sábado, 27 de abril de 2013

EL BEAT DE LA CONTRACULTURA

Para empezar: los Beatles no sólo marcaron el convulsionado y revolucionario decenio de los sesenta; también dejaron su impronta en millones de individuos alrededor del mundo que seguimos disfrutando su música. Pienso, eso sí, que el aspecto menos interesante sobre la banda británica es, precisamente, la imagen que construyó la sociedad de consumo, esto es, la de un fenómeno de masas que tras medio siglo de éxito ininterrumpido como industria cultural forjada sobre un artista, se sigue reproduciendo y vendiendo exitosamente como marca. Sin embargo, algo especial ha de tener el sonido y la imagen del mítico cuarteto para seguir siendo uno de los principales productos de exportación del Reino Unido y una de las figuras más difundidas por los medios masivos de comunicación, amén de las giras multitudinarias que Paul McCartney aun realiza por el mundo, haciendo de él el ex Beatle que más ha hecho perdurar en escena, y fuera de ella también, aquello que se dio en llamar, desde hace 50 años, Beatlemanía. En cambio creo que lo más interesante es la raíz misma del nombre del grupo y lo que ella trae aparejado: el beat[1] y no beet de beetle (escarabajo, en inglés), algo que, aunque suene igual, sólo se le podía ocurrir a un músico intelectual como John Lennon, amante -y practicante- de las artes plásticas y la poesía desde su adolescencia; y conocedor de un grupo de literatos rebeldes estadounidenses que se autodenominara Generación Beat, conformado fundamentalmente por el poeta Allen Ginsberg y los novelistas Jack Kerouac (quien usó por primera vez la expresión Beat Generation) y William S. Burroughs. Un referente importante de un movimiento estético y social muy amplio, internacional y diverso que, a su vez, ha sido denominado Contracultura, en el cual caben tantas voces y expresiones que se hace difícil delimitarlo y contextualizarlo apropiadamente: mientras hay cierto consenso en ubicar su inicio a partir de los anteriores autores que surgen en los cincuenta en los EE.UU, pienso que las vanguardias artísticas europeas de las primeras décadas del siglo veinte -futurismo, dadaísmo, expresionismo, surrealismo…- pueden ser consideradas como precursoras del movimiento que alcanzó su más conocida cota de expresión en los sesenta, particularmente en EE.UU. El DRAE  define así la contracultura: “Movimiento social surgido en los Estados Unidos de América en la década de 1960, especialmente entre los jóvenes, que rechaza los valores sociales y modos de vida establecidos. || 2. Conjunto de valores que caracterizan a este movimiento y, por ext., a otras actitudes de oposición al sistema de vida vigente”.[2]
 
 Jack Kerouac
 
Aunque mayormente francesas, italianas y alemanas, las vanguardias también encontraron eco en España y América Latina (sobre todo en Argentina, Brasil, Chile y México). Dos hechos claves para entenderlas serían el Manifiesto Futurista del poeta Filippo Marinetti de 1909, punto de partida del anarquista movimiento futurista, que repercutiría también en otras expresiones artísticas y que, por desgracia, sería malamente apropiado por el fascismo; y el célebre urinario que exhibiera Marcel Duchamp en 1916, su primer ready-made, que haría volar en pedazos la idea que hasta entonces se tenía de arte: ¿Qué es lo que determina que un objeto sea considerado una obra de arte? ¿La complicidad del museo, el artista y el público? ¿Una arbitrariedad? ¿La propia decisión del artista? La actitud de Duchamp era abiertamente contracultural en tanto se valía de la propia red institucional para denunciar lo arbitrario del hecho artístico: la obra de arte es una construcción social y en esa medida su valoración es relativa. No lo que para muchos es artístico lo es también para todos; a muchos no les puede decir absolutamente nada.  
Los caligramas de Apollinaire, Huidobro y Girondo, entre otros, expresaban que la poesía puede ser también un hecho visual o que la visualidad ha de encarnarse deliberadamente en la construcción poética; o, en último caso quizá, que no tendría que haber un divorcio entre poesía y plástica. Muchas veladas futuristas y dadaístas, por otra parte, fueron aun más lejos al emplear distintos medios y expresiones: proyecciones cinematográficas, lecturas de poemas, drama, music-hall, circo… El arte como una acción y experiencia viva y compartida con el público, un preludio del happening y el performance que se desplegarán ya en los cincuenta y sesenta en los EE.UU. de la mano de artistas provenientes de distintas disciplinas: John Cage, Merce Cunningham, A. Kaprow, Richard Schechner y muchos más. “¿Cómo podía el arte destruir las actuales condiciones sociales y propiciar así un cambio? Destruyéndose a sí mismo”.[3]Desde esta perspectiva, lo más contracultural en el arte sería, como Cage lo reclamaba, su legítima y radical aspiración de encontrarse con la vida “y la vida es básicamente no-intencional, el arte debe practicar la no-intencionalidad”.[4]Cosa distinta serán los efectos individuales, sociales y estéticos que la experiencia artística pueda generar.
En cuanto al movimiento y la actitud contracultural, ¿qué es lo que se puede apreciar en estas manifestaciones que recurren al arte como una forma de celebrar la vida? Un rechazo y cuestionamiento profundos de las normas culturales impuestas y aceptadas en las sociedades occidentales en muchos campos, siendo el arte uno de ellos; una oposición a lo institucional, lo políticamente correcto, lo socialmente establecido… al poder. Por algo la Contracultura, como movimiento, aparece en los EE.UU, paradigma del desarrollo, la modernidad, la sociedad del bienestar y el consumo, el american dream, el supuesto modelo de vida y sociedad a seguir. En los cincuenta -período de posguerra y guerra fría, y de la cacería de brujas desatada en EE.UU. contra toda sospecha y sospechoso de comunismo-, la sociedad estadounidense empieza a verse agitada por los embrionarios movimientos sociales que conducirán al amplio y radical de los derechos civiles: el acto de Rosa Parks de no ceder su asiento en un bus a un hombre blanco, en 1955, desafía todo un sistema -y cultura- de racismo y exclusión, desencadenando así las primeras protestas en esa dirección. En fin, todo está listo para que en los sesenta estalle el movimiento contracultural tomando como centro EE.UU. pero extendiéndose por todo el mundo. La protesta social adquiere un carácter global y se expresará en muchos órdenes y a través de distintas formas. He dicho que el arte fue uno de ellos y en los sesenta será tal vez el terreno que mejor la canalice. Los jóvenes asumen un protagonismo que nunca habían tenido. Sin duda son las figuras más visibles de la lucha social, protestarán y se rebelarán contra todo lo impuesto por la cultura hegemónica: la familia, el belicismo, el orden histórico, el consumismo, el autoritarismo, el poder gubernamental (y todas las expresiones grandes y pequeñas de poder); frente al reino de la urbe volverán la mirada al campo, a lo natural y darán lugar a posteriores movimientos ecologistas; ante la sexualidad reproductiva: la píldora y otras prácticas de no procreación; ante el matrimonio, el amor libre; ante la inserción laboral, el automatismo, la competencia feroz, el consumismo y la degradación urbana, un retorno a la vida comunitaria cuya concreción más visible eran las comunas hippies, tan defenestradas por el poder. De otro lado están otros movimientos sociales que empiezan a desarrollarse al abrigo de la batalla contracultural, como los de género (más conocidos como feministas) o de la causa homosexual que adquirirán un mayor protagonismo a partir de la década siguiente. Entonces, la Contracultura es algo más dinámico, duradero y vigente de lo que podría pensarse, pese a que el término esté hoy en desuso.

