Foto: Jaime Flórez Meza
Por JAIME FLÓREZ MEZA
El pasado 27 de septiembre el cineasta caleño Luis
Ospina murió en Bogotá a los 70 años, como consecuencia de una “larga batalla
contra el cáncer”, como se dice ahora en los medios masivos de comunicación.
Ospina fue, en mi opinión, el cineasta colombiano más importante de las últimas
décadas. En el cine fue de todo: guionista, director, cine-clubista, productor,
montajista, crítico, docente, director de un festival (el Festival
Internacional de Cine de Cali), actor esporádico… Desde hace muchos años soy un
seguidor y admirador de su vida y obra. Siempre me pareció que ver su obra es
tan fascinante como oírlo o leerlo en las numerosas entrevistas y charlas que
dio en vida. A manera de homenaje personal a un artista cuya personalidad era
también encantadora, he construido esta entrevista imaginaria a partir de mis
recuerdos, visiones, sentimientos e ideas de lo que dijo, vivió y plasmó en
imágenes el último sobreviviente mítico del Grupo de Cali.
Para empezar a hablar de cómo empezó a configurarse ese triunvirato,
como alguien lo llamó una vez, que fue el Grupo de Cali (Mayolo, Caicedo y Ospina),
y parodiando el título de su penúltimo trabajo (Todo comenzó por el fin), se podría decir que esta aventura
cinematográfica y amistosa, que es el tema de este documental, comenzó a raíz
de la llamada Explosión de Cali de 1956, que le puso fin de una manera trágica
a una parte urbana de la ciudad y supuso el inicio de su amistad con Carlos
Mayolo.
En ese sentido creo que sí porque yo a Mayolo lo
conocí en ese momento: como nuestra casa quedó destruida nos fuimos a vivir a
casa de mi abuela en el barrio Centenario, y al frente de esa casa vivía la
familia de Mayolo. Yo tenía 7 años, él 11, y fue en medio de esos avatares que
nos hicimos amigos. Entonces sí, por una parte fue el final doloroso de una
ciudad que quedó semi destruida, y por otra el comienzo de mi amistad con
Mayolo, que luego se afianzaría con nuestra temprana afición al cine. Yo no
diría que ahí nació el Grupo de Cali porque a Andrés Caicedo yo lo conocí
recién en 1971. Pero mientras yo estudiaba cine en la Universidad de California
en Los Ángeles (UCLA), Mayolo y Caicedo se hicieron amigos. Cuando yo volví en
el 71 por vacaciones conocí a Andrés en el Cine Club de Cali, que él dirigía.
Estaba presentando Ocho y Medio, de
Fellini, una película que marcó nuestras vidas, que es una reflexión maravillosa
sobre el cine. Mayolo y yo habíamos hecho Oiga
vea, sobre los Sextos Juegos Panamericanos que se hicieron en Cali ese año,
y después Mayolo y Andrés filmaron Angelita
y Miguel Ángel, con guion de Andrés. Ambos la dirigieron pero nunca la
terminaron. Así surgió el Grupo de Cali, por eso yo lo sitúo en 1971, un año
muy importante para Colombia, no solo por los Panamericanos sino por otras
cosas de las que podemos hablar después.
Claro. Volviendo a la Explosión de Cali, ¿qué puede haber de cierto en que
no fue un accidente sino un atentado planeado por el régimen de Rojas Pinilla?
Pues no sé, es una hipótesis. Lo cierto es que la
ciudad era una de las más reacias al régimen porque allá se dieron las mayores
protestas en su contra. La explosión ocurrió precisamente el 7 de agosto, a la
madrugada, y en menos de un año cayó el régimen de Rojas Pinilla. Hablando de
finales ese fue otro. Ahí terminó un período importante de la historia de
Colombia. Así que los comienzos de mi amistad con Mayolo y el cine estuvieron
marcados por estos finales.
Decía que 1971 fue un año muy importante también para Colombia.
Yo siempre he pensado que ese fue el año que Mayo del
68 llegó por fin al país. Cuando ocurrió el mayo francés yo estaba en Boston graduándome
como bachiller y luego fui a California a matricularme en la Universidad del
Sur de California (USC) para estudiar cine. Claro que yo no les dije eso a mis
padres para no contrariarlos, sino que iba a estudiar arquitectura. Y estuve un
solo día en arquitectura y me cambié a cine. Pero no me gustó el elitismo de la
USC y me fui al año siguiente a la UCLA, cuyo ambiente revolucionario me atrajo
desde un comienzo: eran los años del hippismo, de la contracultura, de
protestas durísimas contra la guerra de Vietnam y el gobierno de Nixon, contra
el capitalismo. Y creo que todo esto todavía no estallaba en Colombia. Pero
1971 fue distinto porque hubo revueltas estudiantiles, en Cali y otras
ciudades, tal vez las más radicales e importantes en la historia del país,
marchas obreras, mucho activismo social. Y en el campo del arte también
ocurrían cosas importantes, ¿no? En la plástica, en el teatro, en el cine,
aunque en ese entonces éramos pocos los que hacíamos cine en el país. En Cali,
por ejemplo, surgió Ciudad Solar, que era una especie de comuna hippie en la
que vivían varios artistas: fotógrafos, artistas plásticos, cinéfilos, y ahí
estábamos nosotros. Era un sitio de encuentro de la vanguardia caleña, por así
decirlo.
