lo femenino, cuestionarlo y deconstruirlo, al tiempo que critica las estructuras patriarcales, androcéntricas, masculinas, clasistas, raciales, epistémicas. En cuanto a esta última matriz no se debe olvidar que el teatro, que es conocimiento sensible como todo arte, también contribuye a la construcción del saber; pero, como lo advierte Francesca Gargallo, “las mujeres han sido sistemáticamente expulsadas de la construcción de conocimiento, porque basan sus afirmaciones sobre la realidad en cosas que están muy desvalorizadas por la epistemología tradicional”.[xxi] Esas exclusiones de la mujer de dominios masculinos como la ciencia y el arte, animan la lucha por el reconocimiento de la existencia, importancia, especificidad e investigación de una dramaturgia femenina en Latinoamérica.
        Es que en una época como la nuestra, en la cual los debates sobre género continúan ascendentemente abiertos, habría que tener presente las inquietudes que recoge uno de los personajes de El eterno femenino

SEÑORA 4. ¿No hay una tercera vía para el tercer mundo al que pertenecemos? […] La tercera vía tiene que llegar hasta el último fondo del problema. […] No basta imitar los modelos que se nos proponen y que son la respuesta a otras circunstancias que las nuestras. No basta siquiera descubrir lo que somos. ¡Hay que reinventarnos![xxii]

                               



[i]Rosario Castellanos, “El eterno femenino”, citada por Kati Röttger, “El poder de la mascarada”, en Performance, pathos, política de los sexos: teatro postcolonial de autoras latinoamericanas, Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., Madrid, Frankfurt am Main, Iberoamericana, Vervuert, 1999, p. 116.
[ii] Ibid., p. 116.
[iii] Francesca Gargallo, Ideas feministas latinoamericanas, México, DF, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2006, 2a. ed., p. 110.
[iv] Ibid., p. 86.
[v] Marcela Del Río, “Especificidad y reconocimiento del discurso dramático femenino en el teatro latinoamericano, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op. cit., p. 42.
[vi] Ibíd., p. 43.
[vii] Ibíd., p. 43.
[viii] Ibíd., p. 41.
[ix] Ibíd., p. 46.
[x] Ibíd., p. 46.
[xi] Ibíd., p. 46.
[xii] Ibíd., p. 49-50.
[xiii] Ibíd., p. 50.
[xiv] Citado por Marcela Del Río, ibíd., p. 52.
[xv] Ibíd., p. 52.
[xvi] Ibíd., p. 52.
[xvii] Nieves Martínez de Olcoz, “Escrito en el cuerpo: mujer, nación y memoria”, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op.cit., p. 61-62.
[xviii] Ibíd., p. 62.
[xix] Ibíd., p. 63.
[xx] Ibíd., p. 67.
[xxi] Francesca Gargallo, op. cit., p. 90.
[xxii] Rosario Castellanos, “El eterno femenino”, citada por Kati Röttger, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op.cit., p. 109.