Rosa Parks
 
Para retomar la cuestión inicialmente planteada en torno a los Beatles y su papel en la evolución contracultural, me parece que en un primer momento el grupo estaba debatiéndose, si se quiere, entre aquella imagen comercial y de buenos jóvenes, tímidamente rebelde, y otra que resultara socialmente provocadora, irreverente y comprometida con los tiempos de cambio que se vivían. En ese sentido, los Rolling Stones, sus amigos y competidores, sí proyectaban abiertamente ese ímpetu juvenil que el mundo descubría o que se develaba ante el mundo, sin evidentes ambivalencias en su caso. John Lennon, en todo caso, sí parecía estar dispuesto a cruzar los límites y arriesgar la imagen de su grupo: sabía que el naciente rock era un arma política y denodadamente contracultural. Sus composiciones empezaron a cambiar desde 1965, acercándose más a la canción de autor que esgrimían otros artistas como Bob Dylan. Ya para entonces había publicado dos libros de prosa, poemas y dibujos: In his own write y A Spaniard in the Works. El 66 sería un año clave en el cambio de postura políticamente correcta de la banda: Lennon había declarado que eran más famosos que Jesucristo, provocando un escándalo y repudio principalmente en EE.UU. Citado fuera de contexto, el polémico Beatle había querido plantear que el rock, y no solo su grupo, se estaba convirtiendo en algo más importante para la gente, especialmente para los jóvenes, que, por ejemplo, la religión; y en el caso occidental, que el cristianismo. No fue siquiera una declaración pública sino filtrada a la prensa, y tomada por sectores y grupos ultra conservadores estadounidenses (como el Ku Klux Klan) como una declaración de guerra. El año siguiente fue crucial, tanto a nivel musical como individual y político: es el año del legendario Sgt. Pepper´s lonely hearts club band, ponderado generalmente como su obra maestra y, lo que es aun más discutible, como el mejor álbum pop-rock de todos los tiempos. El disco ya es contracultural desde su ingeniosa carátula, que muestra al cuarteto rodeado de muchas figuras de personajes célebres, incluyendo la suya propia en efigies de cera. Ahí resulta claro el cambio y la evolución del grupo, de la imagen masiva que los muestra con traje y corbata a otra menos convencional, la de un alter ego (la Banda del Sargento Pepper) que es asimismo la de unos jóvenes músicos que se abren definitivamente a los vientos contraculturales. El barroquismo del álbum, sin embargo, se vio un tanto empañado por la absurda decisión de la BBC de prohibir dos de sus canciones, Lucy in the sky with diamonds y A day in the life -en mi opinión la mejor pieza del álbum-: la primera por considerarla una apología al ácido lisérgico (LSD) debido a las letras iniciales de los sustantivos del título; y la segunda porque uno de sus versos (I’d love to turn you on) fue interpretado como alusión al consumo del polémico ácido, que sería defendido y recomendado por el polémico psicólogo estadounidense Timothy Leary; ambos temas compuestos por Lennon, salvo un estribillo de McCartney en el segundo. Por otro lado está el interés de George Harrison, guitarrista del grupo, por músicas y filosofías de la India, evidente ya en esta obra con su magnífica Within you, without you, estableciendo así un auténtico diálogo intercultural, presente ya en la Generación Beat y su inclinación por el budismo zen; y que en cualquier caso sería una forma de acercar a Oriente y Occidente de un modo espiritual, natural y cultural, antes de que lo hiciera la política en lo ideológico y lo económico.
 
 John Lennon

Sin embargo, lo más contracultural del grupo, y específicamente de Lennon, estaba aún por llegar. En 1968 -año del asesinato de Luther King y Bobby Kennedy, de la resistencia checoeslovaca a la invasión soviética, de la revuelta de Mayo en París, de la masacre de estudiantes en México- Lennon escribe Revolution, la primera de una serie de canciones más políticas y comprometidas, a la que seguirán en su etapa post-Beatle Give peace a chance, Power to the people, Imagine -su más famosa composición como solista- y Working class hero, entre otras. Su casamiento con Yoko Ono, por entonces una artista de vanguardia, ya resultaba un hecho contracultural: se esperaba ver a un inglés afamado unido a una occidental, preferentemente inglesa, mas ese no era el caso de un heterodoxo como Lennon. Admiradoras suyas le gritaban que Yoko era horrible y cosas por el estilo. Lennon había pasado a ser una especie de traidor al Imperio Británico, a su cultura, pero su unión conyugal con Ono en 1969 fue determinante del activismo que ambos desplegarían a partir de entonces. Con el propósito claro de promover la paz y, en consecuencia, protestar contra la guerra en general y específicamente contra la de Vietnam, realizaron performances en hoteles de Europa y Canadá: el Bed-In for Peace en Amsterdam y Toronto, y el Baggism en Viena. En el primero permanecían en cama (encamados: bed-in) durante una semana dentro de su habitación, dando conferencias de prensa y explicando que ésa era su forma de manifestarse a favor de la paz y en contra de la violencia; en el baggism hacían lo mismo pero metidos en grandes bolsas de color marrón, ocultando completamente sus cuerpos. Ese mismo año Lennon devolvió la medalla de la Orden del Imperio Británico que la reina Isabel II le había entregado a cada Beatle en el 65: renunciaba a ser un miembro oficial y condecorado del Imperio, otro motivo más para considerarle un traidor. Tanto él como Harrison habían sido, además, acusados de posesión ilegal de sustancias psicoactivas. Luego vendría la presencia de los Lennon en marchas anti-bélicas, su amistad y solidaridad con miembros de la Nueva Izquierda Americana, con el activista afro Bobby Seale, uno de los fundadores de las Panteras Negras, y con otros personajes de la Contracultura estadounidense, la negación de la visa de residencia en EE.UU. -desde un comienzo Lennon fue considerado extraoficialmente persona non grata por el gobierno-, su larga lucha para obtenerla -finalmente en 1977-, y el controvertido asesinato perpetrado por un presunto admirador suyo en Nueva York, en 1980. Se ha llegado a plantear que en realidad fue un crimen político. La propia Yoko Ono deslizaba esa opinión en el documental Estados Unidos contra John Lennon.
Podría pensarse que el final de la Contracultura ya parecía anunciarse con la muerte de Jack Kerouac en 1969 o de grandes personalidades del rock como Jimi Hendrix,  Janis Joplin y Jim Morrison al poco tiempo. Y que la del propio Lennon habría sido su definitivo certificado de defunción. No: eso sería considerar que los ideales de cambio, evolución, libertad, individualidad, tolerancia, paz y amor habrían sido abandonados desde entonces. La Contracultura siguió viva, eclipsada quizá por la feroz arremetida conservadora y neoliberal de los ochenta y noventa. Pero, ha tenido y tiene sus herederos en todas partes. Cuando se realizan las diversas, pacíficas y creativas acciones colectivas que promueven los derechos de las minorías y las mayorías, y también las individualidades, por ejemplo, ahí está el sello contracultural. La imaginación nunca llegó al poder,[5] como quería el Mayo Francés del 68, pero sigue resistiendo, justamente, las distintas formas de poder. La imaginación se sigue tomando las calles, los muros, las galerías de arte, los teatros, las redes sociales públicas y virtuales, las tribunas, las plazas, los libros. El beat de la Contracultura aun sigue latiendo con fuerza en el siglo veintiuno.                      