Acto de fe. Foto de rodaje. Primer corto de Ospina como estudiante de cine /
Tomada de https://www.luisospina.com /fototeca/acto-de-fe-1971 |
Pero en Cali había una célula nadaísta importante:
Jotamario, Elmo Valencia y los que fueron expulsados de Medellín. En fin, yo
por mi parte regresé después a Los Ángeles para montar Oiga vea. Ese fue un año crucial para nosotros, se definieron
nuestras vidas para siempre.
¿Hasta qué punto ha
influenciado Andrés Caicedo su obra?
Pues yo creo que en ciertas ideas e
intereses, no tanto en una estética. Por ejemplo, en lo que Mayolo llamó
después el gótico tropical, que era un elemento común de largometrajes como Pura sangre, Carne de tu carne y La
mansión de Araucaíma. Sin embargo, a mí me parece que eso es más un
concepto que una estética. La simpatía por lo marginal también, aunque creo que
esto es más una coincidencia que una influencia. Compartíamos ciertos gustos
como el cine negro, las películas de serie B, el cine de autor estadounidense y
europeo… Su sentido del humor, negro, delirante, ingenioso; su interés, que es
casi una obsesión, por la ciudad, por lo urbano. La muerte, una fijación con la
muerte, lo que lo llevó a poner fin a su propia vida. Es decir, no solamente
elementos literarios sino de su propia personalidad. Porque Andrés mismo era una
obra de arte.
Oiga vea fue el primer trabajo de la dupla Ospina-Mayolo, pero
los tres nunca realizaron una película juntos, ¿a qué se debió?
Cuando ellos hicieron Angelita y Miguel Ángel yo estaba en Los Ángeles, terminando mis
estudios de cine. Cuando Mayolo y yo hicimos Cali: de película en 1973, creo que Andrés estaba todavía en EE UU,
adonde había viajado con el objetivo de vender unos guiones suyos en Hollywood.
Él se quedó una temporada allá, vivió en Houston, en casa de su hermana Rosario,
y en Los Ángeles. Realmente nunca pudimos coincidir en un proyecto
cinematográfico con él. En el 75 Mayolo y yo hicimos otro corto, que fue nuestro
primer trabajo argumental, Asunción,
pero la rodamos en Bogotá. Y cuando empezamos con el proyecto de Agarrando pueblo, en el 77, Andrés ya
estaba muerto. Yo creo que a él le faltaba tiempo para hacer cosas; escribía y
leía todo el tiempo, estaba al frente del cine club, dirigía la revista Ojo al cine… Y nosotros colaborábamos en
esos proyectos. Faltó tiempo, la muerte prematura de Andrés acabó para siempre
con esa posibilidad.
Si Andrés fuera un personaje de alguna de sus películas, ¿quién sería?
Fue personaje en dos de ellas: Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos (1986) y, por supuesto, en
Todo comenzó por el fin (2015).
Claro, como él mismo. En las de ficción que hice no se me ocurre quién tenga
que ver más con él.
¿Dónde estaba el día que Andrés se suicidó?
En Cartagena, con mi compañera de entonces, Karen
Lamassonne (artista plástica colombo-estadounidense). Vimos la noticia en un
diario.
Pareciera que ni la escritura lo pudo mantener vivo, ¿no? Ni la
publicación de Que viva la música,
que él recibió el día que se mató. ¿Cree que él temía llegar a ser un escritor
reconocido?
Siempre he pensado que Andrés no quería dejar de ser
joven y bello. Él no nació para vivir mucho tiempo, eso lo tenía claro. Como
también tenía claro que, no obstante, había que dejar obra. Y la que él dejó
era más abundante de lo que suponíamos. Yo no me lo imagino presentando sus
novelas, respondiendo las preguntas de los periodistas, dando entrevistas,
conferencias, viviendo una vida como la mía (risas). Andrés solo dio una
entrevista, a Juan Gustavo Cobo Borda, semanas antes de su muerte, cuando se
iba a publicar Que viva la música. La
entrevista salió al aire después de su muerte. Se pueden ver tres minutos en
YouTube.
¿Temía ser una figura pública? ¿Prefería el anonimato? Perdone que
insista en ello.
No quería vivir más de veinticinco años. Él bromeaba
con eso pero también lo escribió en Que
viva la música. Por lo demás, ser una figura pública es una cosa muy jodida,
pero cuando uno hace cine no queda más remedio. Guardando las debidas
proporciones, creo que a Andrés le pasaba un poco lo que a jóvenes artistas
como Rimbaud o James Dean: no les interesaba el estrellato, para decirlo de una
manera superficial. No querían ni podían llevar una vida de adultos, con todo
lo que eso implica a nivel de compromisos sociales, económicos y profesionales.
Andrés siempre fue un outsider, un
marginal de las letras, el teatro y el cine, aunque sí alcanzó a gozar de
cierto prestigio como crítico.
Y como cine-clubista.
Pues yo creo que el Cine Club de Cali fue un modelo
para muchos cine-clubes que se crearon en Colombia. A nosotros nos influenció
mucho la Nouvelle Vague (Nueva Ola
francesa): sus miembros tenían cine-club, empezaron como críticos, tenían una
revista, Cahiers du cinema, hicieron
del ver, leer y escribir sobre cine su mejor escuela.
Ustedes se resistieron a ciertos usos sociales, como casarse y tener
hijos.
Sí, lo de llevar vidas normales nunca fue un rasgo
nuestro; por el contrario, los excesos de todo tipo y vivir a contracorriente
eran la norma. Al fin y al cabo, los tres éramos hijos de Mayo del 68, una
generación que puso patas arriba todo.
Cuando se habla del Grupo de Cali o de Caliwood, esa expresión que se
inventaron ustedes mismos, se hace referencia primordialmente a Caicedo, Mayolo
y usted, pero también estaban otros personajes como Ramiro Arbeláez, Eduardo
Carvajal e incluso Sandro Romero Rey, uno de los principales divulgadores, al
lado suyo, de la obra de Caicedo.
Lo que pasa es que los tres somos como los más
conocidos. Pero es verdad, además de esos nombres estaban Hernando Guerrero,
Patricia Restrepo, que fue compañera de Mayolo y después novia de Andrés, Karen
Lamassonne, Carlos Palau, Óscar Campo y muchos más. Sandro Romero llegó después,
cuando Andrés ya había muerto. En el Grupo de Cali hay dos etapas: una del 71
al 77, cuando muere Andrés y nosotros hacemos Agarrando pueblo, nuestro último trabajo en codirección; la
segunda, del 78 al 86 cuando yo me voy a vivir un tiempo en París y dirijo Pura sangre, con Mayolo como actor, y él
dirige Carne de tu carne y La mansión de Araucaíma, ambas montadas
por mí. En el 86 yo realizo el documental sobre Andrés Caicedo, donde reúno a
toda la gente del Grupo de Cali para hacer memoria de Andrés. Después de eso cada
cual hace sus propios proyectos. Mayolo empezó a hacer televisión en el 89 y no
volvió a dirigir cine. Durante este tiempo con Sandro Romero empezamos a editar
la obra literaria y de crítica cinematográfica de Andrés: Destinitos fatales (1984) y Ojo
al cine (1999).
Andrés Caicedo y el Grupo de Cali se volvieron un mito. ¿Qué tanto
tuvieron que ver ustedes mismos en la construcción de ese mito?
Fue algo que también lo hicieron los medios de
comunicación, las editoriales y los mismos espectadores de nuestras películas y
los lectores de Caicedo. Hace varios años, por ejemplo, se hizo una telenovela
en la que Mayolo, Caicedo y yo éramos personajes. Para mí fue muy gracioso
verme convertido en personaje de telenovela sin que nadie me lo preguntara ni
me lo contara antes. Incluso una vez me trajeron una billetera en la que se
había tallado mi efigie y esa vez dije no, esto ya se salió de madre, tengo que
hacer algo, nos han vuelto hasta billeteras. Y fue por ese tipo de cosas que
decidí yo mismo contar nuestra historia en Todo
comenzó por el fin. Pero volviendo más atrás en el tiempo, fue con Que viva la música que el país empezó a
descubrir que había un escritor caleño llamado Andrés Caicedo que en cuestión
de doce años escribió toda su obra y se suicidó a los 25 años. Esa novela se ha vuelto un clásico de
la literatura colombiana. Y nosotros contribuimos con Destinitos fatales y el documental sobre Andrés al boom literario y
cultural que empezó a darse en torno a su figura, que encarna como ese mito
romántico del escritor joven y bello que se suicida. Y tenía relación con la
del rockero que se autodestruía a corto plazo, como Morrison, Hendrix, Joplin o
Brian Jones. Eso no lo teníamos en Colombia. Lo de Caliwood fue una broma que
hicimos una vez en una rumba, que si se hablaba de Bollywood (por Bombay, la
meca del cine en India) también tendría que hablarse de Caliwood. El comentario
se regó y muchos se lo tomaron en serio. De todos modos Cali sí era un
semillero de gente de cine, y lo sigue siendo, pero las condiciones en que se
hacía cine eran muy precarias y eso pasaba en todas las ciudades donde se
intentaba hacer. Eso mejoró un poco con Focine. El problema es que uno quedaba
tan endeudado que no tenía cómo hacer la siguiente producción. Uno trabajaba
para pagar la deuda contraída con el Estado.
¿Considera que ahora sí existe una industria cinematográfica en
Colombia?