 



[1] Beat es una palabra con numerosas acepciones. Aquí me inclino por la de latido.
[2] Microsoft® Encarta® 2009. Microsoft Corporation.
[3] José A. Sánchez, Dramaturgias de la imagen, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2ª. ed., 1999.
[4] Ibíd., p. 112.
[5] “La imaginación al poder” era uno de los lemas de la revuelta parisina de 1968.

miércoles, 27 de marzo de 2013

TEATRO AL AIRE LIBRE VS. TEATRO BAJO LA ARENA


“Sería difícil encontrar en toda la obra de Lorca palabras más desoladoras que las del moribundo Gonzalo:
Agonía. Soledad del hombre en el sueño lleno de ascenso-
res y trenes donde tú vas a velocidades inasibles. Soledad
                de los edificios , de las esquinas, de las playas, donde tú no
aparecerás ya nunca".[1]
  
Federico García Lorca - librerialamoderna.com

El poeta y dramaturgo Federico García Lorca: Fuente: La Moderna editora

En agosto de 1930 Federico García Lorca termina de escribir una obra que él juzgaba irrepresentable: El Público. (Otros creen que Lorca estuvo retocando el libreto hasta el año de su muerte, 1936). “He empezado a escribir una cosa de teatro que puede ser interesante. Hay que pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está muerto. O se cambia el teatro de raíz o se acaba para siempre. No hay otra solución”,[2] escribe Lorca en una carta avizorando lo que podría ser este teatro del porvenir que en su obra es llamado “el teatro bajo la arena”. Como para tantos artistas del teatro, Lorca sentía, pensaba y actuaba -hasta donde le era humanamente posible en el contexto de una España política y socialmente convulsionada e intolerante- en función de un arte comprometido con la verdad y la vida. El teatro al aire libre era para él no lo que hoy conocemos como teatro de calle, sino el teatro dramático, convencional, abigarrado y tradicional no sólo en España: el teatro que se había ido construyendo en Occidente a partir de los cánones establecidos en Grecia hace 25 siglos y que determinó las distintas formas del drama que colocaron al autor en la cúspide, al actor en el medio y al público en la parte más baja o, siempre, como figura pasiva que contempla la obra debidamente separado, física y emocionalmente, del escenario. Hubo, desde luego, excepciones a la norma dramática: las juglarías medievales, la Comedia del Arte italiana, Molière en algunos casos o Strindberg en su última etapa. En ellas, sobre todo en los dos primeros ejemplos, el autor no es ya la figura hegemónica o ni siquiera existe como tal. Pero será el joven dramaturgo francés Alfred Jarry, prematuramente muerto, quien haga volar en pedazos el edificio dramático a fines del XIX con su anarquista Ubu Rey, que tendrá influencia en los surrealistas, en ese otro revolucionario del teatro que será su coterráneo Antonin Artaud, en el denominado teatro del absurdo y, en fin, en otras vanguardias teatrales que irrumpirán en el XX.
 
Lorca no era ajeno a estas revoluciones escénicas. Dos de sus grandes amigos en los años veinte -tan prolíficos en transgresiones y experimentaciones estéticas- fueron Dalí y Buñuel, miembros a la sazón del grupo surrealista; y estaba al tanto de las experiencias teatrales vanguardistas que se realizaban en la capital internacional de la vanguardia, París. Su estancia en Nueva York en 1929 parece haberlo motivado suficientemente como para iniciar la escritura de su obra en su siguiente destino, La Habana, teniendo ya en su cabeza la prefiguración de la misma. El Público es vanguardista por varios motivos. Su atmósfera onírica y fantasmagórica, sus diálogos incisivos, crudos y metafóricos, simbólicos, sus personajes delirantes, a menudo espectrales, beben en las aguas del surrealismo y del teatro de la crueldad que obsesionaba a Artaud. Su carácter de teatro dentro del teatro reconoce y emplea deliberadamente ciertas referencias shakespereanas que anticiparon futuras concepciones teatrales como el distanciamiento brechtiano, concretamente en El sueño de una noche de verano, amén de hacer girar su relato sobre un montaje tremendamente provocador de Romeo y Julieta que Enrique, el Director de escena, finalmente decide mostrar al público; éste reacciona, empero, con tanta ira que desencadena un incendio y una masacre en el recinto teatral que acaba con las vidas de todo el elenco. Al parecer los únicos sobrevivientes han sido Enrique y los Caballos que inauguran el teatro bajo la arena, y digo al parecer porque uno de los seis cuadros que componen la obra, el cuarto, fue perdido por Rafael Martínez Nadal, a quien Lorca dejara el único manuscrito completo. Se supone que en ese cuadro estaba contenido el momento de la masacre, si se tiene en cuenta que en el quinto agoniza y muere Gonzalo, el presunto intérprete homosexual de Romeo, mientras que los trágicos hechos son comentados y confrontados por un grupo de estudiantes. Es más, todo indicaría que fue la representación de los dos amantes como homosexuales -la de Romeo, además, como un hombre de 30 años, y la de Julieta como un muchacho de 15- lo que más enardeció a los espectadores. Cuentan los estudiantes que los dos actores fueron forzados, incluso, a repetir la escena del sepulcro ante un juez y luego asesinados. Seis años después de escribir El Público, Lorca fue atrozmente asesinado cuando se iniciaba la guerra civil. La obra fue visionaria hasta en la propia muerte de su autor: como Gonzalo, el personaje homosexual que todo el tiempo busca la autenticidad en el teatro y en la vida, pagó con la suya la búsqueda de sus propias verdades: naturales, estéticas y existenciales.
 
Por otro lado está lo que llamaría el espíritu circense de la obra, en medio de la tragedia que la envuelve. Las vanguardias escénicas se interesaron mucho en el espectáculo popular (circo, cabaret, music-hall) y solían tomar elementos del mismo en sus estructuras, personajes, escenografías y recursos visuales. Y el otro aspecto que quería señalar es el del homosexualismo latente y evidente que atraviesa la obra, haciendo de ella acaso la invención más abiertamente homosexual de su autor. No solamente son homosexuales sus personajes principales y otros; también lo es la concepción del amor que se manifiesta en la relación tormentosa entre Enrique y Gonzalo y, a partir de ahí, en el replanteo que el primero termina haciendo, motivado por el segundo, de los personajes de Romeo y Julieta como tales. “En último caso, ¿es que Romeo y Julieta tienen que ser necesariamente un hombre y una mujer para que la escena del sepulcro se produzca de manera viva y desgarradora?”,[3]dice en la obra el Estudiante 2. Lorca quería poner honestamente en escena lo que sentía, vivía y pensaba en su mundo real. “La revolución del amor, que Lorca perfila en El Público, es la revolución de lo vivo contra lo muerto, de la vida contra la representación, de la imaginación contra la convención y la escritura”,[4] dice por su parte el teatrólogo José A. Sánchez.
 