Pues yo creo que a pesar de todo lo que se ha avanzado
gracias a la Ley de Cine y al Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC),
lo que permite que cada año se estrenen docenas de películas colombianas,
muchas en régimen de coproducción con otros países, aún faltan ciertas cosas
para consolidar una industria. Ahora hay muchas escuelas y programas académicos
de cine, laboratorios, empresas de edición y montaje, de alquiler de equipos,
todo lo cual también es importante para la creación de una industria; pero aún
hay una dependencia de la televisión, tanto en infraestructura como en
contenidos, seguramente porque ésta sí se planteó y organizó como una industria,
mucho antes de que aparecieran los canales privados. Tenemos una tradición
televisiva muy fuerte y esto ha hecho que el cine funcione más como un apéndice
de la televisión. Otras de las falencias siguen siendo la difusión, la
distribución y la exhibición: aumentó la oferta pero no necesariamente la
demanda, entre otras cosas porque las producciones nacionales no siempre son
suficientemente promocionadas o son mucho menos publicitadas que las de
Hollywood y, en consecuencia, tienen una distribución y exhibición mucho menor.
En general creo que el cine colombiano no se promueve de la misma forma, salvo
casos excepcionales como las películas de Dago García o una como El abrazo de la serpiente, secundada por
la nominación al Oscar. Creo que la tarea de difundir el cine nacional no tiene
que recaer solamente en Señal Colombia y en los numerosos festivales de cine
que hoy hay en Colombia, y en las revistas especializadas. Pero más importante
que eso me parece que es aprender a contar sus propias historias, sin que la
televisión sea el modelo. Ahora bien, yo creo que en una industria nacional de
cine tiene que caber tanto lo comercial como lo no comercial o cultural en
condiciones de equidad frente a lo que viene de afuera. Tanto lo uno como lo
otro tiene sus propios mecanismos, circuitos y públicos. Creo que ahí también
se necesita descentralizar más la promoción y distribución, hay películas que
solo se exhiben en Bogotá o en las principales ciudades, y el resto del país
tiene que esperar a que buenamente Señal Colombia las programe, o si una ciudad
de provincia cuenta con un festival, a que éste las presente. Y aún en Bogotá,
cuando una película tiene la suerte de ser exhibida en un circuito comercial,
suele pasar que solo es programada unos pocos días y sale de cartelera, a veces
un día y no más. Entonces, no se puede sacrificar así las producciones. Se
habla mucho de competitividad, de economía naranja (que nadie sabe bien qué
es), pero no se les dan las mismas oportunidades a todos los creadores, en este
caso cinematográficos.
Agarrando pueblo marcó un punto de inflexión en su trayectoria, en la
del Grupo de Cali y en la historia del cine en Colombia. ¿Comparte este punto
de vista?
Creo que no soy el más indicado para decir si fue una
ruptura o no en el cine colombiano. Lo que pasa es que en mis documentales
siempre he seguido la línea del documental-ensayo y la del documental como
relato. Pero Agarrando pueblo, que
iba a ser un documental que incluía tres pequeños argumentales, terminó siendo un
solo argumental. Lo único estrictamente documental que tiene es su breve
epílogo con la entrevista que Mayolo y yo le hacemos a Luis Alfonso Londoño, el
personaje central, el que se tira la escena de la falsa familia empobrecida.
Eso sí era algo inédito en Colombia: hacer un argumental sobre cómo se hacía
uno de esos documentales de la miseria; fue novedoso, transgresor en ese
momento. Nos criticaron mucho, así como nos elogiaron. Mucha gente lo tomaba
como un falso documental y creo que hasta el día de hoy muchos lo hacen, ¿no?
Porque nos veían más como documentalistas. Agarrando
pueblo estuvo precedido por otro cortometraje argumental, Asunción (1975), sobre la emancipación
de una empleada doméstica de sus patrones. Y esa idea de rebeldía popular, tan
en boga por esos años, la incorporamos nuevamente. Creo que es un trabajo en el
que las ideas revolucionarias de Mayolo -que era militante del Partido
Comunista Colombiano- y las mías se juntaron de una manera crítica y cínica. Y
me parece que fue la mejor forma de cerrar el ciclo que iniciamos con Oiga vea.
Alfonso Londoño en Agarrando pueblo. Foto: Eduardo Carvajal / Tomada de |
¿Pero sí era necesaria esa mini entrevista con Luis Alfonso Londoño? Me
parece que sobra; podía terminar perfectamente con la escena anterior cuando el
propio Londoño grita ¡corte! y dice “¿estuvo bien?”.
Del proyecto original quisimos conservar el epílogo. En
un comienzo todo el proyecto se planteó de una manera mucho más política y
dialéctica y se titulaba El corazón del
cine, que alude a un texto de Maiakovski: tenía un prólogo, cuatro partes
y un epílogo, de todo lo cual quedó solo la segunda parte, que era Agarrando pueblo, y el epílogo, que se
redujo al testimonio de Londoño, su punto de vista de lo que habíamos hecho y
lo que significaba todo eso en su barrio. En ese momento nos pareció que eso
era lo indicado. Mayolo y yo hasta peleamos porque en el montaje, que lo había
hecho yo en París, él quería agregarle un texto de Maiakovski y yo no estuve de
acuerdo.
Agarrando pueblo es, por otro lado, una reflexión sobre el cine mismo,
sobre el cómo guionistas, productores y directores manipulan la realidad…
Yo creo que por eso la entrevista con Londoño como
epílogo era necesaria, porque sirve para redondear esa idea de la manipulación
a través de una cámara, de cómo la perciben los que están siendo manipulados
por ella, reflexionar un poco sobre la relación ética entre filmadores y
filmados: siempre he dicho que dejarse filmar es el acto más noble que puede
realizar una persona. Entonces, Londoño en ese momento estaba hablando un poco
por esas personas que aceptan ser filmadas. Además, él es la voz crítica, el
que dice las cosas que luego Mayolo y yo elaboramos y desarrollamos en el
manifiesto de la “porno-miseria”. Pero yo no creo que exista una realidad, en
un comienzo pensaba que sí y que una cámara lo que hacía era registrarla. Para
mí eso es algo que se inventa de mil maneras y el cine es una de ellas.
¿A qué atribuye que esta película siga tan vigente? ¿Quizás a que la “porno-miseria”
que ustedes denunciaban se haya extendido tanto y a otros medios como la
televisión, la prensa y las redes sociales?
Es uno de nuestros trabajos más vistos, comentados y
debatidos. Creo que durante un tiempo permaneció olvidado, pero de un tiempo
para acá, digamos que en los últimos veinte años, se ha visto, discutido,
analizado y escrito mucho sobre él, tanto aquí como en otros países: en
escuelas de cine, cine-clubes, universidades, centros culturales, incluso en museos.
Mayolo y yo queríamos concentrar nuestra crítica en un cine documental que se
hacía mucho en el Tercer Mundo, concretamente en Colombia con muchos cortos
financiados por la política estatal del sobreprecio a las entradas, y que
nosotros llamábamos miserabilista, encaminado a registrar la pobreza de estos
países para venderla en Europa como si fuera una mercancía. Nos pareció que esa
era una forma de pornografía y la llamamos “porno-miseria”, retomando una
expresión que se usaba en Brasil, la “porno-chanchada”. Es probable que la
gente encuentre ahora que hay mucho miserabilismo en los noticieros de
televisión y las redes sociales, así como a fines de los setenta se podía
encontrar en la prensa amarillista. Pero el problema sigue siendo, al menos
para mí, la deshonestidad de productores y realizadores que hablan a nombre de
la pobreza y se benefician de ella.
¿Cuál es el lugar de filmografías como la de Víctor Gaviria en este
contexto?
En primer lugar estamos ahí ante un cine de autor. Lo
que hace Víctor Gaviria es único en Colombia, es el principal referente de lo
que podríamos llamar un neorrealismo colombiano. Lo que pasa es que su trabajo
no ha sido muy comprendido en el país. Sus películas pueden resultar chocantes porque
muestran una descomposición social marcada por la violencia, el narcotráfico y
la exclusión; muestra cómo unos seres padecen las secuelas de esa
descomposición, y eso es algo que molesta en una sociedad muy inequitativa y
conservadora como la nuestra. Incluso puede molestar a los que se dicen progresistas
o a los de la vieja izquierda, que acaso no vean en sus películas un compromiso
político y esas cosas. Gaviria investiga mucho, tarda muchos años para hacer
una película, de hecho en treinta años ha realizado cuatro; además, es un
director que maneja muy bien esa relación ética de la que hablé, sabe buscar a
sus actores, realiza castings muy rigurosos, trabaja de una manera muy
cuidadosa con ellos, ensaya mucho, trabaja la psicología de los personajes. Que
indaga de alguna forma sobre la miseria de los barrios pobres de Medellín y sus
gentes (que por lo demás pueden ser los de cualquier otra urbe latinoamericana),
sí, pero su cine nunca ha sido miserabilista. Además, no todos sus personajes
son pobres ni de los bajos fondos: en Sumas
y restas el protagonista es un hombre de una clase pudiente y otros
personajes son de su misma condición social. Ahora, una cosa es analizar y
recrear esa miseria, contextualizarla, y otra volverla una mercancía. Pero hay
que tener cuidado con el manejo del término porque nosotros nos referíamos
específicamente al uso mercantilista que se le da a la pobreza en el cine documental.
Víctor Gaviria se ha caracterizado por trabajar con personas que no son
actores, logrando resultados sorprendentes. Eso se podría considerar una
biopolítica del otro, una opción que muchos artistas tomaron en el teatro, las
artes plásticas, la fotografía, la literatura y, por supuesto, el cine. En el
Grupo de Cali fueron pioneros de ello en Colombia, concretamente con Agarrando pueblo, ¿no?
El personaje más importante de la película, que es Luis
Alfonso Londoño, no era actor, él era un zapatero. A él lo conocimos en el
rodaje de Oiga vea en el barrio El
Guabal de Cali, que era un barrio de invasión. La escena de la pillada en Agarrando pueblo es anecdótica porque
viene de aquél primer encuentro: estábamos filmando en El Guabal y Londoño
apareció por ahí y nos dijo “¡ajá, con que agarrando pueblo!”. Y nos dijo que
muchos gringos venían con cámaras a hacer lo mismo y que no sabía para qué. Le
explicamos lo que estábamos haciendo y lo incluimos en el documental. Seis años
después lo buscamos para hacer Agarrando
pueblo. Después, como documentalista, siempre busqué dejar hablar a las
personas, seguirlas en sus vidas y quehaceres, y este tipo de ciudadanos marginados
y excluidos siempre me ha interesado. Aunque, claro, también me he ocupado de
otros: un pintor como Lorenzo Jaramillo (Nuestra
película), un músico como Antonio María Valencia (Música en cámara), un fotógrafo como Eduardo “La Rata” Carvajal (Fotofijaciones) o un escritor como
Fernando Vallejo (La desazón suprema).