El Público es, en consecuencia, todo un manifiesto a favor de un teatro vivo y libertario que, figuradamente, se levanta bajo las ruinas de un teatro dramático que ya cumplió su ciclo y no responde a las nuevas demandas y realidades de un arte y un mundo modernos. Teatro al aire libre sería una metáfora escogida por Lorca para calificar el teatro dramático marcadamente convencional, un teatro de las apariencias, complaciente, muerto, falso, basado en el engaño, el enmascaramiento y la ficción. El teatro bajo la arena, por el contrario, evitará los convencionalismos, buscará la verdad, lo que está vivo, no será complaciente, incluirá al público, le mostrará lo que el teatro dramático le ha ocultado, todo lo que pueda irritar, molestar, cuestionar pero también movilizar al espectador, representará los clásicos a la luz de los tiempos actuales, abandonando las representaciones literales y el arte dramático, que es sólo el del autor; ahondará en la psiquis humana, no para producir un teatro psicológico sino uno que se haga con todo el cuerpo del actor, visceral, neuronal, real; no representará la realidad ni la vida, pero será humano, real y vital todo el tiempo, no mirará la vida desde una ventana sino desde la vida misma, y si para ello tiene que recurrir a lo sub-real, lo ilógico, lo onírico, lo extraño, lo absurdo no será mediante el recurso fácil a lo ficticio y artificial sino indagando y mostrando otras dimensiones del homo-humano, su memoria sensual, su corporalidad, sus ambigüedades, su naturaleza, su presencia, su existencia, su carnalidad hecha verbo y no ese verbo hecho carne que exhibe corrientemente el teatro dramático, el teatro pretendidamente al aire libre. El teatro aquí llamado bajo la arena es, entonces, “un teatro donde la imagen es expresión de un compromiso absoluto con la verdad [...] que aparece en una espacio-temporalidad fragmentada y densa, que retorciéndose sobre sí misma proyecta el drama hacia fuera, hacia el público”.[5]  
     
No obstante, las vanguardias teatrales han oscilado entre un teatro visceral, no realista, carnal, cruel, en comunión con el espectador y otro que devela los mecanismos dramáticos y escénicos que permiten analizar las distintas realidades propuestas e implicadas: las motivaciones del autor, de la obra, de los personajes, del director, de los intérpretes y, claro, las del propio espectador y hasta del teatro como sistema, arte e institución; en otras palabras, el teatro como espacio privilegiado de la asamblea e interacción social crítica que se establece entre la escena y el público, que sería la vía propiciada por Brecht. En ambos casos, un teatro que despliega un carácter comunitario e involucra y sacude al espectador bien sea sensorial, corporal y orgánicamente; o intelectual, verbal, dialéctica y argumentativamente. Hasta donde sé Lorca no llegó a conocer la obra de Brecht, proscrita luego en la España franquista. Pero, su teatro bajo la arena, magistral y angustiosamente delineado en El Público, contiene elementos que de alguna manera sintetizan las búsquedas de Artaud y Brecht e iluminan las posteriores dramaturgias de la imagen, expandidas y post-dramáticas, así la obra recién haya podido ser editada por Martínez Nadal en 1978 y ver la luz de los escenarios en los ochenta. Jorge Lavelli, uno de los primeros directores en llevarla a escena, decía que los cuestionamientos hechos por Lorca “son comparables a los que hizo Brecht en los años treinta, mediante su búsqueda de otro lenguaje, de otro modo de comunicarse con su público. Pero mientras Brecht iba hacia un didactismo y hacia lo que él llamaba un teatro épico, Lorca llega a la síntesis de elementos teatrales y al abandono de la psicología, de la anécdota, en provecho de la expresión emocional inmediata y esencial de las ideas”.[6]         
        
              
[1] Ian Gibson, citando a Federico García Lorca, Vida, Pasión y Muerte de Federico García Lorca (1898-1936), Barcelona, Plaza y Janés, 1998, 3ª ed., p. 436.
[2] Ibíd., p. 437.
[3]Federico García Lorca, “El Público”, en Obras completas, II, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1996, p. 653.
[4]José A. Sánchez, Dramaturgias de la imagen, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1999, 2ª ed., p. 91.
[5]Ibíd., p. 90.
[6]Jorge Lavelli, en Irene Sadowska-Guillón, “La pasión teatral de Jorge Lavelli”, Escenarios de dos mundos. Inventario teatral de Iberoamérica, t. 1, Madrid, Centro de documentación teatral, 1988, p. 94. 

viernes, 15 de marzo de 2013

BUÑUEL, TREINTA AÑOS DESPUÉS

Chilango - Festín de cine en honor a Luis Buñuel
Fuente: chilango.com
 
En su autobiografía denominada Mi último suspiro, resultado de conversaciones con su amigo Jean-Claude Carrière, el cineasta español Luis Buñuel decía sobre su diaria espera de la muerte: “Al aproximarse mi último suspiro, imagino con frecuencia una última broma. Hago llamar a aquellos de mis viejos amigos que son ateos convencidos como yo. Entristecidos, se colocan alrededor de mi lecho. Llega entonces un sacerdote al que yo he mandado llamar. Con gran escándalo de mis amigos, me confieso, pido la absolución de todos mis pecados y recibo la Extremaunción. Después de lo cual, me vuelvo de lado y muero”.[1]Reiteradamente considerado uno de los grandes maestros del cine, la ironía, el humor negro y la ambigüedad parecen haberle acompañado siempre. Un breve repaso de su filmografía da cuenta de sus obsesiones: la realidad surreal y onírica, la visión feroz de una burguesía decadente (¿alguna vez no lo ha sido?), lo tragicómico de la condición humana, el erotismo femenino, el peso de la Iglesia, de una hispanidad recalcitrantemente católica. Su célebre “soy ateo, gracias a Dios”, da fe de ello.
 