Y que sean ellos mismos u otros los narradores, pero no yo.
Fernando Vallejo en La desazón
suprema https://www.luisospina.com/fototeca/la-desazón-suprema/
¿Qué pasa cuando quien se deja filmar es una persona que se está
muriendo, como el pintor Lorenzo Jaramillo?
Jean Cocteau decía que el cine es ver a la muerte
trabajando. Yo tuve plena conciencia de eso cuando grababa a Lorenzo. Y
después, durante el largo proceso de edición, cuando ya estaba muerto. La idea
de hacer el documental fue de su hermana Rosario, ella se lo comentó y él
estuvo de acuerdo porque algo así quería hacer antes de dar su último suspiro. Yo
lo conocí en París, cuando él vivía allá, y desde un comienzo descubrí que era
un gran cinéfilo. Cuando enfermó de sida volvió a Colombia y fue profesor en la
Universidad de los Andes. Una vez me pidió que le prestara Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos, para mostrársela a sus
alumnos. Así que ya había una relación amistosa entre nosotros. Me llamaron, yo
vivía en Cali, viajé a Bogotá, hablamos sobre lo que él quería y cómo se
imaginaba el documental, pero cuando empezamos a grabar él ya había perdido la
vista. Por eso el documental empieza por ahí y continúa con los demás sentidos.
Fue una experiencia muy íntima, una conversación entre amigos. Y muy dolorosa
también, pero Lorenzo lo que menos quería es que se le tuviera lástima. Él
tenía un gran sentido del humor y creo que eso se alcanza a percibir en el
documental que él quería que no pareciera documental. Ahora que lo pienso, él
quería agradecer a la vida, como Violeta Parra, sentido a sentido.
¿Qué pasó con Luis Alfonso Londoño después de Agarrando pueblo?
Murió en noviembre de 1979, de hidropesía. Yo, en
nombre de la película, pagué todo el funeral. Él la vio ese año cuando se
presentó en Cali. La película nunca se estrenó en salas de cine del país sino
en cinematecas.
Ha dicho muchas veces que el cine de autor estadounidense murió hacia
1977 con películas como La guerra de las
galaxias. Sin embargo, directores como Scorsese, Ford Coppola, Altman o David Lynch siguieron cultivando un cine de autor.
Sí, pero la época de oro del cine de autor acabó por
esos años porque los grandes estudios empezaron a apostarle a las súper
producciones de catástrofes, ciencia ficción, monstruos, etc., después de que
las películas de los maestros del cine habían gozado de su apoyo y del de los
distribuidores, y eran exhibidas en salas comerciales. Por otra parte,
empezaron a morirse grandes directores estadounidenses y europeos: Ford, Hawks,
Nicholas Ray, De Sica, Visconti, Pasolini, Rossellini… Y otros como Hitchcock y
Buñuel dejaron de filmar, y otros más como Bergman, Kubrick, Antonioni y
Kurosawa cada vez filmaban menos. Desde entonces el cine de autor es una rareza
o algo del pasado. Una excepción en medio de tantas mega producciones, efectos
especiales y mucha superficialidad.
¿Esa no sería otra de las distintas muertes que se le han decretado al
cine? Cuando apareció la televisión, cuando surgió el video, ¿no se dijo lo
mismo?
Rossellini ya decía en 1963 que el cine había muerto. Pero
eso sería más a nivel cultural, industrial, tecnológico y de entretenimiento,
porque el cine había tenido el monopolio de la narración audiovisual. El propio
Rossellini acabó dedicándose a la televisión. En cuanto al video, pues, simplificó
y abarató los procesos y costos de producción audiovisual. Lo importante no es
el soporte, tipo de cámara y el medio para el que se produzca algo; lo que
cuenta es tener una buena idea en la cabeza. Ahora se hace cine y series de
televisión hasta con teléfonos celulares. No he visto los resultados pero cada
vez se simplifica más un proceso que cuando yo empecé era muy complejo y
costoso. Yo mismo me pasé al video en los ochentas y desde entonces casi toda
mi producción la he realizado en ese formato. El video, la computación y las
tecnologías digitales son hoy más un aliado del cine que un enemigo. La
realización en soporte fílmico, en película, ya es cosa del pasado.
Luis Ospina en Hollywood (1990). Foto: Karen Lamasonne / Tomada de https://www.luisospina.com/fototeca/luis-ospina/
¿Cómo ha sido su relación con la televisión?
Pues más como televidente que como realizador (risas).