Lo primero que vi de este hombre nacido en Calanda, Aragón, en 1900 fue Los olvidados (1950), aquella suerte de filme neorrealista mexicano que supuso su consagración internacional en el Festival de Cannes con el Premio de Dirección. Luego, una película que Buñuel había rodado veinte años después de la anterior, Tristana, basada en la novela de Pérez Galdós, con la espléndida Catherine Deneuve y uno de los actores que más figuró en sus filmes de los últimos años, Fernando Rey. Después seguirían, si mi memoria afectiva no me traiciona, Un perro andaluz (1928, su primera obra), Viridiana (1961, rodada en la España franquista), La vía láctea (1970), Ese oscuro objeto del deseo (1977, su último suspiro cinematográfico), Bella de día (1967, quizá mi favorita), El ángel exterminador (1962), Ensayo de un crimen (1955), Nazarín (1958, basada en otra novela de Pérez Galdós), El discreto encanto de la burguesía (1972, Oscar a mejor película de habla no inglesa), Él (1955), El fantasma de la libertad (1974), La muerte en el jardín (que no me gustó para nada), La edad de oro (1930, que más bien me decepcionó), Simón del desierto (1965), Diario de una camarera (1964). Creo que fue en ese orden, lo cual indica que no he visto todo su período mexicano que abarca veinte años de su carrera. Deuda pendiente.
Personaje singular Buñuel, de joven estuvo interesado en la entomología y las ciencias naturales aunque finalmente se licenció en filosofía. Gran amigo de Dalí y García Lorca desde su época en la Residencia de Estudiantes madrileña, la homosexualidad del segundo no sólo le parecía increíble sino inexplicable e inaceptable, al punto de querer batirse en duelo con alguien que le contó aquélla novedad. “Federico no tenía nada de afeminado ni había en él la menor afectación. Tampoco le gustaban las bromas ni las parodias al respecto”.[2] Su afecto y admiración por él eran, no obstante, enormes: “De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. [...] Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama”.[3] No se equivocaba Buñuel en ello, como tampoco en aconsejarle no abandonar Madrid, asegurándole que allí estaría más seguro, tras iniciarse la cruenta guerra civil española (1936-1939): García Lorca se equivocó trágicamente al marchar a Granada, donde sería brutalmente asesinado por los fascistas en agosto de 1936.
Hombre de izquierda y pacifista, Buñuel firmó un manifiesto colectivo internacional contra la bomba atómica, lo que lo puso en la mira del gobierno estadounidense como sospechoso de comunismo en los años posteriores a la guerra civil española. Era, por supuesto, un republicano militante. Cuando marchó hacia Estados Unidos tras el aplastamiento de la República por Franco,  consiguiendo un trabajo en el departamento de cine del Museo de Arte Moderno de Nueva York y algunos pequeños proyectos cinematográficos en Hollywood -ninguno como director, a lo cual ya parecía haberse resignado- su estancia se tambaleó por completo, según él, a causa del libro autobiográfico de Dalí, a la sazón ya un muy elogiado y afamado pintor: “En su libro La vida secreta de Salvador Dalí, que apareció en aquellos momentos, habló de mí como de un ateo. En cierto modo, esto era más grave que una acusación de comunismo”.[4] La vida, que finalmente organiza las cosas de otra manera, lo llevó a reiniciar y mantener su carrera como director en México, donde finalmente se instalaría definitivamente, siendo ciudadano mexicano desde 1949, aun cuando filmara básicamente en Francia durante sus últimos doce años de actividad. Es conocida, por otra parte, la especial acogida que México ofreció a republicanos españoles.
Buñuel hubiera querido que uno de sus filmes más incisivos, El ángel exterminador, se rodara en París o Londres, que le parecían más apropiadas para escenificar lo que en mi opinión es una demoledora farsa anti-burguesa. Pero, como siempre, se ajustó al presupuesto disponible y la rodó en Ciudad de México. También pretendía hacer de Simón del desierto -basada en la vida de san Simeón, un anacoreta del siglo IV- una obra más ambiciosa y no el modesto mediometraje en que quedó convertida. Con todo, el filme recibió el premio especial del jurado en el Festival de Venecia.

Ensayo de un crimen', de Luis Buñuel se mostrará en Venecia - Más ...                 
Ensayo de un crimen. Fuente: mas-mexico.com.mx



Una de mis favoritas es Ensayo de un crimen. La vida criminal de Archibaldo de la Cruz. De la Cruz es un asesino frustrado que tras haber presenciado de niño la muerte de su mucama por una bala perdida en tiempos de la revolución mexicana, queda fascinado con el asesinato. Y otras mujeres que se cruzan en su vida también acaban muriendo trágicamente por azar. Archibaldo se siente, pues, un criminal que mata sin matar. Y esto lo atormenta tanto que quiere ejecutar un crimen de verdad, sin conseguirlo. Quemar una réplica en maniquí de una chica que finalmente arruina sus planes es su crimen simbólico. Pero, sintiéndose culpable hasta la médula de las otras muertes, termina confesando sus crímenes no cometidos ante un inspector de policía que intenta tranquilizarlo diciéndole que el deseo no mata. Recién cuando reencuentra a la joven del maniquí y se va de paseo con ella parece convencerse de que no ha sido ni es ningún asesino. Alex de la Iglesia, el cineasta español, le rindió un pequeño homenaje en Crimen ferpecto (2005), en la que un arribista vendedor de centro comercial planea matar a su esposa forzosa revisando varias películas de asesinatos, entre ellas la de Buñuel.


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  Catherine Deneuve (izq.) en Belle de Jour. Fuente: bolsamania.com 
Decía que Belle de jour es probablemente mi favorita. La mujer joven, hermosa y casada que tiene en apariencia toda su vida resuelta y lleva una vida muy confortable pero aburrida, sin emoción, y de repente se encuentra viviendo una doble vida de esposa y meretriz de un discreto burdel parisino, siempre me pareció exquisitamente cínica, con sus juegos surreales que admiten distintas lecturas del relato. 
Quizá la visión femenina de Buñuel haya sido más bien misógina. La mujer suele aparecer como fetiche, ser fatal, trágico, reprimido, oscuro, ambivalente, voluble... Pero es que los hombres tampoco son representados en mejores circunstancias. Son débiles, vulnerables, torpes, patéticos... Una visión irónica y mordaz del homo-humano.
El legado cinematográfico de Buñuel es grande y puede apreciarse en directores disímiles como Allen, Almodóvar y de la Iglesia, por citar algunos. “Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín”,[5] decía Buñuel que murió el 29 de julio de 1983 en México D.F. a los 83 años. Que este próximo aniversario sirva para volver a su filmografía desigual, surreal, fascinante, cínica, cruelmente divertida o decepcionantemente entrañable. Caben las paradojas.           



[1] Luis Buñuel, Mi último suspiro, Barcelona, Plaza y Janés, 5ª. ed., 1994, p. 303.
[2] Ibíd., p. 72.
[3] Ibíd., p. 184.
[4] Ibíd., p. 213.
[5] Ibíd., p. 303.





jueves, 21 de febrero de 2013

LA IRRESISTIBLE CRISIS DE UN REINO DE ESTE MUNDO

La renuncia de Benedicto XVI a su cargo como jefe máximo de la Iglesia Católica el pasado 11 de febrero fue sin duda sorprendente, más no inesperada. Me explico: sorprendente porque Joseph Ratzinger había sido definido inicialmente como un papa de transición y, en cambio, durante su gobierno tomó ciertas decisiones importantes que su antecesor evitó, entre ellas la de renunciar. Pese a su evidente mal estado de salud y carencia de fuerzas para continuar, Karol Wojtyla se mantuvo en el cargo hasta el final de su vida. Paradójicamente fue él quien aprobó y firmó, hace treinta años, el decreto que permite la abdicación al trono de san Pedro. El lenguaje aquí no engaña: se habla de abdicación y trono; el Vaticano sería la última monarquía absoluta sobre la tierra. Ninguna de las decisiones de Ratzinger a las que me refiero -como las relacionadas con los abundantes casos de abuso sexual de cientos de sus súbditos o sus tentativas de saneamiento del Banco Vaticano- y que buscaban cierto grado de transparencia de la institución por él dirigida, ha podido sacarla de su aletargamiento. Precisamente, decía que no es inesperada esta abdicación porque ya no debería ser un secreto para nadie la patética crisis que sacude a la Iglesia Católica en todos los órdenes: el ético, el doctrinario, el político, el económico…
 
Muchas comunidades cristianas, como la de los cátaros de la Edad Media, distaban inmensamente de lo que es la Iglesia Católica tal y como la conocemos, con toda su compleja parafernalia moral, política, jurídica, jerárquica, doctrinaria y financiera, esto es, estatal. A partir del emperador Constantino, en el siglo IV, el catolicismo se convierte en una auténtica fuerza monárquica e imperial, esto es, eminente y avasalladoramente terrenal, sin desligarse, claro está, de lo místico, del misterio. La Iglesia es, entonces, católica -es decir, universal-, apostólica y romana: se asienta en aquella porción de territorio que oficialmente le quedó después de haber anexionado, regentado y perdido los llamados Estados Pontificios, y que hoy es el pequeño pero poderoso Estado Vaticano, su centro administrativo y espiritual. Volvamos al misterio: “El catolicismo se asienta en el misterio, porque lo misterioso atraviesa los fundamentos de cualquier religión”,[1] dice el experto vaticanista Eric Frattini. “Durante siglos, la Iglesia cultivó con profusión el misterio a todos los niveles, porque el misterio y el secreto protegen, mantienen en otra órbita”.[2] Hoy ya no resulta posible mantener ese misterio a todos los niveles. El escándalo mediático de los vatileaks, por mencionar sólo un episodio, mostró hace un año que ni el Vaticano está exento del escrutinio público, por un lado, ni que las divisiones internas y la pugna de poderes, por otro, expongan sus intrincados mecanismos gubernamentales: más allá del actual enfrentamiento entre los dos bandos más visibles y poderosos -el del reducido pero no vencido cardenal Angelo Sodano y el del fortalecido cardenal y Secretario de Estado Tarcisio Bertone-, no se puede hablar de consenso entre sus guías espirituales -cardenales, obispos, curas, monjas- y mucho menos entre sus millones de feligreses en temas como el celibato, las rígidas jerarquías, el adoctrinamiento, la planificación familiar, el aborto, la eutanasia, la tolerancia frente a la diversidad sexual, el rol de las mujeres en la Iglesia o la opción por los pobres.
La teología de la liberación, aquel movimiento visionario y progresista surgido en América Latina en los sesenta, reivindicó y definió claramente el deber ser de la Iglesia: estar de un modo integral, y no solo espiritual, del lado de los que tienen menos o no tienen nada, actuar con ellos y ayudarles a ser no solamente personas sino individuos. Intentaba poner a tono la Iglesia con el siglo veinte y ayudar a superar los niveles extremos de injusticia social. Ya en el siglo veintiuno la Iglesia Católica sigue en mora de hacer los cambios que sin titubeos ha debido realizar a casi cincuenta años del Concilio Vaticano II, que en cierta manera era eso lo que buscaba, un catolicismo moderno y acorde con los nuevos tiempos. Pero tres papas han dejado pasar la oportunidad de una auténtica y profunda renovación que necesita su institución. La expansión a todo nivel -propia de los estados imperiales, así ya no sea territorial en su caso-, la evangelización planetaria y con ella el crecimiento numérico de los fieles, su inmersión en la banca, los negocios internacionales y las finanzas, parecen pesar mucho más que una iglesia comprometida con la humanidad, especialmente con los desposeídos, como tanto suele predicar. América Latina pasó a ser el principal bastión del catolicismo en el mundo; sin embargo, es una de las regiones más pobres de la tierra. La Iglesia ha podido hacer no poco para disminuir la pobreza, eso quería y quiere la teología de la liberación, perseguida, denigrada, estigmatizada y reducida desde el propio Vaticano.

Soy partidario de una liberalización y flexibilización de los temas que tanto atormentan, y dividen, a la iglesia paulista, católica, apostólica y romana, algunos de los cuales ya me he permitido anotar. Sería significativo que al menos la Iglesia diera un debate franco y abierto sobre el celibato opcional, el acceso de la mujer al sacerdocio y al obispado, la resignificación de la defensa de la vida -concepto tan amplio pero empequeñecido por esa alianza perversa entre liberalismo y cristianismo-, la vida sexual, la tolerancia a lo diferente -concepto igualmente amplio-, la opción por los desposeídos que, como he señalado, debería estar en el centro de su accionar. Reconozco desde luego el coraje, la valentía y el espíritu libertario de muchos curas y monjas, que trabajan en silencio al margen del autoritarismo vaticano. Pero no soy optimista frente al resultado del cónclave de marzo que designará al sucesor de Ratzinger. En primer lugar porque la forma de elección misma me resulta anacrónica y, repito, propia de un estado imperial y no de una organización planetaria que se supone está al servicio de la humanidad. Si el catolicismo es una institución que reúne a más de mil millones de fieles -Frattino habla de cerca de 1800, otros de casi 1200 o 1100, aquí tampoco hay consenso-, me parecería justo y hasta posible que se cambiara el sistema de elección para que, de alguna manera, resultara democrático y representativo y no restringido a los 117 cardenales electores. ¿Por qué no votan los 5.014 obispos, los 412.000 sacerdotes y los 221.298 seminaristas y no sé cuántas monjas que, según el diario El Tiempo, existen en el mundo?[3] Ni hablar de la posibilidad de que cualquier feligrés que quisiera hacerlo pudiera depositar su voto en su parroquia o templo, con todo el derecho que le asiste de conocer los méritos de los distintos candidatos aprovechando las facilidades no sólo eclesiásticas sino mediáticas y comunicacionales hoy en día disponibles. Lo real es que el Vaticano sigue siendo “una estructura de poder tan anticuada, tan protegida de los cientos de millones de verdaderos católicos por altísimos muros de soberbia”.[4]  
Sorprendente e inesperado sería, pues, que la mayoría de los cardenales electores votaran, por ejemplo, por el cardenal de Honduras, Óscar Andrés Rodríguez Madariaga, que además de su reputación de progresista no es europeo; como bien se sabe, el trono de Pedro siempre ha sido privilegio de europeos y entre estos, de italianos. Por último, se habrá de buscar que el nuevo pontífice sea un hábil político, como lo fue Juan Pablo II y no lo pudo ser Benedicto XVI en sus casi ocho años de gobierno. Hábil político significa aquí la opción por el poder y los poderosos, acompañada de las consabidas condenas que desde la Santa Sede se hacen para condenar todo lo que a sus ojos sea condenable, de las encíclicas que el sumo pontífice debe elaborar y de los llamamientos a la concordia. Otra cosa sería que, además de esto último, se pasara a una práctica política de la justicia social e individual. Algo utópico por el momento.