Yo hice algunas producciones para televisión que fueron financiadas por la
Universidad del Valle para ser difundidas por el canal Telepacífico, abordando
temas y personajes de Cali y el Valle, como es obvio tratándose de un canal
regional. Bueno, finalmente Cali ha sido uno de los temas de mi trabajo, ¿no?
Reflexionar sobre la ciudad, sobre el ser caleño, pero no de una forma
meramente localista, ni mucho menos apologética, porque lo que ocurre en Cali
puede pasar en cualquier ciudad de Colombia y el mundo. Pero para responder más
a la pregunta, yo creo que para mí habría sido menos difícil incursionar en la
televisión, como hizo Mayolo, que seguir haciendo cine. Lo que pasa es que
nunca me interesó hacer una carrera como director de televisión. Además, no
tengo el temperamento para trabajar con tanta gente. He hecho cosas por
encargo, como las que hacía para Telepacífico. Sin embargo, prefiero mantener
mi autonomía y hacer las cosas que yo quiera.
¿Por qué siempre se sintió más cómodo con el documental que con la
ficción?
Tal vez porque perdía menos plata (risas). No, yo creo
que eso se debe a que desde niño me gustaba mirar, observar y oír lo que hacían
los demás. Eso me parecía más interesante que pedirles que actuaran. Descubrí
que había vidas tan interesantes, como la de un Andrés Caicedo, a quien siempre
consideré un genio, o la de un Luis Alfonso Londoño, el zapatero de Agarrando pueblo, o las de taxistas,
emboladores, peluqueros, artistas… que para qué agregarle a eso ficción. Mayolo,
en cambio, se movía a sus anchas por la ficción y el documental, y terminó
siendo un brillante director de argumentales para televisión. En cambio yo,
después de Soplo de vida (1999) me
dije que ya no iba a dirigir otro argumental. Fundamentalmente porque para mí
un guion argumental es una camisa de fuerza, una huella que hay que seguir, en
fin, algo que no me permite descubrir. Como decía José Luis Guerín
(documentalista español), el argumental es el reino del control mientras que el
documental es el reino del azar. A mí lo que me interesa es encontrar.
¿Por qué no fue posible que volviera a trabajar con Mayolo?
Porque él estaba en Bogotá y yo en Cali, y cuando yo
me radiqué en Bogotá, a mediados de los noventa, él estaba de lleno en la
televisión. Nunca dejamos de ser amigos, pero en sus últimos años era ya muy
difícil hacer algo con él porque estaba muy alcoholizado y tenía problemas de
salud, había sufrido dos infartos, hablaba con dificultad, fue una autodestrucción
a largo plazo que duró treinta años. Ese es otro de los temas de Todo comenzó por el fin, que coincidió
con mi propia enfermedad que por poco me lleva a la tumba y que ha vuelto a
reaparecer. Lo mío ha sido una autodestrucción mucho más a largo plazo (risas).
Esa ingeniosa habilidad para mezclar la no ficción y la ficción, alcanzó
un lugar notable con Un tigre de papel,
tal vez el trabajo con el que quiso llevar más lejos esa delgada línea entre lo
uno y lo otro.
El crédito no es solo mío. Yo escribí el guion basado
en un personaje creado por mi sobrino Lucas, que es artista plástico, en una investigación
grupal que él realizó sobre el collage en Colombia. Nadie sabe a ciencia cierta
quién introdujo el collage en Colombia; a partir de ahí se generó una
investigación muy interesante en la que un tal Pedro Manrique Figueroa
resultaba ser el pionero del collage en el país. Pero ese fue el “pre-texto”
para hablar de cuestiones generacionales, políticas, culturales y artísticas
que siempre me han interesado. Como todas las personas yo soy hijo de mi
tiempo, ¿no? Y yo nací al año siguiente del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán,
así que de niño me tocó el período de la Violencia, la dictadura de Rojas
Pinilla, la Explosión de Cali. Después todo lo del Frente Nacional y un suceso
muy importante para toda América y el mundo como fue la Revolución cubana. Y
todo esto en el marco de la Guerra Fría entre la URSS y Estados Unidos, ¿no?
Después me fui a vivir a Estados Unidos para terminar el bachillerato y hacer
los dos últimos años en Boston, y luego para estudiar cine en Los Ángeles. Así
que durante este tiempo me tocó todo lo de Vietnam, las protestas contra la
guerra que se agudizaron, el movimiento hippie que se había iniciado en
California, las feroces protestas estudiantiles, los ecos de Mayo del 68 que
llegaron allá, el rock y la psicodelia, el pop art, el cine underground,
Warhol, Jim Morrison que había estudiado cine donde yo estaba, en la UCLA, los
asesinatos de Luther King y Bobby Kennedy… el país estaba incendiado, pero
pasaban todas esas cosas fabulosas de la contracultura y, por otro lado, la
Nueva
Izquierda estadounidense y la
discusión en torno a los iconos del comunismo como Marx, Lenin, Trotsky, Mao,
el Che, Castro, Ho Chi Min. Era el momento de las utopías y los jóvenes éramos
los protagonistas: creíamos que podíamos cambiar el mundo. Después llegaron los
setentas, volví a Colombia y acá todo estaba muy politizado: Mayolo se había
vuelto comunista, había mucho sectarismo en la izquierda, pero a nivel cultural
pasaban cosas muy interesantes, específicamente en lo que tiene que ver con el
arte. Yo diría que en esos años Colombia se volvió un importante centro
artístico en América Latina, habían llegado las vanguardias y había, además, mucho
activismo social. Y bueno, todo eso continuó con mucha fuerza, en el 77 hubo un
paro cívico nacional contra el gobierno de
López Michelsen, el más bravo e
importante de nuestra historia, ¿no? Por otra parte, estaba la bonanza
marimbera y después vendría el boom de la cocaína, los carteles, el estatuto de
seguridad de Turbay, una persecución política y social muy fuerte, a mucha
gente la desaparecieron, otros se exiliaron, en fin.
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Afiche de Un tigre de papel / Tomado de https://www.luisospina.com/fototeca/afiches/
Toda esta historia que estoy contando coincide con el
supuesto período de actividad artística y política de Pedro Manrique Figueroa, sus
collages de realismo socialista, su agit-prop, su estadía en todos los
países comunistas de la época, su militancia en el “mamertismo” colombiano, su
coqueteo con las guerrillas latinomericanas, su participación en la revolución
sandinista, su fallida conspiración contra el sistema monetario estadounidense,
hasta su desaparición misteriosa en 1981 cuando se le pierde el rastro. Entonces,
lo que yo veía en esa historia era lo que toda una generación había vivido,
soñado o presenciado en Colombia y Latinoamérica con el ascenso, disputa y
caída de las izquierdas, con las vanguardias artísticas, con los movimientos de
rebeldía y anarquismo, con la revolución socialista que finalmente no se pudo
hacer, con esa discusión sobre el arte político y el compromiso político que de
alguna manera se demandaba de los artistas. Yo pienso, además, que personajes
como Pedro Manrique Figueroa, si lo vemos en un sentido más personal, uno
encuentra en todas partes, tal vez todos hemos conocido a alguien que andaba
metido en todo lo que fuera contestatario, y que cuando cayó el Muro de Berlín
y se acabó la URSS y la cortina de hierro europea, se quedó sin discurso. Claro,
eso no pasó en el 81 pero ya para entonces había un desgaste del comunismo
internacional, como que esa guerra fría se estaba perdiendo. Pero este tipo de
personajes, reales o ficcionales, que pierden o fracasan o solo obtienen un
único triunfo en sus vidas, son los más que me interesan.
¿Cree que con Todo comenzó por el
fin logró desmitificar al Grupo de Cali? O al contrario: profundizar el mito.
Es que nunca me planteé eso, ni lo uno ni lo otro, yo solo quería contar una
historia. Pero con tres horas y media de duración ya va a quedar bien difícil
que alguien quiera contar otra vez la misma historia. Otra cosa es el mito,
algo sobre lo que uno no tiene ningún control. A nosotros ya nos habían manoseado mucho y
aparte de los tatuajes, las monederas, la telenovela, se hizo una adaptación
cinematográfica de Que viva la música,
algo muy penoso porque se rompió el acuerdo que había de no vender los derechos
para llevar al cine ninguna obra de Andrés Caicedo. Y el resultado, como yo lo
esperaba, fue muy lamentable porque ninguna adaptación y ningún director podría
hacerle justicia a una novela como esa, a un universo literario tan particular
como el de Caicedo. Pero volviendo a la pregunta, yo creo que al incorporar mi
enfermedad y hospitalización en el documental, es decir, mi presente, estaba
mostrando lo frágil que era mi vida, y esa es una forma de desmitificar las
cosas, ¿no? Ante la posibilidad de morirme durante el rodaje organicé todo de
tal manera que el documental se terminara en su totalidad y se incluyera mi
propia muerte. La muerte ha sido uno de los temas que yo he abordado en mi
trabajo (los otros son la ciudad, la memoria y el cine). Y esta vez, además de
contar la historia del grupo, de la vida y muerte de Caicedo y Mayolo, estaba
hablando de la posibilidad de que yo mismo me muriera. Finalmente, uno vive
bajo una espada de Damocles todo el tiempo, ¿no?
Aquello de que cuando uno se va a morir la vida pasa por la mente como
si fuera una película, es una sensación que produce este documental.
Sí, es como una película de misterio en la que no se
sabe si el director, en este caso, se muere o no al final (risas). Pero esa
película “mental” (un documental es, además, como un “documento mental”) es como
un collage: a mí siempre me ha interesado trabajar con la idea de construir
collages audiovisuales, ¿no? De ahí la importancia de los archivos. Yo he sido
un archivista toda mi vida.
Aunque sé que su estado de salud es muy delicado en este momento, ¿está
trabajando en algún proyecto?
Estoy terminando la curaduría del próximo Festival
Internacional de Cine de Cali, que yo fundé en 2008 y del cual soy su director
artístico.
En cincuenta años de carrera ha desempeñado prácticamente todos los
oficios del cine, hasta crear un festival que es ya patrimonio de Cali y del cine
en el país. ¿Qué le queda por hacer?
Morirme (risas).
genial
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