[1] Eric Frattini, “La guerra detrás de la renuncia”, en El Tiempo, 17 de febrero, 2013, p. 2.
[2] Ibíd., p.2.
[3] “La Iglesia Católica en el mundo”, en El Tiempo, 17 de febrero, 2013, p. 3.
[4] Pablo Ordaz, citado en “Infierno vaticano”, El Espectador, 17 de febrero, 2013, p. 12.

martes, 5 de febrero de 2013

SOBRE LA HOMOFOBIA EN IMÁGENES

En un bar un hombre joven le cuenta a un amigo suyo que se ha hecho los exámenes del sida y empieza a comentar el resultado; a partir de ahí la reacción de todos los que lo conocen es definirlo o redefinirlo como un individuo homosexual que además contrajo la enfermedad al prostituirse. El mensaje finaliza diciendo “Las estupideces que acabas de ver son producto de la ignorancia. Ojalá la verdad del sida se transmitiera así de rápido. La cura del sida es saber del sida". Ver: http://www.youtube.com/watch?v=4J0IdIjUJbA

Dos hombres jóvenes visten camisetas y caminan por un parque tomados de la mano. Dos señoras que están sentadas en un banco los ven pasar estupefactas y una le pregunta a la otra si vio aquello. Ésta le dice “¡Parece imposible!”. Finalmente su amiga exclama: “¡En manga corta con este frío!”. Y se lee la frase “Por el derecho a la indiferencia”, que puesto en contexto se entiende como el respeto a la diferencia, en este caso por la condición sexual de los demás. Ver:  http://www.youtube.com/watch?v=iXw87rsI4Tg

Una mujer sentada ante la cámara habla de los homofóbicos como personas que necesitan ayuda: “Cuando te encuentres con uno, no lo rechaces”, dice. “Ayúdale. Ayudémosle a entender”. Ver: http://www.youtube.com/watch?v=Zim_n9JELnU

La propaganda audiovisual relacionada con el sida, por un lado, y la homofobia, por otro, es abundante y abarca un amplio espectro de ideas visuales que emplean la puesta en escena con actores y modelos, la animación y el testimonio, entre otros. En el caso del sida el objetivo fundamental es la prevención de la enfermedad. Los mensajes que abordan el tema de la homofobia, por su parte, tienen en común el rechazo a la discriminación social del homosexualismo. Desde que se inició la epidemia del VIH sida ésta fue asociada con la población homosexual debido a los numerosos casos que se presentaron dentro de este grupo social, entre ellos los de celebridades como el filósofo Michel Foucault, el actor Rock Hudson, el músico de rock Freddie Mercury, el bailarín Rudolf Nureyev o el fotógrafo Robert Mapplethorpe. Pronto la enfermedad se diseminó en otros grupos y se estima que ha cobrado más de 20 millones de víctimas en todo el mundo mientras que los casos de contagio siguen en aumento. Aunque claramente es un asunto de salud pública que involucra a toda la sociedad y pese a las campañas preventivas y divulgativas que buscan tratarlo como tal, aún subsisten los prejuicios que lo muestran peyorativamente en tono homofóbico, que estigmatizan a quien lo padece o porta y que responden al estereotipo del enfermo de sida como homosexual. Es esto lo que se muestra en la primera propaganda, realizada por el famoso canal internacional de música pop MTV en México.

De acuerdo con David Halperin el discurso de la homofobia, inmerso en una relación de poder/saber, ha encontrado su contraparte, su deconstrucción en una resistencia creativa que tal y como lo manifestaba Michel Foucault “no es únicamente una negación: es un proceso de creación”.[1] Ese proceso ha dado lugar primordialmente a tres estrategias o contra-estrategias anti-homofóbicas que es importante considerar para una mayor comprensión de los mensajes descritos y de muchos más: apropiación y resignificación; apropiación y teatralización; exposición y desmitificación. La primera consiste en apropiarse de un preconcepto, un prejuicio o una afirmación universalista y rígida sobre la homosexualidad para hacer de ella un aliado y no lo que busca la información y la propaganda homofóbica que puede estar disfrazada, por ejemplo, de hallazgo científico. La estrategia funcionaría como una ironía e incluso como un desafío ante lo que se pretende hacer pasar como explicación científica en uno de los casos que cita Halperin “cuyo propósito era descubrir las causas anatómicas y neurológicas de la orientación sexual” [2] que residirían presuntamente en el hipotálamo. Como reacción ante la publicación del susodicho estudio en diarios estadounidenses, en San Francisco se abre un bar gay cuya razón social es Hypothalamus: una práctica de simbolización que no sólo pone en duda un informe sino que se lo refriega en la cara a un sector de la comunidad científica.

El filósofo Michel Foucault. Fuente: Estafeta

La apropiación y teatralización es una estrategia que se apropia de discursos sobre la sexualidad para invertirlos (la expresión no es fortuita pues el término “invertido” también se ha usado para designar al homosexual): se teatraliza el binarismo heterosexual/homosexual que histórica, social y políticamente ha servido para decidir y nombrar lo normal, lo política y socialmente correcto en la sexualidad y condenar así otras formas de vivirla. El sexo -como la raza, el género y la clase- es en el sistema-mundo un objeto de estudio y disciplinamiento cuya norma es la heterosexualidad y su desviación o inversión la homosexualidad. Como identidad sexual, ésta es la que se problematiza. ¿Pero qué pasaría si lo que se problematizara fuera la heterosexualidad? La teatralidad que se despliega a partir de esta pregunta no sólo aspira a un equilibrio en el tratamiento de la sexualidad sino que plantea dudas acerca de  las conductas heterosexuales como modelos de vida, entendiendo que son conductas que han sido construidas, moldeadas y legitimadas. ¿Cuál es el peligro de un discurso unanimista, absoluto y universalizante que pone la heterosexualidad como la norma, el modelo a seguir? ¿Son los valores de una sexualidad hétero los únicos que se tienen que promover? ¿Y cuáles son esos valores? O mejor: ¿en qué está basado ese modelo? ¿En la pirámide Matrimonio-Familia-Reproducción-Roles intocables-Pérdida de la Individualidad-Sumisión de uno (generalmente la mujer) frente a otro? ¿A qué se reduce? ¿A la reproducción del sistema Escuela-Religión-Trabajo-Patria? Entonces, como vengo pensando desde hace tiempo, y actuando en consecuencia, necesitamos construir una nueva ética heterosexual del mismo modo que otra ética masculina pues el discurso heterosexual siempre ha privilegiado, valga la redundancia, las prerrogativas del hombre, nunca las de la mujer. Aun más, es un discurso que tiene un modelo de hombre: blanco, occidental, preferentemente “de elevada posición social”, ideológicamente liberal –o conservador, en la práctica vienen a ser lo mismo, la diferencia es solo de nombre, persiguen los mismos fines; otra cosa es ser libertario.

La tercera estrategia, la de exposición y desmitificación, tal vez sea la más compleja en la medida en que trata de desarticular los mecanismos que emplea la homofobia. Es una ardua labor intelectual que tiene en el trabajo de Foucault una valiosa impronta y en los estudios queer una permanente indagación del régimen colonial de sexualidad. Ahora bien, las propagandas descritas ¿se ajustan a alguna de estas estrategias? ¿O corresponden más bien a un discurso multiculturalista o incluso a una homofobia mimetizada?

El spot de MTV que he traído a colación trabaja sobre la relación sida/homosexual que muestra a la gente gay como la principal víctima de esta enfermedad, por un lado, y como una población peligrosa por su forma de vida -supuestamente promiscua y perversa- que la hace también la principal propagadora de la epidemia. En principio el mensaje busca contribuir a desmitificar ese estereotipo. Lo dice con letreros: “Las estupideces que acabas de ver son producto de la ignorancia. Ojalá la verdad del sida se transmitiera así de rápido. La cura del sida es saber del sida”. ¿Lo logra? ¿Por qué lo dice con letreros y no lo muestra con imágenes o con palabras habladas tratándose de algo tan importante? ¿No se quiere involucrar completamente en la problemática? ¿Y cuál es la verdad del sida que no se transmite tan rápido como los rumores y la información televisiva sobre el temible virus que el protagonista supuestamente ha contraído? Es cierto que en 30 segundos es muy difícil decir toda la verdad sobre el sida y ello disculparía al canal de no intentar hacerlo. Se podría pensar que el propósito del mensaje ha sido que los espectadores busquen información (“la verdad del sida”) por su cuenta. Me parece una posición cómoda que no se arriesga a decir algo más. La propuesta propagandística de presentar el asunto como si fuera un extracto de alguna telenovela es buena; seduce con sus imágenes y agilidad. Pero, cabría preguntarse si realmente desmitifica la ecuación homosexual + perversión = sida; o si la mantiene o refuerza. Aunque la intención sea anti-homofóbica, el planteamiento del guión y la puesta en escena pueden lograr justamente el efecto contrario. Además, ¿basta con decir que todo lo que se ha visto es una estupidez que resulta de la ignorancia de mucha gente? ¿Por qué se insiste en el estereotipo del portador de sida surgido en los años 80 así sea para decir eso, que es una estupidez?

La respuesta obvia a todos estos interrogantes sería decir que difícilmente un medio televisivo de masas diría otra cosa así se trate de un canal como MTV que ha difundido, por ejemplo, videoclips polémicos. A pesar de que sí se pueda encontrar aquí algún indicio de apropiación y resignificación del discurso homofóbico en cuanto a que se recurre intencionalmente a lugares comunes (el gay expuesto como pervertido y promiscuo) que finalmente son juzgados como producto de la ignorancia, lo que no se produce es, precisamente, un ejercicio de resignificación. En este caso MTV pretende zanjar un asunto tan complejo, que ha sido importante para el sostenimiento de un régimen de representación sexual en la crisis del sida, reduciéndolo a ignorancia de la gente, optando por la solución más fácil o menos comprometedora. Al respecto David Halperin señala: “No quiero decir, por cierto, que las cuestiones de género, raza y clase no determinen en gran medida la crisis del sida. Pero, por compleja que sea la política del sida, no deberíamos ignorar o minimizar los rasgos de homofobia que impregnan y forman virtualmente cada una de sus dimensiones”.[3] 
           
En cuanto al segundo spot, patrocinado por una ONG portuguesa que defiende el derecho a la indiferencia, aparentemente está mostrando las relaciones homosexuales como algo natural, tan natural que nos deberían resultar indiferentes. Puede que este sea un intento de teatralizar la sexualidad. Lo que causa estupor en las dos señoras del mensaje es cómo la pareja gay puede soportar el frío reinante vistiendo ropa de verano. Se asume la orientación homosexual como un hecho natural o como un tema socialmente aceptado; en otras palabras, se teatraliza lo que debería ser nuestra actitud frente al homosexualismo, suponiendo que para ello tiene que haber previamente reconocimiento, respeto y tolerancia. La pregunta es si el mensaje, tal y como está planteado, no es acaso una representación multiculturalista, propia de la globalización liberal que reconoce todas las identidades, las normaliza y en cierto modo las homogeniza, negando sus tensiones y conflictos. ¿Hasta qué punto se incluye la diferencia (en este caso el homosexualismo) en la teoría y se niega en la práctica? ¿No es ésta una forma encubierta de negación? La imagen, como el papel, también aguanta todo. ¿Qué esconde el derecho a la indiferencia? ¿La indiferencia ante los derechos de las minorías, de los grupos marginales?

En mi opinión el tercer spot es el más honesto en el tratamiento de la homofobia. Financiado por una organización española de lucha contra la homofobia, es un ejercicio interesante de apropiación y teatralización del discurso homofóbico que también intenta exponerlo y desmitificarlo (la segunda y tercera estrategias que comenta Halperin). Su propuesta es la menos ambiciosa a nivel audiovisual (un solo plano con un lento acercamiento a la mujer que habla a la cámara), pero la más efectiva como mensaje anti-homofóbico. El único personaje que vemos, la mujer que habla de la homofobia, empieza mencionando una serie de sentimientos (miedo, angustia, confusión, rechazo) que experimentan ciertas personas. En un primer momento el espectador puede pensar que se refiere a muchos homosexuales que sienten así su condición, pero luego ella dice “las cosas que sienten los homofóbicos son terribles…”, y a partir de ese giro se entiende que lo que se está problematizando es el heterosexualismo en su versión homofóbica. Es decir, el mensaje contra la homofobia se hace asumiendo la postura homofóbica como si fuese un mal psicosocial (que puede serlo) y, en todo caso, como un problema de intolerancia que requiere de solidaridad y colaboración. El homofóbico es, entonces, alguien que sufre mucho con su condición y por ello tampoco se le pueda dar la espalda. Contribuir a un cambio en su actitud frente al homosexualismo ayudaría mucho. Abiertamente se nos está diciendo que la homofobia es una enfermedad social, o en todo caso un grave prejuicio, que el problema es la actitud generalizada -al ser propagada por un régimen de sexualidad- de rechazo e incomprensión ante la homosexualidad. Y que la condición de homofóbico requiere también la comprensión y el apoyo de todas las personas sensibles al tema para ayudar a superarla (“ayudémosle a entender”) porque, entre otras cosas, causa mucho sufrimiento. Podría decirse que el homofóbico es presentado aquí como otra víctima de la dominación sexista. Es más: es el individuo cuyos cuerpo y mente están más disciplinados, controlados y normalizados por el poder para responder (y obedecer) al esquema sexista, racista, clasista y adulto-centrista.

Más allá de que el mensaje en cuestión haya sido promovido por una organización de diversidad sexual -lo cual no me consta- esta inversión de la problemática tiene que ver con la puesta en discurso de la homosexualidad a partir del siglo xix, discurso que ha sido claramente manipulado y denigrado, hasta llegar a lo que Foucault llama “la constitución de un discurso ‘de oposición’: la homosexualidad se puso a hablar de sí misma, a reivindicar su legitimidad o su ‘naturalidad’ incorporando frecuentemente al vocabulario las categorías con que era médicamente descalificada”.[4] Ése es el valor simbólico, social y político de este tipo de mensajes que son los que más se necesitan para contrarrestar los efectos de un régimen colonial de representación social-visual que continuamente se readapta y contraataca ante los desafíos de la resistencia.









[1] Michel Foucault, “Michel Foucault, una entrevista: sexo, poder y política de la identidad”, citado por David Halperin en San Foucault. Para una hagiografía gay, Buenos Aires, Ediciones Literales, 2007, p. 81 
[2] Ibíd., p. 70.
[3] Ibíd., p. 46.
[4] Michel Foucault, citado por David Halperin, ibíd., p. 78.